El estrés es la respuesta de nuestro organismo ante una amenaza, y debemos estar contentos de tenerlo, porque nos ha mantenido vivos hasta ahora. Cuando detectamos un peligro, sea en forma de oso que nos persigue o camión de reparto que frena bruscamente delante de nuestro coche, nuestro cerebro hace sonar la alarma.
El botón rojo del estrés es la amígdala, dos estructuras del tamaño de una almendra en la parte más primitiva del cerebro. La amígdala produce grandes cantidades de los neurotransmisores: dopamina, serotonina y noradrenalina para encender diferentes partes del cerebro y enfrentarse a problema.
Se disparan reflejos como dar un salto, poner cara de pánico, cerrar los ojos o protegerse la cabeza con los brazos. Por dentro, el sistema nervioso se prepara para huir o pelear. Aumenta el ritmo respiratorio, los latidos del corazón y la presión arterial. Las palmas de las manos sudan, se para la digestión y aumenta la cantidad de glucosa en sangre. Lo más importante, se activa el llamado eje hipotalámico-pituitario-adrenal, que hace que las glándulas suprarrenales segreguen cortisol, la hormona del estrés.
El cortisol hace aumentar aún más los niveles de azúcar y ácidos grasos en sangre para dar energía a las células musculares, tanto a corto como a largo plazo, ya que no sabemos cuánto vamos a tener que correr para escaparnos del oso. También suprime el sistema inmunitario, porque de momento no hace falta ese departamento, e inhibe el apetito, porque no vas a pensar en comer ahora que tienes que pelearte con un vikingo.
Esto se ha comprobado en personas que han sufrido un trauma, que a menudo dejan de comer y pierden peso. Pero, si el estrés quita el apetito, ¿cómo es posible que también engorde?
El estrés crónico del subordinado
La respuesta de estrés agudo ante una amenaza tiene una vida muy corta. Sales corriendo, te peleas, y en unos minutos todo ha acabado y con suerte has sobrevivido. Pero hoy en día la amenaza no es un enemigo armado con un hacha ni un depredador que te persigue, sino una hoja de excel o un aviso de descubierto de tu banco.
La diferencia importante con estas fuentes de estrés “virtuales” es la falta de control. En un estudio reciente se pudo comprobar que los jefes con capacidad de tomar decisiones tenían niveles de cortisol mucho más bajos que los subordinados. Lo mismo se comprobó en el estudio de Whitehall con funcionarios británicos a lo largo de más de veinte años: los jefes sufrían estrés, pero no se ponían enfermos tanto como los subordinados.
Esta falta de control, la incertidumbre y el temor constante produce niveles altos de cortisol que se mantienen elevados todo el tiempo. Esto es el estrés crónico.
Observando a los enfermos del síndrome de Cushing, que es un desajuste en el cerebro que les hace producir grandes cantidades de cortisol se vio que estas personas tienden a comer mucho y engordar. Lo mismo ocurre cuando se administran corticoides.
En experimentos con ratones se comprobó que el cortisol produce resistencia a la leptina. La leptina es la hormona que regula el apetito y la saciedad, entre otras cosas. En las personas obesas la leptina deja de funcionar, y aunque tienen niveles muy altos, siempre tienen hambre. El estrés crónico parece inducir esta resistencia en el hipotálamo. Esto puede ser una adaptación evolutiva para que no se nos olvide comer, incluso en condiciones de alto estrés.
Pero hay algo más. El estrés no solo afecta a la cantidad, sino al tipo de comida, y se ha comprobado nos provoca un antojo irrefrenable de comida basura: pizza, helado, chocolate, patatas fritas, en definitiva, grasa, azúcar y sal.
En varios experimentos con monos subordinados y estresados , comparándolos con monos dominantes, se les proporcionó diferentes tipos de comida. Si la comida era insípida y alta en fibra, los monos dominantes comían y ganaban peso, mientras que los estresados comían menos y adelgazaban. Pero cuando se les ofrecieron golosinas altas en azúcar y grasa, se pudo ver que los monos dominantes comían la misma cantidad, mientras que los monos estresados comían el doble.
La respuesta a esta paradoja está en el circuito de recompensa del cerebro. La comida muy sabrosa y con gran cantidad de energía, como la comida basura, actúa como un medicamento contra el estrés, apaciguando la ansiedad. En un experimento con ratones estresados se vio que al tomar agua azucarada bajaban sus niveles de cortisol , pero lo mismo ocurría si tomaban agua con sacarina.
No es el contenido en energía de la comida, sino el sabor dulce el que produce una sensación placentera que al menos durante un rato, apacigua los miedos y la ansiedad. Por desgracia, la lechuga nunca podrá tener ese efecto.