Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
El pasado nunca está muerto. No es ni siquiera pasado (Faulkner)
Santos Juliá abre su libro Transición con una cita de Juan Benet: “La Guerra Civil de 1936 a 1939 es el acontecimiento histórico más importante de la España contemporánea y quién sabe si el más decisivo de su historia”. El historiador, fallecido el día anterior al traslado de los restos del general Franco del Valle de los Caídos a Mingorrubio, manifiesta su conformidad con la afirmación de Juan Benet, acentuándola todavía más: cuarenta años después de su muerte, hay que suprimir todas las cautelas. El “quién sabe” tiene que ser sustituido por “sin duda alguna”.
La Guerra Civil fue un enfrentamiento a muerte entre los dos bandos a los que quedó reducida la extraordinaria complejidad de la sociedad española de las décadas anteriores, tras el cual “el vencedor nunca accedió a ningún tipo de pacto que posibilitara la reconstrucción de una comunidad política con los perdedores y volviera a integrarlos en la vida nacional”. Por ello, “la Guerra Civil no fue la culminación de una historia, sino su quiebra brutal, un corte profundo infligido a la sociedad española que, desde 1939, quedó amputada para siempre de una parte muy notable de sus gentes y de su historia”
Francisco Franco fue la encarnación del bando vencedor, que consiguió no solo estabilizar un régimen político hasta su muerte, sino que consiguió condicionar de manera decisiva el futuro régimen que vendría a sustituirlo. Las piezas centrales del sistema de poder que articula jurídicamente la Constitución de 1978 no fueron definidas en el proceso constituyente que se inició tras las elecciones del 15 de junio de 1977, sino que provienen directamente o del General Franco: la Monarquía, o de las Cortes franquistas inmediatamente después de la muerte del dictador, que a través de la Ley para la Reforma Política, definirían la composición de las Cortes bicamerales que aprobarían la Constitución y que mantendrán dicha composición en el texto constitucional, o del Gobierno preconstitucional de Adolfo Suárez, que mediante Decreto-ley aprobó el sistema electoral del Congreso y el Senado.
Estos tres elementos, que son los decisivos en el ejercicio del poder juridificado en la Constitución de 1978, no son resultado de un proceso constituyente democrático, sino que son herencia del Régimen del General Franco. La Restauración de la Monarquía, la composición de las Cortes como órgano constitucional representativo del pueblo español y su sistema electoral, no han sido definidos por el poder constituyente del pueblo español, sino que se introdujeron sin debate constituyente de ningún tipo en el texto constitucional que se sometería a referéndum el 6 de diciembre de 1978.
Hay un cuarto. La Iglesia Católica, que también se incorporó de forma espuria al sistema de poder del 78, a través de la negociación de unos Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede, que fueron negociados por el Gobierno de Adolfo Suárez antes de que estuviera aprobada la Constitución, pero que fueron publicados el 4 de enero de 1979, unos días después de que la Constitución hubiera entrado en vigor. Materialmente son preconstitucionales, pero formalmente no lo son. Tanto la Iglesia como el Gobierno de Adolfo Suárez, sabían que esos acuerdos no hubieran podido ser aprobados en democracia, pero que para la democracia sería muy difícil, por no decir imposible, revisarlos. Y así ha sido.
La Monarquía, un Congreso de los Diputados ligeramente devaluado en su composición y un sistema de elección desde la perspectiva del principio de legitimidad democrática, un Senado incompatible con dichos principios de legitimidad y una Iglesia Católica que mantiene su posición privilegiada predemocrática, han encorsetado el proceso político y han condicionado fuertemente el esfuerzo por ir levantando las hipotecas heredadas de la Guerra Civil y de las décadas del Régimen de las Leyes Fundamentales.
Con un sistema de poder definido desde el pasado, ha resultado imposible enfrentarse a lo que ese pasado había sido. La “parte amputada” a la que se refería Santos Juliá, ha continuado siendo parte amputada. La sociedad española no ha podido o no se ha atrevido siquiera a mirar a ese pasado e intentar “integrarlo en la vida nacional”.
De ahí viene la permanencia durante 44 años de los restos del general Franco en El Valle de los Caídos; de ahí viene la incapacidad de abordar la nulidad de las sentencias dictadas por los tribunales militares o de excepción después de la Guerra Civil, de ahí vienen los más de cien mil ciudadanos desparramados por las cunetas y un largo etcétera.
La exhumación del General Franco era un primer paso indispensable para que la sociedad española empiece a mirar a su pasado e intentar una auténtica reparación. Ya hemos visto lo difícil que ha sido. No menos difícil va a ser el camino que queda por recorrer.
El pasado en España nunca ha sido pasado. Kant decía que España es el reino de los muertos, que los muertos la poseen, que los muertos la dominan. Lo hemos visto con la exhumación de Franco. Pero también lo podemos ver con la utilización del terrorismo como instrumento de represión años después del fin del terrorismo y de la disolución de ETA. La utilización de un pasado terrorista para reprimir conductas que no pueden ser calificadas de tales. En la Audiencia Nacional no dejan de multiplicarse los procesos por terrorismo en estos últimos años. Ahí está el caso de Alsasua. Parece que ahora se está iniciando la traslación de dicha estrategia para hacer frente al nacionalismo catalán.
¿Hasta cuándo?
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