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Opinión - ¡Nos comerán! Por Esther Palomera
Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

A nuestra democracia le falta lo esencial: poder serlo

Urna electoral / Foto: EFE

Gabriel Moreno González

Generalmente las referencias a las deficiencias de nuestro sistema democrático se centran en la parte superior de la pirámide, en las instituciones y los gobernantes. La corrupción, los defectos en el diseño de los poderes del Estado, la falta de independencia de algunos de sus más señeros órganos o las desviaciones de nuestro sistema electoral, son cuestiones que protagonizan la tan manida desafección ciudadana y las críticas al modelo político que rige España. Aunque los elementos anteriores no solo no carecen de importancia, sino que son determinantes en la permanente crisis en que estamos instalados, deberíamos también analizar si las precondiciones básicas de la democracia están presentes entre la misma población que le sirve de soporte.

La expresión de la voluntad popular y el juego alternante de las mayorías, en el respeto del Estado constitucional de Derecho, son elementos esenciales de cualquier sistema que quiera predicarse democrático, pero detrás de dicha voluntad popular ha de materializarse su formación reflexiva, dialógica y fundada. La democracia no consiste en el mero voto o en la emisión continua de opiniones, puesto que tanto uno como otro deben también haberse decidido en un contexto donde exista la posibilidad de un debate público sosegado; un debate que, por otro lado, se dé entre ciudadanos informados y con conocimiento del entorno institucional, social y político en el que sus decisiones se van a desenvolver. Pues bien, en esta última precondición encontramos la primera decepción.

En España los estudiantes, los futuros ciudadanos que participarán en la vida política del país, viven en la completa inopia jurídica. Y hay que decirlo sin cortapisas: salimos de la escuela, de nuestra formación reglada, sin tener ni idea del sistema institucional que nos gobierna ni de los derechos fundamentales que pueden protegernos. Unos completos ignorantes, y no por voluntad propia, sino por la falta abrumadora de contenidos que existe en la materia. Cuántos diputados forman el Congreso, cómo se eligen, cuáles son los derechos fundamentales más relevantes y su alcance, qué es el Tribunal Constitucional o la diferencia entre un delito y una infracción administrativa, son algunas de las cuestiones esenciales que, para cualquier ciudadano, deberían ser conocidas desde el inicio mismo de su llegada a la participación política. No hablemos ya, claro está, de principios básicos del Derecho Penal, tan en boga estos días de venganzas tumultuarias.

La calidad de las democracias se mide, en buena medida, a través de la calidad misma de la información que sus ciudadanos poseen, y no hay información más relevante que la primaria que sirve de base para la formación, examen y criba del cambiante mundo de las noticias, los bulos, las tertulias y las idioteces varias que se propagan por las redes. Hoy un ingeniero con varias titulaciones, conocimientos avanzados de chino mandarín y suahili, puede llegar a desconocer qué es el habeas corpus, cómo se elige al Presidente del Gobierno o en qué consisten las líneas elementales del procedimiento administrativo sancionador, a pesar de que un día (Dios no lo quiera) puede ser detenido o sancionado o puede, simplemente, ejercer su derecho de voto.

Pero no sólo en el debate democrático que ha de preceder a la formación de la voluntad popular esos conocimientos previos brillan por su ausencia, puesto que, aun adquiridos éstos, el debate mismo presenta unas altas probabilidades de viciarse, desvirtuarse y, finalmente, perecer. El clima de intolerancia que desprenden los viejos y nuevos dogmatismos imperantes se une a la falta de empatía que, internet mediante, preside las conversaciones y las discusiones públicas, donde se confunde constantemente las posiciones contrarias con la defensa del adversario, o donde la pasión y la falta de reflexión parecen dominarlo todo, impelidas como están por la necesidad de dar respuesta inmediata a los hechos que saltan en nuestros tablones o telediarios. El debate democrático, para producirse de forma óptima, ha de ser sosegado, informado y reflexivo, no inmediato y puramente volitivo. Y ello ha de predicarse también del debate mediático, donde la abrumadora presencia de periodistas sin especialización convierte a las tertulias en sainetes dignos de escarnio. ¿Cómo puede ser que el mismo tertuliano hable en una hora de garantías penales, de las cuotas de pesca en Galicia o de la guerra en Siria? Ni el Fausto de Goethe, oigan.

En tercer lugar, y aun cuando se diera la coincidencia fabulosa de un grupo de ciudadanos bien informados, conocedores del sistema político y el Derecho que les rodea, reflexivos y respetuosos unos con otros, seguiríamos teniendo un último problema: la falta de adscripción, siquiera simbólica, con la colectividad. En el individualismo imperante, en las esferas de autocomplacencia en que nos instalamos, el sentido de pertenencia a un todo con el que compartimos intereses, objetivos y hasta cierta historia común, se desvanece por completo. Por ejemplo, sería interesante llevar a cabo un estudio, por somero que fuese, para aclarar el grado de conocimiento que los distintos nacionalistas tienen de la historia y la cultura de sus respectivas y pretendidas naciones…porque a lo mejor, nos llevaríamos una sorpresa. Fuera de este ámbito, ya de por sí áspero desde el prisma democrático, el desconocimiento del funcionamiento básico de nuestras instituciones y normas se ha de enmarcar en un contexto, generalizado, de falta de adscripción con las mismas y su sustrato histórico, social y cultural.

Urge, por tanto, que las fuerzas progresistas de este país abanderen con firmeza la necesidad de que la formación básica de los futuros ciudadanos acoja contenidos curriculares sobre nuestro sistema político. Y repito: contenidos… no competencias transversales, emocionales o psicoafectivas que, aupadas por la nueva pedagogía, no sabemos siquiera en qué consisten. Asimismo, se hace necesario que entre todos, con un poco de esfuerzo, recuperemos las esferas de debate público desde el respeto, la argumentación fundada y el reconocimiento de las categorías básicas que han de presidir el intercambio de opiniones. Las redes sociales, tan vilipendiadas, pueden ser utilizadas con objetivos formativos y de enriquecimiento del debate público, no como meros escaparates del meme, o la memez, del día. Y, por último, es de perentoria exigencia democrática mejorar de una vez el sistema educativo, volverlo a adecuar a los principios de esfuerzo y mérito y alejarlo, por completo, de la inmediatez que preside nuestro día a día. Sólo los conocimientos, el tratamiento amable de la cultura compartida y expresada en el valor de la palabra, y la serenidad del estudio reflexivo, pueden hacer que, desde un humanismo renovado, recuperemos el sentido de lo colectivo.

Sin estos factores la democracia no puede, simplemente, sostenerse. Porque si nominalmente lo “consigue” no será por la existencia de una ciudadanía democrática y consciente de serlo, sino por un puro automatismo institucional que puede ser barrido con la próxima noticia de un suceso trágico.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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