Hemos visto hombres pisando la Luna y naves no tripuladas viajando hacia los confines de la galaxia; el derribo de un muro en Berlín tras el que se hundió todo un sistema político sacudido por revoluciones pacíficas; el fin del infame apartheid en Sudáfrica; la creación de una moneda común en el intrincado mosaico de Europa; el desciframiento inverosímil del genoma humano; el desplome de dos gigantescas torres en Manhattan por el ataque de unos fanáticos; la irrupción de una tecnología que permite a la gente comunicarse, comerciar, agruparse y odiarse a escala planetaria; el desarrollo de unos medios de vigilancia social potencialmente omnipotentes; la lucha global contra una pandemia que paralizó el mundo... Para quienes nacimos en la segunda mitad del siglo pasado, las guerras mundiales y la guerra de España eran en nuestra juventud referencias que parecían tan lejanas como la creación de la Unión Europea o la transición española a la democracia deben resultar ahora para los jóvenes nacidos ya en el siglo XXI.
La aceleración de la historia contemporánea da vértigo. Y plantea problemas a los historiadores y a los periodistas, que trabajamos con la pretensión de responder, en diferente grado de cercanía a los hechos y con distintos métodos, aquellas famosas preguntas de quién, qué, cuándo, dónde y por qué. Por eso surgió la duda, en el cambio de siglo, sobre si el concepto de “historia contemporánea” no se estaba quedando obsoleto. Un período que arranca con la revolución industrial en el siglo XVIII y llega hasta la revolución digital y la era de la transición ecológica en la que estamos entrando se antoja demasiado cargado de cambios, casi inabarcable. Así emergió la idea de la “historia del presente” o la “historia del mundo actual”, una forma de recuperar el sentido originario del término “contemporáneo” como un tiempo común en la experiencia vivida, en el que coexisten diversas generaciones que pueden compartir una conciencia histórica, desde el que se puede analizar el uso público del pasado por parte de los políticos, los grupos sociales y los medios de comunicación. Sin ir más lejos, los estudios de “memoria histórica” están fuertemente vinculados a este planteamiento. ¿Es posible entender y prevenir las nuevas formas de xenofobia, fundamentalismo y extremismo sin una memoria de lo que fueron el racismo, el fascismo, el colonialismo y el totalitarismo?
El británico Timothy Garton Ash escogió el término “historia del presente” cuando tituló con él su libro de ensayos, retratos y crónicas de la Europa de los años noventa, tomándolo de un comentario que George Kennan hizo en una reseña de su libro anterior sobre la Europa de los años ochenta. En Francia, se había creado antes una unidad del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) llamada Institut d'Histoire du Temps Présent de la mano de François Bédarida, que apuntó en su momento la suspicacia que levanta entre los historiadores “lo muy contemporáneo”, pero propugnó que “se trataba, a la vez, de incitar a la investigación histórica francesa a lo muy contemporáneo y de afirmar la legitimidad científica de este fragmento o rama del pasado, demostrando a ciertos miembros de la profesión, más o menos escépticos, que el reto era realmente hacer historia y no periodismo”.
Garton Ash, una figura perfectamente situada en la intersección entre la historia como disciplina académica y el periodismo como oficio, célebre por sus reportajes y ensayos sobre las revoluciones democráticas en los países del antiguo telón de acero, es más atrevido. Y ha dejado apuntadas algunas sugerencias pragmáticas que supongo que siguen siendo polémicas entre los académicos pero que, al mismo tiempo, representan un reto de gran interés para los periodistas. Ha constatado, por ejemplo, que los gobernantes y diplomáticos, como los ciudadanos, ya no escriben cartas; se envían correos electrónicos (y a menudo se reúnen telemáticamente, añadiríamos); las crisis se desarrollan en tiempo real, con la televisión como testigo, mientras va a peor en la documentación disponible la relación entre la cantidad y la calidad de los materiales. “En otras palabras”, asegura, “ahora ha aumentado lo que es posible saber poco después de los hechos y ha disminuido lo que se puede saber mucho después”.
En su opinión, de alguna manera el tiempo apremia. Garton Ash reivindica los libros de periodistas sobre hechos recientes, que no por ser “el primer borrador de la historia” dejan de tener la incomparable virtud de estar escritos por alguien que “ha estado allí”. Afirma que “la mejor historia contemporánea se ha hecho, en parte, en televisión (y no es casual, añado yo, que el documental haya crecido como uno de los grandes géneros audiovisuales de nuestra época). Y reflexiona: ”Es cierto que las características del mal periodismo y la mala historiografía son muy diferentes: el primero consiste en tonterías sensacionalistas, impertinentes, populistas, que leen millones de personas; la segunda, en tesis doctorales especializadas hasta el extremo, pobremente argumentadas y mal escritas, que no lee nadie. Pero las virtudes del buen periodismo y la buena historiografía son muy parecidas: la investigación exhaustiva y escrupulosa; la aproximación compleja y crítica a las fuentes; el firme sentido del tiempo y el lugar, la imaginación suficiente para simpatizar con todas las partes; la capacidad de argumentación lógica; la prosa clara y llena de vida“.
El profesor británico, desde luego, no es un ingenuo, y alerta (lo escribió en el cambio de siglo) de que los periódicos están cada vez más ocupados, no por las noticias, sino por todo tipo de piezas de entretenimiento y que en ellos se extiende una “enfermedad más sutil, el futurismo”. “Cada vez se dedica más espacio a especular sobre lo que puede ocurrir mañana, en vez de describir lo que ocurrió ayer, que es la misión inicial del periodismo”, protesta, para añadir que “no hay nada que envejezca con tanta rapidez como la profecía, incluso cuando es clarividente”.
Más allá del debate concreto, tener en cuenta estos puntos de vista del historiador-periodista puede hacernos mantener la conciencia, cuando escribimos reportajes, hacemos entrevistas, investigamos hechos, preparamos coberturas y elaboramos infografías basadas en datos o publicamos libros, de que tenemos la responsabilidad de intentar evitar que se nos escurra la historia entre las manos.