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Justamente al revés, Iñaki

24 de septiembre de 2020 22:22 h

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En su intervención de este jueves 24 de septiembre en la SER, Iñaki Gabilondo ha considerado una “bajada de pantalones” del Gobierno ante el independentismo catalán (entiendo que utiliza la expresión porque es la que han puesto en circulación las derechas a las que se está refiriendo y no por elección personal) el veto a la presencia del rey en el acto de entrega de despachos a los jueces programada para este pasado viernes, a la que el rey había dado inicialmente su conformidad.

En mi interpretación de la Constitución no es así. Es, justamente, lo contrario. Uno de los problemas, y de los más importantes, de la monarquía española durante estos cuarenta años ha sido que los presidentes del Gobierno no han cumplido con la obligación de “educar” al rey para que se comporte como un “monarca parlamentario”.

En el caso de España esta obligación era de importancia capital. La resistencia de la monarquía española a convertirse en una monarquía parlamentaria llegó hasta el punto de que Alfonso XIII llegó a optar por la dictadura de Primo de Rivera para impedirlo, poniendo fin con ello a la propia monarquía constitucional de la Primera Restauración.

España carecía, en consecuencia, cuando se aprueba la Constitución de 1978 y se define en ella la monarquía como “parlamentaria”, de experiencia alguna en lo que a esta forma política se refiere. No había en España “tradición” alguna de conducta parlamentaria del rey. Todos los integrantes de la dinastía de los Borbones anteriores a 1978 lo habían acreditado reiteradamente. En consecuencia, ningún Borbón ha podido transmitir por vía hereditaria los “valores” a los que tiene que responder la ejecutoria del monarca en una democracia parlamentaria. El rey Juan Carlos I tenía que partir de cero en el aprendizaje de lo que es un monarca parlamentario, porque nadie se lo había enseñado. Toda su educación, tanto la que había recibido por herencia como la que recibió bajo la tutela del general Franco, le conducía de manera natural y espontánea a no comportarse como un monarca parlamentario, sino a ejercer el cargo de la manera tradicional en que se había ejercido en España, sin control de ningún tipo.

En esta ausencia de control de la actividad del rey Juan Carlos I, prolongada durante todo su reinado, está el origen de la crisis de legitimidad de la institución monárquica con la que la sociedad española tiene que enfrentarse en este momento. La conducta del rey Juan Carlos I no ha sido la de un monarca parlamentario y ninguno de los presidentes del Gobierno se ha sentido con legitimidad suficiente como para indicarle al rey cuál debería ser esa conducta.

La consecuencia ha sido que el rey Juan Carlos I, de acuerdo con la propia información que hemos conocido por un comunicado de la Casa Real del rey Felipe VI, ha sido protagonista de conductas reprobables y que incluso pueden haber sido constitutivas de delito. En ausencia de una investigación parlamentaria sobre la ejecutoria del rey Juan Carlos I no podemos saber hasta dónde ha llegado su conducta a lo largo de su reinado. De lo único que tenemos constancia fidedigna es de que el rey Felipe VI se ha sentido obligado a emitir un comunicado de la Casa Real informando de determinados actos de su padre y distanciándose de ellos. Pero esa información se refiere a un periodo muy breve de tiempo, dejando fuera prácticamente la totalidad de la ejecutoria del rey Juan Carlos durante su reinado. ¿Únicamente de esos actos reprobables e incluso presuntamente delictivos que se mencionan en el comunicado de la Casa Real ha sido protagonista el rey Juan Carlos I a lo largo de su reinado o hay otros? Esta es la duda que razonablemente pueden tener los ciudadanos. ¿Debería despejarse dicha duda? ¿Hay una fórmula que no sea la investigación parlamentaria?

Esta ausencia de control del rey constitucionalmente “parlamentario” se ha mantenido tras la abdicación de Juan Carlos I en su hijo Felipe VI. La propia forma en que se hizo la abdicación es la mejor prueba de ello. La transferencia del “mando supremo de las Fuerzas Armadas” del padre al hijo en el Palacio de la Zarzuela al margen de las Cortes Generales, como si de un asunto de familia se tratara, es una prueba inequívoca. El oscurantismo con que se definió la posición jurídica del rey Juan Carlos I tras su abdicación, incumpliendo el mandato del artículo 57.5 de la Constitución e introduciéndola de contrabando a través de una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial mediante una enmienda a una ley sobre medidas económicas urgentes que se estaba tramitando en ese momento en las Cortes Generales, habla por sí mismo. La “huida” del rey emérito a los Emiratos Árabes Unidos acordada entre el padre y el hijo al margen de las Cortes Generales y del Gobierno de la Nación viene a confirmar que nos seguimos moviendo fuera del marco de la monarquía “parlamentaria”. ¿Es imaginable siquiera que alguno de los “monarcas parlamentarios” europeos saliera de su país como lo ha hecho Juan Carlos de Borbón?

El Gobierno de la Nación “no ha llevado los pantalones puestos” en su relación con el rey en ningún momento de los más de cuarenta años de monarquía parlamentaria. No ha ejercido su tarea de educar al monarca para que se comporte como debe hacerlo.

Esto es lo que ha empezado a hacer esta semana el presidente del Gobierno al vetar la participación del rey en el acto de entrega de despachos a los nuevos jueces en Barcelona. El rey no puede aceptar la invitación sin consultar previamente con el presidente del Gobierno si es oportuna o no su presencia.

El argumento de que tradicionalmente el rey ha presidido la ceremonia sin ponerlo en conocimiento previamente del Gobierno no demuestra nada. Que las cosas se hayan hecho mal antes no quiere decir que se tengan que continuar haciendo mal. Además, cada año es cada año y en cada año se tiene que decidir lo que se considera oportuno.

Y en este año de pandemia y de tribulaciones varias, es obvio que la presencia del rey en Barcelona en un acto organizado por un Consejo General del Poder Judicial “en funciones”, es decir, “sin legitimidad democrática”, y cuando su renovación es un problema político y constitucional de primer orden, en las jornadas previas al 1 de octubre, coincidiendo con la posible confirmación de la condena al president de la Generalitat por el Tribunal Supremo, no podía ser más inoportuna.

Solamente a través de la “ocupación” del terreno por las fuerzas y cuerpos de seguridad autonómicos y estatales se podría garantizar el desarrollo del acto con normalidad. Es la peor manera en que se puede organizar una visita del rey a Catalunya.

Esto debía haberlo advertido la Casa Real antes de aceptar la invitación. Pero si no lo advirtió, ha hecho muy bien el Gobierno en recordárselo.

Esto no es “bajarse los pantalones” ante el independentismo, es “ponérselos” ante el rey, que es algo mucho más importante y urgente, dada la necesidad de cortar la inercia histórica que ha conducido a la institución monárquica a la crisis que está atravesando, que afecta, como no puede ser de otra manera, a todo el sistema constitucional.

Para el Gobierno de la Nación lo difícil no es enfrentarse a Torra y demás nacionalistas. Lo difícil es corregir al rey y enseñarle a comportarse como debe hacerlo. Ningún presidente del Gobierno lo ha hecho antes y por eso, entre otras cosas, nos encontramos donde nos encontramos.

En su intervención de este jueves 24 de septiembre en la SER, Iñaki Gabilondo ha considerado una “bajada de pantalones” del Gobierno ante el independentismo catalán (entiendo que utiliza la expresión porque es la que han puesto en circulación las derechas a las que se está refiriendo y no por elección personal) el veto a la presencia del rey en el acto de entrega de despachos a los jueces programada para este pasado viernes, a la que el rey había dado inicialmente su conformidad.

En mi interpretación de la Constitución no es así. Es, justamente, lo contrario. Uno de los problemas, y de los más importantes, de la monarquía española durante estos cuarenta años ha sido que los presidentes del Gobierno no han cumplido con la obligación de “educar” al rey para que se comporte como un “monarca parlamentario”.