Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Cómo se rinde una institución: el caso de la universidad pública madrileña
La fotografía corresponde a la ceremonia celebrada el pasado dos de mayo, donde Cristina Cifuentes distinguió a las universidades públicas madrileñas por su destacada contribución social. Las expresiones de los condecorados van de la adulación y el estupor a una suerte de ausencia bobalicona, como si no acabaran de sentirse a gusto en el papel que interpretan. Alineados al fondo del escenario, los hombros caídos, la espalda curva, vuelven el rostro hacia el portavoz que, desde el pretil, toma la palabra en su nombre. No hay actitud marcial o gesto protocolario que confiera unidad al grupo, la imagen tiene por único elemento aglutinador las seis insignias oro y bermellón prendidas de las correspondientes solapas. Y, si acaso, el contraste entre la mirada perdida de los congregados y la condescendiente de la figura femenina que les flanquea con gesto afable que no oculta su segura determinación.
La estampa parece remitirnos de inmediato a un tiempo ya fenecido, cuando las autoridades administrativas y académicas rubricaban su mutuo apoyo con toda clase de homenajes, agasajos y reconocimientos. No pasaría de anécdota chabacana si no fuera por lo que tiene de síntoma revelador. Pues las universidades que están al cargo de los rectores laureados son las mismas que han visto sucesivamente reducido su presupuesto durante los últimos seis años, cuyos estudiantes deben pagar tasas más altas que los de cualquier otra comunidad autónoma, las mismas universidades que siguen esperando el cumplimiento de sentencias judiciales que obligan al pago de sanciones millonarias por parte de la administración competente.
Parece difícil concebir un entorno más hostil para la universidad pública que el planteado durante la última década por el gobierno de la comunidad madrileña. Incluso asumiendo, en un verdadero acto de fe, que la bajada de un diez por ciento en el precio de las tasas marca un límite a la política de recortes, resulta inaudito hablar de un “cambio de paradigma”, como hizo el presidente de la CRUMA, Carlos Andradas, en el discurso que brindó con motivo de la ceremonia. Dejando de lado que ni la más laxa acepción del término paradigma resiste la aplicación a este escenario, el pronunciamiento presume un reconocimiento tácito de beneficios que hasta la fecha resultan absolutamente desconocidos para la comunidad universitaria. En vano indagaremos si esos beneficios están vinculados a la futura ley universitaria, dada la opacidad con que está siendo tramitada. El proceder de los rectores denota pues servilismo o, en el mejor de los casos, una manifiesta falta de transparencia.
Basta examinar la política que ha presidido el gobierno de cualquier universidad pública madrileña para comprender que nuestra fotografía no responde al azar. El proceder de las autoridades académicas ha estado secundado si no por la connivencia, sí al menos por una pasividad colaborativa. Este desmantelamiento consentido empieza por asumir hechos como la subida de tasas o los recortes en personal como inevitables. En la misma línea, la Universidad Complutense aprobaba el pasado diciembre un plan de actuación con el profesorado que bloquea indefinidamente la estabilización de personal docente reservando la tasa de reposición a quienes ya gozan de un contrato indefinido. La paulatina exclusión de estudiantes con el incremento de las tasas queda así compensada con un recorte correspondiente en la plantilla del profesorado. El paso siguiente consiste en ofrecer incentivos para la inversión del sector privado sin exigir las más mínimas garantías de transparencia. Del mismo modo, la Complutense aprobaba hace escasos meses un reglamento de patrocinios externos que dejaba la puerta abierta a esta clase de prácticas irregulares. Por último, la institución académica emula el proceder de la gestión pública procediendo a un arbitrario recorte administrativo. Y, en efecto, la Universidad Complutense ha hecho también pública su intención de suprimir un 60 % de departamentos, aunque ello suponga la desaparición de facultades tan emblemáticas y prestigiosas como la de Filosofía.
El caso de la Complutense no merece significarse porque revista mayor gravedad que el de otras universidades madrileñas, sino por lo consecuente que resulta la estrategia asumida por su actual rectorado. La posibilidad de acceder fácilmente a recursos financieros ofreciendo suculentas ventajas a la inversión empresarial o imponiendo arbitrarios reajustes organizativos plantea una vía tentadora para eludir problemas funcionales sin llegar a solventarlos, para resituarse en el mapa de la manida excelencia sin haber llegado a marcar un rumbo previo.
Si cedemos a esta tentación, cabe preguntarse cuánto tiempo nos mantendrá encandilados el brillo de medallas y oropeles antes de despertar a la cruda realidad. El estamento militar concede generalmente las más altas condecoraciones a los caídos en acto de servicio. Y en la mayoría de casos los familiares sienten auténtico orgullo por el sacrificio de sus seres queridos. Tal vez, en lugar de contribuir a la celebración de su propio funeral, la universidad pública debería empezar a establecer un diálogo constructivo con los más diversos agentes sociales haciendo oír su propia voz, la voz del conocimiento.
La fotografía corresponde a la ceremonia celebrada el pasado dos de mayo, donde Cristina Cifuentes distinguió a las universidades públicas madrileñas por su destacada contribución social. Las expresiones de los condecorados van de la adulación y el estupor a una suerte de ausencia bobalicona, como si no acabaran de sentirse a gusto en el papel que interpretan. Alineados al fondo del escenario, los hombros caídos, la espalda curva, vuelven el rostro hacia el portavoz que, desde el pretil, toma la palabra en su nombre. No hay actitud marcial o gesto protocolario que confiera unidad al grupo, la imagen tiene por único elemento aglutinador las seis insignias oro y bermellón prendidas de las correspondientes solapas. Y, si acaso, el contraste entre la mirada perdida de los congregados y la condescendiente de la figura femenina que les flanquea con gesto afable que no oculta su segura determinación.
La estampa parece remitirnos de inmediato a un tiempo ya fenecido, cuando las autoridades administrativas y académicas rubricaban su mutuo apoyo con toda clase de homenajes, agasajos y reconocimientos. No pasaría de anécdota chabacana si no fuera por lo que tiene de síntoma revelador. Pues las universidades que están al cargo de los rectores laureados son las mismas que han visto sucesivamente reducido su presupuesto durante los últimos seis años, cuyos estudiantes deben pagar tasas más altas que los de cualquier otra comunidad autónoma, las mismas universidades que siguen esperando el cumplimiento de sentencias judiciales que obligan al pago de sanciones millonarias por parte de la administración competente.