El último exilio de Max Aub

Hace unos días el ayuntamiento de Madrid quiso borrar el nombre de Max Aub de una de sus salas de “creación contemporánea”. Los nuevos gestores de las salas Matadero -dependientes del departamento de cultura del consistorio presidido por Manuela Carmena- lo tenían decidido. El nuevo nombre sería Nave 10. El argumento para el cambio de nombre consistía en que la programación de esas salas sería a partir de ahora para obras experimentales. O sea, modernas. ¿Qué es eso? Yo qué sé lo que entenderán esos gestores por moderno y experimental. Lo que sé es que borrar el nombre de Max Aub de un espacio cultural era una aberración. Una barbaridad que, además, venía de las filas de la izquierda gobernante en la ciudad. Y aquí, otra vez, surgía la famosa pregunta: ¿de la izquierda?

La vida de Aub fue un recorrido ancho y largo por la historia última de nuestro país. Su relación con Valencia fue intensa en algún momento de esa vida. La Fundación que lleva su nombre está en Segorbe y tiene una actividad más que sustanciosa a lo largo de todo el año. Yo mismo participé no hace mucho, con los profesores Nel Diago y Manuel Aznar, en un homenaje que en el seno de esa Fundación se rendía a Josep Lluís Sirera, Rafael Chirbes y José Monleón. Pero eso -su conexión valenciana- no es lo más importante a la hora del recuento de esa vida que les digo. Militante socialista, ocupó varios cargos diplomáticos y culturales en los gobiernos de la II República durante la guerra. Dirigió el grupo de teatro El Búho. Escribió sin parar al mismo tiempo. Luego le llegó el exilio, como a tanta otra gente tras la derrota republicana a manos del fascismo. Varios exilios: Francia, Argelia, finalmente México. Allí estuvo todo el tiempo. Siguió escribiendo hasta la extenuación. Escribió de todo y seguramente más que nadie. Y casi todo, podríamos decir, de una calidad altísima. Y teatro, no lo olviden quienes habían decidido borrar su nombre de una de las salas municipales madrileñas. También escribió teatro. Y hasta les diría a esos del cambio de nombre que su teatro -como muchos de sus otros textos- eran y siguen siendo más modernos que lo que ellos entienden como “contemporáneo y experimental”. Pero claro: no sé si esos habrán leído a Max Aub. La ignorancia, dios, la ignorancia: ¡menuda lacra!

El caso es que ahí estaba la noticia. Una vez más encontrábamos a Max Aub convertido en carne de exilio. Y esta vez uno de los peores. La memoria de la dignidad no existe cuando se liquidan los nombres que la han hecho posible. Todos los nombres. No sólo los de la gente importante sino y sobre todo los de la gente que desde los sitios pequeños se dejó lo mejor de su vida para que la vida de los demás no fuera un desastre. El nombre de Max Aub fue borrado durante la dictadura franquista. En esa obra maestra que es La gallina ciega lo cuenta muy bien. En el verano de 1969 regresó a España desde su exilio mexicano. Él pensaba que aquí todo el mundo lo recordaría. También pensaba que las librerías estarían llenas de sus libros. Ni una cosa ni la otra. Muy poca gente lo recordaba. Y sus libros no estaban en las librerías: sólo, tal vez, en los reservados clandestinos de algunas de esas librerías. Cogió un cabreo impresionante. Y escribió La gallina ciega. Nunca se me olvidará una de sus frases en que venía a decir, más o menos: lo malo no es que los españoles no tengan libertad, lo malo de verdad es que les importa un pito no tenerla. A veces pienso que esa frase también serviría para lo que nos pasa ahora mismo. El olvido. El silencio. La peste de este país desmemoriado. Aquí nadie se acuerda de nada. La República perdió la guerra. Y la sigue perdiendo en estos cuarenta años que llevamos de presunta democracia. Miren, si no, lo que está pasando estos días: en la ciudad de Alicante la justicia, a instancias del PP, ha obligado al ayuntamiento a reponer los nombres franquistas en algunas calles. Y un caso más y muy reciente: todavía quedan en el mapa de la Comunitat Valenciana más de cien pueblos que mantienen en sus calles y plazas nombres franquistas. ¡Y hace más de cuarenta años que se murió Franco!

Pero volvamos a Madrid: la sala Max Aub y la que llevaba el nombre de Fernando Arrabal iban a ser borradas de un espacio cultural gestionado por la izquierda. Modernos que son en esa izquierda. A partir del pasado martes, 7 de marzo, esas salas se llamarían Nave 10 y Nave 11. ¡Qué bien! Podían estar orgullosos esos modernos de lo que habían hecho. Y luego nos extraña que aquí sólo se acuerden de su historia los franquistas. Esos sí que no paran nunca con sus monsergas fachas. Pero la izquierda… ¡Ay, la izquierda! Sólo eso: silencio, olvido, borrón y cuenta nueva con nuestra propia historia.

Pero hay otras historias que, a pesar de una especie de destino aciago que se cierne sobre ellas, no acaban mal. Y ésta es una de ellas. Cuando saltó la noticia del posible cambio de nombre de esas dos salas madrileñas, hubo protestas de la gente de la cultura (no sé si muchas o pocas, pero algunas hubo). Desde la Generalitat Valenciana también se cursó oficialmente el desacuerdo institucional. La propia Fundación Max Aub, con su presidenta Teresa Fernández Aub al frente, mandó un escrito en contra de esa injusta y descabellada decisión. Y finalmente, el día en que se tenía que aprobar esa modernez absurda en el pleno del Ayuntamiento de Madrid, la misma Manuela Carmena echó atrás el acuerdo de los tres funcionarios culturales encargados de la gestión de las salas del complejo cultural que atiende al nombre de Matadero.

En los tiempos de decepción que corren por todas partes, es un gozo contar una historia que acaba bien, aunque siga el debate de fondo en el ayuntamiento de Madrid acerca de qué cultura ha de propiciar las políticas municipales de su ayuntamiento. Ya sé que es raro que podamos contar una historia que, como digo, acaba bien porque hoy sigue siendo válido aquello que decía el tío Bulla, mi querido anarquista pedralbino: “mires pande mires, to es mortífero”. Pero a pesar de su rareza, a veces los finales felices existen. Que los nombres de Max Aub y Fernando Arrabal sigan presidiendo dos salas culturales del Ayuntamiento de Madrid es uno de esos finales felices. Y da gusto contarlo aquí. Al menos para aliviar una miaja el efecto de destrucción masiva que diariamente nos asaltan desde los telediarios y esos debates televisivos que cada día se parecen más a Gran Hermano o Sálvame. Pues eso.