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CV Opinión cintillo

El derecho a la propia imagen “filtrada”

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En 1900 la joven adolescente de 17 años Abigail Roberson, demandó a Rochester Folding Box Co. ante los tribunales de Nueva York. Nuestra protagonista se había retratado en un estudio fotográfico local cerca de su casa en Corn Hill, Rochester, Nueva York. La compañía demandada usó sin consentimiento una de sus fotos en 25.000 carteles que anunciaban “Harina de la familia”. Estos se colocaron en lugares públicos, la joven se sintió muy humillada por las burlas recibidas de sus conocidos y sufrió un shock nervioso que la confinó en la cama requiriendo tratamiento médico. En el caso, Roberson v. Rochester Folding Box Co., el tribunal rechazó la existencia de un derecho a la vida privada en el Common Law y destacó la dificultad de concretar su contenido para establecer donde acababa la vida privada y comenzaba la pública. La sentencia fue duramente criticada por la opinión pública y motivó la aparición en 1903 de la primera Ley sobre privacy en el Estado de Nueva York.

Mucho ha llovido desde entonces y bien poco hemos mejorado. Nuestro espacio de vida privada se ha ido reduciendo y el marco de disposición que constitucionalmente proporciona el derecho a la propia imagen se ha diluido hasta casi desaparecer en ciertos contextos. Así, y a pesar de que legalmente el Reglamento General de Protección de Datos obliga a desarrollar los entornos digitales aplicando la protección de datos desde el diseño y por defecto, ésta no parece alcanzar a la gestión de la imagen.

En la práctica, la ausencia de responsabilidad de los proveedores de servicios de la sociedad de la información ha operado desde la presunción de licitud en la subida de cualquier imagen por un usuario. La única barrera integrada en las plataformas consiste en la posibilidad de bloquear el etiquetado. Resulta sin duda demasiado costoso e ineficiente generar un contexto de solicitud de permisos o de alertas previas a las personas afectadas. Ello implica que si alguien publica nuestra imagen tenemos más posibilidades de reacción si no bloqueamos el etiquetado y si somos usuarios de la red. Si no es así, lo más probable es que nuestra imagen, y la información que pueda contener, circule por las redes sin nuestro conocimiento y sin nuestro consentimiento. De facto, la propia imagen, que en su conformación constitucional se construye como un derecho de naturaleza reactiva resulta ineficiente ante la completa ausencia de instrumentos de control material sobre la publicación en internet.

A la carencia de metodologías de gestión y obtención del consentimiento debemos sumar las actitudes que despliegan los propios usuarios de los entornos digitales. Me refiero a miles de padres y madres que comparten bulímicamente fotos de sus hijos e hijas conformando un determinado perfil digital, desde la ecografía y durante la infancia, y normalizando la renuncia al derecho a la vida privada. Fenómeno, al que no son en absoluto ajenos los entornos escolares que ya sea por una transparencia y presencia pública malentendida, ya sea por la necesidad de competir en el mercado de la captación de matrículas, se suman a la cultura de la explotación de la imagen. Si se añade la carencia de competencias digitales del profesorado es obvio que la generación analógica será la última que entienda a Abigail Roberson.

De hecho, en el último lustro el derecho a la propia imagen se enfrenta a una vuelta de tuerca: los filtros. El “arreglo” que proporcionaba Photoshop, el más conocido de los programas profesionales de edición, se ha puesto al servicio de cualquier usuario. Parece razonable editar una imagen para mejorar su luz, contraste o calidez. Sin embargo, se trata de algo más significativo. Basta con buscar “filtros” para encontrar decenas de aplicaciones. Una de ellas “permite corregir imperfecciones de la piel, modificar facciones del rostro, blanquear tu sonrisa, ponerte un bronceado, marcar tus pómulos o hacer tus ojos más grandes”. Otra de las aplicaciones proporciona “más de 100 filtros, más de 40 efectos diferentes y más de 20 herramientas libres de edición”. Al igual que ya sucediera con los buscadores surgen alternativas como Be Real, una aplicación móvil-red social en la que se dispone de un máximo de dos minutos para tomar y compartir una fotografía que no puede ser retocada. 

En cualquier caso, la presencia y uso de los filtros implica un salto cualitativo. El poder de disposición sobre la propia imagen alcanza ahora a la posibilidad de editarla de modo que responda a ciertos cánones de “mejora” cuyo límite de idealización puede llegar a falsear la realidad. Estas capacidades ampliamente utilizadas por los y las llamados “influencers” generan un discurso estético que permea a personas de toda edad y condición. No parece tratarse de un fenómeno asociado a la adolescencia. Es una conducta normalizada en el ámbito profesional, dónde la imagen física idealizada y el comportamiento formalmente asertivo tienden a sustituir al conocimiento y la profesionalidad reales. Pero también en el privado. Señala este periódico en un artículo reciente que en el ámbito de la cirugía estética se aprecia el crecimiento de la dismorfia en la autopercepción por el propio sujeto. El cliente requiere estos servicios para conseguir alcanzar quirúrgicamente la imagen ideal que previamente ha diseñado con los filtros de la red social. 

Todo ello conduce a un modo determinado de construir la identidad online que define una imagen alternativa y distinta a la real, que algunas personas tratan de obtener en el mundo físico. La vía rápida es la cirugía, pero no la única. Hay elementos como el peso o lo masa muscular que pueden alcanzarse por medios tradicionales como el ayuno prolongado, -o la anorexia-, las dietas milagro o el ejercicio físico retroalimentado con dopaje proteico. El reconocimiento social y la propia autoafirmación son tributarios del “like” en cada foto y los cuerpos se convierten en esclavos de un estándar social ficticio construido al servicio del beneficio de empresas que monetizan de nuestra vida privada.

Así, ejercer el derecho a la propia imagen en su sentido tradicional resulta imposible. Son tantos los impactos recibidos desde distintas fuentes que convierten cualquier acción jurídica en un proceso inabarcable e ingobernable. A la vez, se fomenta un entorno social digital en el que la construcción de la imagen se basa en la manipulación y la mentira, no responde a la realidad material e incluso fomenta dependencias psicológicas que ponen en riesgo la dignidad y la salud de las personas.

Por otra parte, se hace muy difícil delimitar cuál debería ser el contorno de la imagen en el derecho a construir una identidad digital. Y esta dificultad teórica crecerá sin duda en el contexto del metaverso en el que parece razonable que podamos disponer de avatares que heredarán el problema de los filtros. Por ello, parece poco razonable reconocer o amparar el derecho a falsear la propia imagen. Y, aunque sin duda resultará polémico, es necesario abrir el debate sobre la transparencia en el etiquetado de imágenes alteradas mediante filtros digitales. 

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