¿Y si en realidad no necesitamos fibra? Hora de repensar el pan integral
Durante décadas la fibra se ha considerado un componente fundamental de la dieta, y una garantía de nuestra salud. Si vas al supermercado, encontrarás cientos de productos procesados con la etiqueta de “alto en fibra” como excusa para aplacar tu conciencia, y evitar que te fijes en las enormes cantidades de grasas refinadas y azúcar que contienen.
La mayor parte de los estudios en los que se basa la recomendación de comer fibra son epidemiológicos. Esto quiere decir que observan el efecto que tiene en grandes poblaciones de personas comer una dieta con más o menos fibra, midiendo la incidencia de enfermedades como obesidad, cáncer (especialmente de colon) o enfermedades cardiovasculares.
Pero que existan estas asociaciones no quiere decir que la fibra sea responsable directa de esos beneficios. Para eso son necesarios estudios controlados, en los que se aíslen los efectos de la fibra de otros nutrientes y factores.
Esos estudios ya se han hecho, y el resultado es que al añadir suplementos de fibra pura a la dieta en forma de celulosa, no se produjeron los efectos protectores esperados:
- La dieta con un alto contenido en fibra no protege contra el cáncer de colon una vez ha aparecido la enfermedad.
- Tampoco ha tenido efecto aumentar la fibra en la saciedad, el apetito o el peso en una dieta sin restricciones.
Todo esto quiere decir que no es la fibra, y los efectos beneficiosos pueden venir de otro lado. En este sentido, sabemos que comer plantas tiene efectos positivos, pero no por los motivos que pensábamos.
Las autoridades sanitarias europeas recomiendan entre 25 y 38 g de fibra al día, sin que importe que sea fibra soluble o insoluble. Aquí está el primer problema.
La fibra soluble son largas cadenas de carbohidratos como la pectina, inulina, alginatos (de las algas) y oligosacáridos. Se llama soluble porque, en efecto, se disuelve en agua, formando un gel. Nuestro organismo no puede digerir estos compuestos, pero nuestras bacterias intestinales sí pueden digerirla por fermentación.
En cambio, la fibra insoluble, que no se disuelve en agua, es básicamente madera, en su mayor parte celulosa y lignina. Nuestro cuerpo no puede sacar nada de ella, y nuestras bacterias tampoco. Sólo hace bulto, y se supone que funciona como lubricante, favoreciendo el tránsito intestinal.
La diferencia entre los dos tipos de fibra es enorme. Nuestras bacterias intestinales fermentan la fibra soluble y la convierten en ácidos grasos de cadena corta como el butirato, proprionato y acetato. Éstas sustancias tienen efectos antiinflamatorios, aumentan la sensibilidad al insulina, y podrían prevenir varias enfermedades, desde el Alzheimer hasta el colon irritable.
De este modo es como las bacterias regulan el metabolismo y la respuesta del sistema inmunitario. Necesitamos la fibra soluble. No para nosotros, Sino para nuestros bichos.
Pero, ¿necesitamos la fibra insoluble? No está tan claro. Además de que nos proporciona ningún tipo de nutrientes, un exceso de fibra insoluble puede evitar la correcta absorción de minerales necesarios, como el zinc, magnesio, calcio y hierro.
Por desgracia, los alimentos reforzados con fibra que compramos en el supermercado, como el pan o las galletas, por lo general son simplemente alimentos ultraprocesados a los que se añade salvado, es decir fibra insoluble e inútil. La mayoría de los estudios solo tiene en cuenta la ingesta total de fibra, y no hacen distinciones.
La fibra soluble, que si necesitamos, es la que conseguimos de las legumbres, los copos de avena, las verduras crucíferas has como las coles de Bruselas, el brócoli, la coliflor, manzanas, peras y albaricoques, o las semillas de girasol y linaza. Quizá haya que repensar lo verdaderamente importante que es ese pan integral con salvado.
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