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¿Rescatar las playas del fondo del mar?

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Por una vez, la Administración ha elegido el momento adecuado para someter un importante proyecto a información pública: qué mejor que el verano para hablar de regenerar playas. Por supuesto, también deberían participar en el debate los visitantes de otras zonas de la Península para quienes algunos de nuestros topónimos costeros les resultan ya familiares.

Nada menos que 1.247 millones de euros para extraer arena de un fondo marino situado frente a Cullera, a más de 60 metros de profundidad, y transportarla después a diversas playas en crisis de València y Alicante. Duración total del proceso, 10 años.  

Un plazo global que, según el proyecto, “podrá incrementarse y dilatarse en el tiempo en función de la disponibilidad de proyectos de regeneración de playas aprobados y listos para ejecutar…”.

El proyecto analiza las diversas afecciones que puede tener dicha operación, tanto en la flora y fauna marítimas como en las actividades económicas que se llevan a cabo en dicha zona, caso de las pesquerías, el tráfico marítimo, o el turismo.

No resulta difícil imaginar cuáles serán las causas de dichas afecciones. La superficie y la profundidad del dragado son muy grandes, la agitación y turbiedad de las aguas, inevitables, y la duración de las operaciones, incluyendo el transporte de las arenas, muy larga. 

Sin embargo, el proyecto concluye que no hay que temer efectos perjudiciales para los ecosistemas naturales y humanos, porque el resultado será beneficioso en términos económicos: el turismo en primerísimo plano. 

Surgen aquí, como en otros grandes proyectos recientes, las dudas sobre la correcta valoración de los costes (casi siempre incompletos) y de los beneficios (casi siempre exagerados). Y, por tanto, una vez más, salta la necesidad de contar con evaluaciones objetivas, independientes de la Administración que propone actuar para resolver un problema.

El fenómeno del deterioro de las playas

Más del 95 por ciento de la arena de las playas procede de la erosión terrestre aportada por los ríos. Ríos de arena que luego siguen circulando paralelos a la costa, arena en suspensión que el oleaje reparte y alimenta las playas. El equilibrio se rompe, en parte, cuando bajan los suministros de los ríos por la construcción de embalses y la reforestación de los bosques. Sin embargo, la energía del oleaje sigue siendo la misma, y sin duda será mayor por efecto de la subida del nivel del mar y la mayor frecuencia e intensidad de los temporales.

A estas novedades hay que añadir otros impactos. Fundamentalmente, determinadas construcciones en la costa y la ocupación de las dunas. El efecto añadido más conocido es el de los puertos, basta echar una ojeada en Google maps para comprobar cómo ese río de arena en suspensión, paralelo a la costa, que va manteniendo las playas, se ve interrumpido, en algunos casos totalmente, por los diques de los puertos. 

Véase, como ejemplo, los puertos de Burriana o de Valencia, en los que, dada la profundidad a la que llegan sus diques, cortan totalmente ese transporte en suspensión. En el caso del puerto de Valencia, conflicto hoy vigente provocado por una nueva ampliación, el caso se agrava porque afecta a un espacio altamente sensible como es el Parque Natural de la Albufera. 

Por otro lado, la ocupación de las dunas -reserva fundamental para el equilibrio litoral- con obras rígidas, paseos marítimos, chiringuitos, u otras construcciones, además de sustraer la reserva de arena, hace que en los grandes temporales las olas se reflejen en esos obstáculos, provocando una mayor corriente hacia el fondo, lo que aumenta considerablemente la erosión. La playa ya no elimina la energía del oleaje.

Existen playas estables cuando su forma hace que el oleaje siempre llegue perpendicular a la orilla, como en la Concha de San Sebastián, entonces la forma se conserva casi fija. Por el contrario, la inestabilidad se da fundamentalmente en costas abiertas y más o menos rectilíneas, como ocurre en el óvalo valenciano.

Algunas de estas ideas ya las expusimos en este mismo diario, en 2021 con un artículo titulado ¿Nos quedamos sin playas?

El marco normativo: del proteccionismo a la desregulación

A favor del patrimonio costero, nuestra Constitución establece el derecho al disfrute del medio ambiente (art. 45) y al mismo tiempo destaca la declaración del dominio público litoral, en el que se incluyen las playas (art. 132).  

La ley de Costas de 1988 fue, en principio, una norma claramente proteccionista. Por ello, suscitó reacciones en contra denunciando que iba a suponer un obstáculo al crecimiento del turismo costero. Y así llegó la modificación más importante en 2013. La nueva ley amplió el escueto título de la anterior al calificarla como “Ley de protección y uso sostenible del litoral”. (Hay que señalar, no obstante, que la de 1988 sigue formando parte del marco normativo básico, obviamente en todo cuanto no fue modificada por la de 2013).

Resulta significativo que en el preámbulo de dicha norma de 2013 se decía de manera explícita que “El desarrollo sostenible se alimenta de la relación recíproca entre la actividad económica y la calidad ambiental. Un litoral que se mantenga bien conservado contribuye al desarrollo económico y los beneficios de este redundan, a su vez, en la mejora medioambiental. No se trata de una disyuntiva que nos obligue a emprender una dirección y abandonar la otra, sino todo lo contrario, el camino es único”.

Vistos los resultados de la aplicación de la ley, a nueve años de su entrada en vigor, resulta inevitable recordar este mensaje. Constituye toda una declaración de intenciones, cuando desde determinados sectores del poder político y económico se intentan justificar proyectos en los que resulta muy difícil aplicar ese camino único. Lo de intentar conjugar el crecimiento/desarrollo (confusiones habituales al margen) con la sostenibilidad ya se ha convertido en un recurso tópico y generalizado en el discurso oficial actual.

Quien lo tuvo claro desde el principio fue el profesor Miguel Ángel Losada, que se pronunció al respecto diciendo que la finalidad de tal modificación legislativa era “regular las actividades económicas en la franja litoral ”, por lo que presagiaba “el inicio de un nuevo ciclo devastador”.[1]

Dicho de otro modo: el carácter proteccionista de la ley de 1988 quedaba fuertemente matizado y no para mejor. Y así vimos cómo sus detractores celebraron con júbilo la contrarreforma. Uno de los efectos directos fue la reducción del catálogo de los espacios protegidos.

No olvidemos que la costa no son solo las partes emergentes, playas y acantilados, marismas y ensenadas, pues hay que contar también con aquellas partes que las aguas nos impiden ver, los fondos marinos y las comunidades vivas. La Directiva Marco del Agua de la UE (año 2000) cambió la percepción mercantilista que teníamos de los ríos como “fábricas de agua”, pues la ley los considera ecosistemas a preservar. Deberíamos aplicar el mismo criterio a las costas, ya que son ecosistemas vivos de incalculable valor, que protegen el territorio, el paisaje, la pesca y la calidad de vida, no espacios solo aptos para atraer turismo intensivo, caso de las “playas de toalla y chiringuito” como las califican los ecologistas.

Las respuestas técnicas a la crisis de nuestras playas

El proceso de regresión de muchas de nuestras playas mediterráneas, ha dado lugar a múltiples interpretaciones y variadas y discutidas propuestas de actuación, la mayor parte de las veces en forma de proyectos locales aislados, con protagonismo casi exclusivo de los espigones en diferentes variantes. 

Se ha instalado en la opinión pública costera, con razón, la percepción de que muchas de las operaciones de relleno de playas arruinadas por las tempestades solo se mantienen efectivas hasta el siguiente episodio tormentoso.  Si esas dudas no se disipan en el caso del proyecto de Cullera, estamos ante una apuesta muy arriesgada por su altísimo coste.

Ya durante la gestación de la ley de 1988 se originó un fuerte debate sobre los criterios de defensa de costas utilizados por aquellos años en España. Las soluciones aportadas por la llamada ingeniería de costas, con escasa consideración sobre criterios ambientales o paisajísticos, fueron adoptando modalidades que, sin embargo, no han conseguido un consenso amplio en la comunidad académica y en los sucesivos departamentos de la Administración. El profesor de la Universidad de Valencia Vicenç Rosselló escribía en 1988 que “la defensa jurídica y la defensa ingenieril son conceptos a menudo divergentes” siendo para él “la protección anterior a la defensa y la defensa a la regeneración”. 

El proyecto Cullera, de aprobarse, se iniciaría con la extracción y transporte de arena desde el fondo del mar, pero su destino, las actuaciones que deben fijarlas en las playas deterioradas o desaparecidas, están pendientes de que se aprueben y dispongan los proyectos respectivos para su ejecución. Se trata de una veintena de playas o tramos entre Sagunto y El Pilar de la Horadada.

Y volvemos a señalar dudas: ¿Qué clase de proyectos para la regeneración?  La ausencia de criterios estratégicos globales, y el abuso en la discrecionalidad a la hora de promover proyectos locales, como vienen denunciando sectores ecologistas, no son en absoluto un buen camino para la regeneración.

La elevación del nivel del mar se cuenta entre las principales amenazas del Cambio Climático, como insiste una y otra vez el citado decreto del 1º de agosto de modificación del Reglamento de Costas. 

Cabe recordar, sin embargo, que en la Comunidad Valenciana partimos de una situación ya muy deteriorada de nuestro litoral, provocada por otro tipo de amenazas, algunas ya consumadas –urbanización descontrolada, infraestructuras inadecuadas-  y que tienen que ver en buena medida, a mi juicio, con la gestión errática de los sucesivos gobiernos, tanto del dominio público litoral como de sus zonas de afección y aledaños.  No cabe responsabilizar únicamente a la Administración central. 

Si queremos ampliar responsabilidades de fondo, apelamos a la ola neoliberal que nos arrastra desde antes de la crisis de 2008 y que ha calado de manera profunda en la construcción del territorio. Evitaré repasar la historia de los duros efectos de ese proceso, muy bien analizados, entre otras instancias, por Greenpeace en 2019 en su informe A toda costa y en parte ilustrados más recientemente por Andrés Rubio en su libro La España fea. Todo apunta, sin embargo, a que  en estos momentos repunta la actividad urbanizadora, con proyectos paralizados que se vuelven a movilizar.

Un apunte de última hora: mientras preparo este texto, el 1º de agosto se publica en el BOE una reforma del reglamento de la ley de Costas que ya ha originado las primeras reacciones referidas a los plazos concesionales en el dominio público marítimo. Un asunto complejo, sobre todo jurídico, que excede mi capacidad para analizarlo. Pero que tiene que ver con el fenómeno de la erosión litoral que hemos comentado, pues si la línea de costa se retrae, sus efectos sobre lo construido son obvios.

El futuro

Como base de una parte importante de la economía muy dependiente del turismo, a las playas se han dedicado cuantiosos recursos públicos y también para su promoción, como es el caso de las banderas azules,  campaña tan poco rigurosa sobre la que ya traté por escrito en 2014.[2]

Lo que ahora urge es abordar una estrategia integral y renovada, acorde con el nuevo marco que se abre por causas ajenas a las prácticas políticas y administrativas. Urge ampliar el marco de la protección, no un parche más, para intentar asegurar, al menos, la estabilidad de la línea de costa que se tome como referencia. Para ello, habrá que reclamar la colaboración de especialistas diversos en materias diferentes. La Ecología marina es una de ellas, esencial para entender el proceso en su globalidad. 

Pero no solo se trata de frenar o prevenir la erosión, el ámbito conflictivo va más allá de la propia línea de costa, y cabe preguntarse si solo nos resignamos a salvar lo que todavía consideramos hoy que merece la pena conservar, o damos un paso más audaz.

En todo caso, si en el ámbito político (y en el judicial, me atrevo a decir) no cambia la actual cultura sobre el territorio, seguiremos en las mismas. Una cultura que ha sacrificado nuestros valores ambientales, paisajísticos y patrimoniales al crecimiento por el crecimiento a toda costa, nunca mejor dicho en este caso.

En este marco –imprescindible para entender el problema- el proyecto Cullera sometido a información pública hasta el 12 de septiembre no puede reducirse únicamente al debate sobre el documento expuesto. Conviene replantear los procesos participativos, anclados todavía a la inercia histórica que se reduce a la publicación de un proyecto en el BOE. Bromas iniciales aparte, seguimos con la tónica general de limitar un asunto tan importante a un plazo irrisorio en un calendario típico de vacaciones, las más masivas del año en España.

Resulta razonable intuir que el proyecto responde a la presión de los ayuntamientos costeros, en buena medida corresponsables de la lamentable situación urbanística y medioambiental, cuando apenas queda un tramo de costa en buenas condiciones. La respuesta de la Administración central solo atiende a las playas, la parte mercantilizada del litoral, sin consideraciones sobre el resto de la costa.

Cabe esperar, por tanto, un debate amplio, escuchar opiniones independientes y especializadas, comprometer a todas las administraciones implicadas para salvaguardar el patrimonio común representado en este caso por la franja litoral. 

A la espera de malos tiempos, es necesario combinar valor político y conocimiento.

[1] La modificación de la Ley de Costas de 1988. El inicio de un nuevo ciclo devastador. Revista de Obras Públicas, mayo de 2013.

[2] Playas-tostadero y banderas azules. Diario Levante 22-06-2014

 

Por una vez, la Administración ha elegido el momento adecuado para someter un importante proyecto a información pública: qué mejor que el verano para hablar de regenerar playas. Por supuesto, también deberían participar en el debate los visitantes de otras zonas de la Península para quienes algunos de nuestros topónimos costeros les resultan ya familiares.

Nada menos que 1.247 millones de euros para extraer arena de un fondo marino situado frente a Cullera, a más de 60 metros de profundidad, y transportarla después a diversas playas en crisis de València y Alicante. Duración total del proceso, 10 años.