El otro día invité a comer a un amigo muy versado en temas de las altas finanzas. Sabe un montón de todo eso, al margen de que sea o no periodista, que sí lo es. Mi huésped gastronómico, agradecido, me ofreció una suculenta ración de escándalos referidos a grandes corporaciones y empresas que operan impunemente en la bolsa española. Según este entendido, el Banco de Santander, por culpa de un asiento contable poco satisfactorio, decidió despedir salvajemente a casi 4.000 trabajadores (luego redujo sibilinamente su número) y además resolvió cerrar una cuarta parte sus oficinas en España. Mi amigo dice que ese sacrificio laboral se recompensa con subidas en su cotización. A los llamados mercados el juego sucio les mola. No les tembló el pulso; nosotros, por el contrario, sí tenemos miramientos a la hora de apiadarnos de los bancos para rescatarlos con dinero público.
Antes de acabarse la cerveza, mi socio ya me había puesto al corriente de los trapicheos de OHL, una constructora implicada en numerosos asuntos turbios. Uno de los últimos, y ya van demasiados, los presuntos chanchullos bajo mano en la contratación de las obras de la Ciudad de la Justicia de Madrid, un proyecto presupuestado en más de 500 millones de euros de partida que luego se quedó en casi nada. Desde enero, las acciones de esa empresa en el parqué (¡vaya nombrecito!) han subido un 50 por ciento. A sus accionistas, al parecer, les encantan los sobornos generalizados y turbios que ahora investiga la Audiencia Nacional.
Ambos nos ponemos manos a la obra. El arroz que preparamos no es muy ortodoxo que digamos, lleva de todo; no somos unos talibanes culinarios. Este periodista listo, que llega justo a final de mes, me cuenta de ACS y sus cohechos a gran escala para colaborar, por ejemplo, en la construcción de un lucrativo oleoducto en Irak junto a unos empresarios australianos. La globalización del pelotazo es un hecho. Esa multinacional española, que opera en medio mundo, ha subido también en lo que llevamos de año su valor bursátil en un 15 por ciento.
Mi interlocutor se viene arriba y me cuenta los diez millones que el BBVA desembolsó al comisario Villarejo y sus secuaces para obtener información privilegiada, pinchando móviles e interceptando comunicaciones de políticos (incluidos ministros), expertos analistas y reporteros de renombre. ¡Todo vale! Él piensa que esas noticias estimulan la compra de activos: algunos inversores prefieren consejeros cafres y delincuentes en las cúpulas directivas de esas compañías.
El arroz ya está en su punto. En ese momento, con un elocuente gesto le ordeno callar, apago el robot de cocina, desconecto de la red, por si acaso, el microondas y el secador de pelo que se había dejado enchufado mi señora en el baño. Los móviles los dejamos encerrados, castigados, en el cuarto de los niños. Por fin no nos oye nadie; respiramos tranquilos. Está confirmado que hay pequeños electrodomésticos que son verdaderas máquinas de espiar. Como vemos que ya hemos escandalizado lo suficiente a nuestros escuchantes nos ponemos a opinar sin peligro alguno de lo que realmente nos importa: los fichajes galácticos del Barça y del Madrid. ¡Estamos a salvo! Hemos conseguido aislarnos de los intrusos que captan conversaciones de forma ilegal. Con nosotros no podrá el famoso Villarejo ni su red de compinches a granel. El arroz, por cierto, estaba delicioso. Mi amigo me confiesa que se va a dejar la sección de economía; prefiere dedicarse a los sucesos: cambiará las páginas salmón por la crónica negra, que cada vez, por desgracia, se parecen más.
Había que encender la cafetera para la sobremesa. ¡Cuidado! Podía tener algún micrófono oculto. ¡Ssshhh!