Si Marcel Duchamp logró convertir un urinario en pieza de exposición y Damien Hirst, con más mercadotecnia que afán de provocación, consiguió transformar un tiburón en formol en obra artística, ahora Valencia mantiene la estela de estas tendencias para llevar hasta los museos, en concreto hasta el MuVim, nada más y nada menos que la ya lejana ruta del Bakalao. Una iniciativa promovida por Lluís Fernández, comisario de la exposición, que defiende su propuesta por la reflexión que suscita todo tipo de fenómenos culturales, incluida la cultura popular y hasta la cultura basura. Y no le falta razón.
La propuesta, por otro lado, tiene algo de resarcimiento colectivo. Porque esta moguda valenciana había quedado eclipsada y acomplejada todos estos años por la alargada sombra, primero, de la Barcelona golfa y anarquista de José Perez Ocaña y, después, de la Movida madrileña cuna del mediático Almodóvar. Y eso que no faltaron por estas tierras continuadores de la modernidad del equipo Crónica que, como Mariscal, acercarían la cultura underground por las callejuelas del viejo barrio del Carmen donde Blanquita ejercía ya de emperatriz.
Sin embargo, sería aquella mítica ruta la que acabaría restituyendo al País Valenciano en las cartografías de la modernidad, al lograr atraer maquineros de los más variados confines hasta aquel particular via crucis de música electrónica, desarrollado por los pasos discotequeros de Barraca, Spook o Chocolate. Peregrinaje post-laico a golpe de mezcla musical de Chimo Bayo o Carles Simó, procesión de noche prolongada hasta el olvido, con olor a sudor, rigidez compulsiva en la pista de baile, con decibelios desbordados entre naranjos y vapores de mescalina empapando los poros.
Valencia transformaba, así junto a los huertos de Sueca, el estruendo de su tradición de música y fiesta en nihilismo sintético. Una nada orgullosa de sí misma que nunca aspiró a promover cineastas que saltaran de los fondos contaminados de una discoteca a la alfombra roja de Hollywood. Como mucho tan solo estaba dispuesto a poner la banda sonora de una generación Kronen, entregada al fonambulismo suicida desde un puente que se desvanecía en el aire. Desencanto desenfrenado estigmatizado por una sociedad que, sin embargo, se apresuraba a rendirse al consumo del éxtasis del pelotazo, al frenesí banal de las burbujas económicas donde el martilleo afterpunk new age de la música maquina total eran sustituidos por escenografías de Calatrava o ensoñaciones de Eccleston. Y donde, en suma, los misterios y tentaciones de la droga sintética acabaron aprovechándose para el diseño de nuevos productos financieros.
Al final de todo aquello solo nos quedó el vértigo del vacío bajo nuestros pies, sin nada a lo que asirse en este cochambroso puente que hace tiempo que se desmoronó. Y en esta caída constante, la ruta del bakalao entra hoy en el MuVim como fenómeno de cultura basura sobre el que reflexionar. Ojala aún sea posible. El éxito de Duchamp fue debido en gran medida, a que presentó su famoso urinario en Nueva York. Si lo hubiese hecho en París, su provocativo antiarte hubiera pasado desapercibido entre la cascada de ocurrencias que las más variadas vanguardias presentaba en aquel gran escaparate artístico que durante aquellos años fue la capital francesa. Por eso, cuando vivimos en tiempos tan llenos de basura como los actuales es sin duda un ejercicio difícil mantener la atención necesaria para distinguir aquella basura concreta que nos interpela para hacernos reflexionar. ¿Cuál elegir? Esta sí, esta no... esta sí… esta no….