La pintora Amalia Avia (1930-2011) salía de “caza” los domingos nublados. Iba acompañada por su marido, Lucio Muñoz (1929-1998), y sus cuatro hijos. A la pintora realista le gustaba la ciudad sin gente ni coches. “Mi padre era el que manejaba la cámara”, recuerda Rodrigo Muñoz Avia a este periódico. El cuarto de la saga criada por la pareja de pintores explica que Amalia miraba y Lucio, fotografiaba. Hasta que llegaron las cámaras automáticas y ya no necesitó a nadie para capturar las vistas que se le presentaban y que, luego, traducía a pintura. Lejos de la calle, en su taller.
“El momento de recoger las fotos en la tienda de revelado estaba presidido también por la ilusión con que mi madre vivía este tipo de cosas. Ella se reservaba el trance de abrir el sobre para cuando estaba tranquila y bien instalada en casa, a diferencia de mi padre, que lo abría en el mismo coche, antes de arrancar”, escribió Rodrigo Muñoz Avia en La casa de los pintores (Alfaguara, 2019). La fotografía tenía un ritual familiar, pero no había sido revelado como ritual creativo en el proceso de construcción de la obra de Amalia Avia.
La exposición, que se inaugura este viernes en la Sala Alcalá 31 de la Comunidad de Madrid bajo el título El Japón en Los Ángeles. Los archivos de Amalia Avia, muestra este aspecto que redescubre a una de las pintoras más admiradas del grupo de los realistas madrileños, que tanto detestaron y renegaron de la fotografía como herramienta para apresar la realidad. Eran pintores del natural, con los caballetes y los lienzos en las plazas, al borde de la acera. Antonio López, por ejemplo, solo aceptó copiar unas fotos en su vida, cuando Patrimonio Nacional le avisó de que la familia de Juan Carlos I no posaría para él. La fotografía es un engaño, dice que le priva de la certidumbre. “La fotografía es una amenaza, yo le tengo mucho miedo”, ha explicado en una de sus múltiples entrevistas.
Sin miedo
Amalia Avia no tenía miedo a las fotografías. Las usaba y las guardaba. Las escondió, pero jamás las destruyó. El día que Rodrigo se presentó con varias cajas de zapatos, y alguna de bombones, repletas de esas fotografías que habían servido a su madre para hacer pintura la realidad, Estrella de Diego cambió el sentido narrativo de la exposición. “Ese día ya no había marcha atrás. Es que las cajas son infinitas. Son archivos y documentos, pero no son obras de arte. ¿Por qué no habían salido antes? Es que ahora entiendes su obra de una manera mucho más rica. Amalia no es una pintora realista. Es otra cosa”, cuenta la comisaria de una de las exposiciones que marcarán la nueva temporada. Aquella exposición que iba a sacar a la luz cuadros perdidos de la artista, se convirtió en otra cosa.
“Pinto lo que no puedo fotografiar”. Este se ha convertido en el lema del relato construido por Rodrigo y Estrella. Una frase que podría contradecir el hallazgo, pero que alumbra lo desconocido: lo que no puede fotografiar y pinta Amalia Avia es la “atmósfera”, apunta De Diego. De ahí que no sea una realista al uso, y que su paleta se rinda a un surrealismo otoñal y contamine la luz natural de la vista. La realidad se la dejó a las fotos.
Han pasado 25 años desde la última gran retrospectiva de la pintora que colecciona Madrid. Por fuera y por dentro. En total, se mostrarán 113 cuadros, procedentes de colecciones de fundaciones y bancos, pero también de la Librería Antonio Machado o de Cristina Alberdi. La gran mayoría de las pinturas son propiedad de los herederos de Amalia, pero no son los cuadros habituales. Hubo un tiempo, a finales de los sesenta, en el que le interesó más la figura humana y las costumbres de sus vecinos. Los retrató a la puerta de una administración de lotería, saliendo de la mina, en un campo de fútbol o delante del inmenso La familia de Carlos IV, de Goya, en el Museo del Prado, en 1966, cuando se podían hacer fotos en el interior de la pinacoteca para darla a conocer.
Una ciudad imaginada
La ciudad de Amalia Avia está basada en hechos reales, pero lejos de la realidad. Tenía la costumbre de pegar papeles de periódico sobre los muros desconchados de las fachadas y al despegarlos el óleo creaba texturas degradadas. Y, cuando parecía que había dado por finalizado su cuadro, lo tumbaba en el suelo, lo rociaba con aguarrás y los prendía fuego con una cerilla. Ese quemado se supone que aporta una expresividad única a sus fachadas y portales. La verdad que le interesaba era la del material, porque quizá en el fondo Avia fuera una pintora abstracta disfrazada de realista. Porque la abstracción era una cosa de hombres. Tampoco el realismo le libró del olvido y del silencio. En Madrid, su ciudad fetiche, es muy difícil asomarse a uno de sus cuadros en museos públicos. El Museo Reina Sofía, por ejemplo, no expone ninguno de los dos que posee.
En sala apenas hay comparativas de foto-pintura y las imágenes reveladas son tratadas como documentos, incluidos en las vitrinas. Recortaba y pegaba imágenes hasta componer la vista que necesitaba encajar en la tabla o el lienzo. Hay un recorte de una página de la revista Paris Match de una manifestación de la que se ha apropiado para llevar al pelotón de indignados a las calles de su ciudad, bajo su luz crepuscular. En su estudio hacía la calle real a su manera, como una ensoñación. Como el significado que ocultan las puertas de los negocios cerrados que le obsesionan. Enterró el presente antes de que desapareciera para hacerlo inmortal. Y lo sembró de ironía y de humor, y de guiños familiares como el número de teléfono del estudio de Lucio Muñoz en un letrero de una fachada de una tienda del Rastro, su perro paseando por otra escena, los nombres de sus hijos o sus gatos escritos en un muro... La ciudad de Amalia Avia no ha vuelto a abrir.