Un día 'normal' en la zona cero: “Mandé a mis hijas con amigos, comemos fiambre en la cama, dormimos con un cuchillo bajo la almohada”
– Cuando llegues no me llames porque no tendré cobertura. Verás que la verja está abierta, la rompió el agua, pasas directamente y me das un grito si estoy en el piso de arriba.
Llegar a Picanya, el municipio contiguo a Paiporta, es el apocalipsis. Las carreteras están bloqueadas de coches. Al final solo queda aparcar en el arcén y cruzar a pie la autovía. Filas infinitas de peregrinos con escobas esquivan rotondas y coches que serpentean. De vez en cuando, aparece un militar y manda a gritos apartarse para que pase un convoy de emergencias. La mayoría de coches llevan algo escrito en los vidrios: “SOS”, “Bomberos de Bilbao”, “Policía de Getafe”. Al entrar al municipio todo es marrón y montaña. En Picanya huele a podrido. Los niños han sido exiliados, han desaparecido.
Vanesa Sanchis está en el piso de arriba de lo que era su vivienda, en una bonita zona residencial de dúplex y paseos arbolados junto al barranco del Poyo, el más mortífero, por el que “paseábamos a los perros”. Ya no existe el paseo. Es periodista de la radiotelevisión pública valenciana, À Punt, desde donde informó a la ciudadanía los días previos a la catástrofe, pero adonde no ha podido volver desde el fatídico martes 29 de octubre.
Aunque por las calles ya se ven camiones del Ejército y cuadrillas de electricistas o fontaneros, su vida está a muchas millas de ser normal una semana después de que el torrente que pasó a unos 20 metros de su casa se lo llevara todo, incluidas las puertas de su vivienda. “No nos podemos mover, no podemos dejar la casa porque está abierta”. Le acaban de cambiar un bombín de la entrada, “un chico majísimo que ni quiera me ha cobrado, me ha dicho que le ponga una reseña en Internet y con eso se conforma”. En la zona cero de la DANA ha habido pillajes y robos. “Mi marido al final me dijo, mira, yo cojo un cuchillo y lo pongo bajo la almohada, como el vecino, nos lo subimos a la habitación por si acaso”. De momento, no hay cerrajeros para todos ni suficiente policía.
Un día normal en la vida de Vanesa es muy poco normal. Para empezar, faltan sus hijas –Daniela, de 11 años, y Claudia, de 7 años–, a las que han tenido que mandar temporalmente a casa de dos amigas del colegio, una con cada familia. “No queríamos que vivieran esto”. Cuando se inundó casi dos metros la planta baja, donde tenía el salón y la cocina, se subieron todos al primer piso, donde están las habitaciones. “Las acostamos vestidas por si había que huir del agua. Nosotros estuvimos vigilando toda la noche”. Cuando vieron que el nivel había bajado, tenían las puertas bloqueadas por el fango acumulado de la entrada. “Salté por la ventana del baño y me fui a casa de mi hermana. Allí cargué el móvil y pude hablar con mi madre”.
El segundo salto que hizo fue con su hija mayor, la despidió y la dejó con una familia de amigos en Valencia, “y no la he vuelto a ver”. La pequeña siguió el mismo camino al día siguiente, con su mochila del colegio y un par de mudas. Esta mañana le ha preguntado a Vanesa cómo están sus “bebés”. No lo sabe, pero todos los juguetes se los ha llevado esta mañana la pala de carga que trabaja en la calle.
El día a día
En casa de Vanesa no ponen el despertador, porque no hay electricidad. Pero tampoco hace falta. A las siete es casi de día y salen a las puertas casi todos los vecinos a limpiar la casa, los objetos, recuperar tazas y papeles de los armarios. Quitar fango, quitar fango, quitar fango. Para desayuno no hay café ni tostadas. “Hace una semana que no pruebo el café, además soy celíaca y en los menús calientes que preparan aquí no hay nada para mí. Tomo un trozo de pan, madalenas que me han traído... y a limpiar”. A veces lo imposible, como los documentos importantes y fotos que ha puesto a tender con pinzas donde antes había ropa limpia. Esta tarde intentará pedir las ayudas anunciadas por internet, pero le piden el nombre del notario y la fecha para la casa, “¡tú te crees que yo me acuerdo!”. Se quita los guantes. Aparecen dos heridas de quitar barro protegidas con esparadrapo.
La cocina se ha quedado en el chasis. No hay microondas, no hay lavadora, no hay cajón de cubiertos. Hay productos de limpieza. Un triste cuchillo reposa en una bancada huérfana que se tendrá que arrancar. El agua lo empapó todo, incluso movió un tabique unos centímetros. Para poder volver a vivir tienen que rehacer el piso de abajo. Picar paredes, cambiar la electricidad, instalar una cocina entera, sofá, mesa, tele, las puertas cristaleras que arrancó el agua... Todo de nuevo. “Pero mira, estamos”. De momento se lo van a hacer ellos, con un amigo arquitecto, y ya veremos las ayudas. Cuando puedan cerrar la se irán a un piso pequeño que les dejan en Valencia. Como todo, “de momento”.
Tienen algo de ropa, pero con el barro hay que cambiarse cada día. “¿La ducha? Ayer por primera vez en casa de mi hermana, aquí hay un hilo y sale frío?”. Las fugas de gas han hecho que muchos municipios hayan cortado el suministro por temor a explosiones como la de Chiva, que dejó 19 voluntarios intoxicados. El agua del grifo, la poca o mucha que salga, no se puede beber. Vanesa no la bebe, pero se entera en este momento que estaba prohibido en todos los municipios afectados por las inundaciones. “Es que avisan de las cosas por Instagram, internet y Facebook, y aquí no tenemos electricidad ni cobertura, ¡cómo nos vamos a enterar, si no hemos visto casi ni las noticias!”. De hecho, para saber dónde comer los primeros días tuvo que preguntar a un miembro de la UME. “Me dijo que en el instituto daban comida y ropa. Luego vamos. Mi marido sí puede comer algo caliente, yo hasta que no pongan para celíacos, nada”.
Hacer la colada
Hoy toca hacer la colada. Para eso, hay que caminar 20 minutos por barro hasta mi coche y conducir hasta la localidad de Xirivella, donde vive la madre de Vanesa y donde la vida sigue igual porque hasta allí no llegó el agua. Son 6 kilómetros. Tardamos media hora por carreteras polvorientas y colapsada. “Así vivimos, ciudad sin ley”. Hay cobertura y Vanesa aprovecha para mandar y escuchar todo tipo de mensajes de ayuda y ánimo y gestiones. Hacer, hacer, hacer. Al llegar y abrazar a su madre, “mamá”, llora. Pero cambia el gesto rápido y se repone. Resolver, resolver, resolver. “Cariño te he comprado sábanas limpias y manteles”. Está al cargo de los hijos de la hermana de Vanesa, a la que también se le han inundado la casa. “¿Qué manteles, mamá, si comemos embutido y pan en la cama?”, se ríe y la abraza.
Vanesa y su marido, que es comercial, se han quedado sin vehículo. Están intentando conseguir alguno, como casi el 100% de los habitantes de los 65 municipios que quedaron soterrados por el agua. En Paiporta, su municipio vecino, el 95% del parque móvil ha desaparecido, según informó la alcaldesa. Hasta que llegue el coche, toca andar, adonde sea. Si hace falta, hasta Valencia. Para ir a por comida, para ir a por agua, para conseguir un cerrajero, para ir a la farmacia. De momento, no hay buses lanzadera para la población de Picanya. Caminan, esperan o tiran de familiares o conocidos. “Aquí te has de buscar la vida para todo”. De momento.
Cuando llega la noche, los vecinos desaparecen de las puertas y las calles. Sin luz, no hay nada y es todo olor a fango. Aunque una cuadrilla llegada de Valladolid intenta resolverlo tirando un cable para recuperar la línea, de momento aún usan lámparas autónomas y velas. “La primera noche tuve que gastar la de la primera comunión de mi hija, me da pena”, cuenta, pero había que hacerlo, se convence. ¿Y qué se hace cuando no se puede limpiar? Cuando ya no se puede hacer más porque es noche, Vanesa y su marido suben al piso de arriba, encienden dos faroles de Decathlon y hablan, o leen o cenan algo frío en el colchón. “Llamo a las niñas y hablamos un rato, están contentas, tienen colegio y así no están viviendo esto”. ¿Qué es lo primero que querrías hacer? “Ver a mis hijas. Quiero salir de aquí y poder hacer cosas como ducharme con agua caliente”.
Volviendo de Xirivella, otro atasco, como en toda l'Horta Sud, que vive una crisis de movilidad inaudita porque no hay activada otra manera de desplazarse que la bici, las piernas o los coches, que lo atascan todo. Suena su teléfono. Su hermana está mal porque hoy, por primera vez, han podido entrar al garaje y han perdido los coches y los recuerdos. “Ahora mismo voy, venga, tranquila, que esto lo sacamos adelante”, dice con energía. “Déjame aquí, en serio, llego antes caminando, en seguida llego a la rotonda”. Tiene que pasar por el instituto de secundaria a coger comida caliente y algo de ropa de segunda mano para seguir limpiando mañana. Tiene que ir a abrazar y ayudar a su hermana. Tiene que hacer el papeleo por Internet para las ayudas hoy mismo. Sube ligera hacia Picanya adelantando coches varados y estoicos. Nadie pita. Vanesa, la periodista que sale en la tele y hace política a las puertas de Les Corts o el Palau de la Generalitat, desaparece por el montículo hacia su nueva vida, con mallas manchadas de barro y botas de agua prestadas. Es el séptimo día desde la inundación. “Hay que sacarlo adelante”. De momento.
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