Políticos fugaces

12 de febrero de 2022 22:22 h

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Hace falta mucha fuerza voluntad para ser político cuando no existes. Ítalo Calvino, en su trilogía de los antepasados creó el personaje de Agilulfo, el “caballero inexistente”, tan convincente en su reluciente armadura vacía. Solo la voluntad de ser caballero le hacía existir. Eso les ocurre a algunos protagonistas de la vida pública actual, que levantan ante la ciudadanía unos personajes tan elocuentes que llega a parecer que existen en realidad. Para lograrlo, no hay que detenerse ni mirar atrás. No hay que dejar espacio al análisis, la formación, la capacidad de articular equipos, el debate estratégico, la buena predisposición o la negociación. Se trata de arremeter, echando mano de la idiosincrasia, contra los adversarios, como si no existiera otro mañana que la guerra sin cuartel.

Hay demasiados ejemplos en la escena actual de este tipo de políticos cuya fulguración demagógica condiciona la marcha de la vida pública no se sabe muy bien para qué, pero da la coincidencia de que estos días hemos visto a dos de ellos en diferentes puntos de inflexión. Me refiero a Pablo Casado en las elecciones en Castilla y León y a Albert Rivera en la ruptura laboral con el bufete que lo fichó, el primero en plena batalla por una gloria incierta y el segundo, víctima penosa de su propia consunción.

Habría que discutir si, en estas carreras vertiginosas por el interior del jaleo político español no consiguió, en sus mejores momentos, brillar más Rivera de lo que Casado pueda llegar a hacerlo jamás, pero ambos obedecen al mismo patrón: no dejes que las oportunidades de consolidar posiciones, buscar soluciones, encontrar salidas o permitir avances en beneficio de la sociedad obstaculicen tu lanzamiento ni ensombrezcan tu fugaz estrellato porque te puedes caer.

¿Qué habría sido de Albert Rivera si, como pudo hacerlo, hubiese optado por pactar con Pedro Sánchez un Gobierno de España y, por tanto, se hubiera frenado en ese punto la rueda de la repetición electoral? ¿Qué habría sido de él si, en lugar de quemar goma para asaltar el liderazgo de la derecha española, hubiera optado por aparcar la moto en el centro del tablero político? ¿Qué hubiera sido de nuestra convivencia colectiva si su formación, enfebrecida por la oposición a la embestida del independentismo catalán, no hubiera hecho uso de un extremismo españolista ajeno a cualquier moderación y no hubiese cebado tan eficazmente el crecimiento de la extrema derecha en este país?

¿Y de Pablo Casado qué habría sido si se hubiera sentado a pactar, por ejemplo, el Consejo General del Poder Judicial o hubiera decidido apoyar la reforma laboral negociada por el Gobierno, los sindicatos y la patronal? ¿Qué habría sido de él si no hubiera encendido la mecha electoral en Castilla y León para seguir corriendo, a toda velocidad, dejando atrás cualquier oportunidad de protagonizar alguna acción política que consista en algo más que bracear?

Acusan a Rivera desde el bufete que lo fichó con gran énfasis de “estar obsesionado con los medios” y de no rendir. Casado, mientras tanto, se lanza como un poseso por los campos de Castilla con la mirada fijada más allá de la cúpula del trueno. Ya veremos cuánto dura.