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35 años de 'Videodrome': sexo extremo, conspiraciones y cintas de vídeo ciberpunk

El filme fue un pinchazo comercial en su momento, pero algunas de sus imágenes perduran en la tradición del cine fantástico

Ignasi Franch

En 1983, el canadiense David Cronenberg (A map to the stars) era una de las sensaciones del cine fantástico del momento. A él se debían Vinieron de dentro de..., Cromosoma 3 o Scanners. A través de sus primeros filmes había ido desarrollando un universo propio de oscuras corporaciones, sectas extrañas y clandestinos programas gubernamentales que pugnaban por el control de seres transformados por poderes o enfermedades...

En el momento de su estreno, Videodrome no fue precisamente un éxito. Su mezcla de thriller de conspiraciones con escenas de sexo sadomasoquista y emisiones snuff no facilitaban su goce como producto de entretenimiento escapista. Su radicalidad probablemente encontraría un mejor acomodo, a través de esas cintas de vídeo VHS que jugaban un papel destacado en la trama, en los videoclubes y en los más íntimos visionados domésticos.

El yuppie, la TV morbosa y el delirio

yuppiePara el público derechista de la época, además, el visionado debía ser perturbador. El director y guionista otorga protagonismo a una especie de yuppie, Max Renn, cínico ejecutivo de una pequeña televisión. Su visión del negocio queda clara en un programa de debate: se trata de competir ofreciendo más sexo y violencia, contenidos que los canales principales no se sienten capaces de emitir. Renn remite al arribista que quiere fortuna y rendimiento rápido, pero también al pícaro que busca maneras de seguir adelante.

En todo caso, la suya no es precisamente una historia de éxito y de ascensión hacia las cimas de la riqueza y el prestigio empresarial, sino un descenso a los infiernos. A la búsqueda de contenidos más extremos, y algo hastiado por las ofertas de erotismo soft que le llegan, el protagonista conoce de la existencia de un programa pirata: Videodrome. Una hora de tortura a mujeres y asesinato, sin trama ni personajes.

Después irán apareciendo las extrañas entidades propias de esta primera etapa del cineasta, como la secta Misión de los Rayos Catódicos y la empresa Spectacular Optical Corporation. Renn ejerce, en buena medida, de títere de tramas que va descubriendo solo cuando ya han condicionado fuertemente sus actos y su manera de ser (o, diríamos, de transformarse) y de percibir la (presunta) realidad.

La narración se va escapando progresivamente de los fundamentos más realistas de la trama, como el mismo personaje, cada vez más indefenso ante las alucinaciones que le asaltan. El visionado tiene algo de surrealista, como una especie de eslabón perdido entre el thriller más convencional de Scanners y el festival lisérgico de la posterior El almuerzo desnudo. A menudo, la audiencia no tiene claro si está viendo delirios o acontecimientos que, dentro de la ficción, son reales. El público se enfrenta, junto con el personaje, al dilema de tener que decidir si las percepciones propias pueden considerarse la realidad.

A ratos, Videodrome podría entenderse como una advertencia moralista. Atendiendo a la gélida decisión con que Cronenberg busca los límites de lo representable en una pantalla de cine comercial, no parece que vaya por esta linea. No, al menos, de manera clara, aunque parezca criticar la mezcla de sexo y violencia que él mismo practica con su ficción. El mismo Renn, a pesar de su elevado cinismo, parece asustado cuando las fantasías que consume en la pantalla del televisor tienen lugar en el mundo real.

De unos poderes ocultos y la transformación del ser

La obra anticipa, además, la era del ciberpunk antes de que se hiciese mainstream, en clave orgánica y sin necesidad de trasladarse a un futuro lejano. El filme se estrenó un año después que Blade runner o la japonesa Burst city. Poco después, la novela Neuromante, de William Gibson, y la antología de relatos Mirrorshades terminarian de sentar las bases de la tendencia.

Cronenberg llegó a territorios parecidos, aunque menos tecnócratas, desde su fascinación y el terror por la transformación del cuerpo. Tenemos presuntas emisiones clandestinas, piratas de las ondas, corporaciones que mueven los hilos e imágenes algo feístas de integración ciborg, que desentonan especialmente con nuestras actuales visiones de futuros de cristal líquido...

Aunque la ambientación contemporánea de la película dificulta el juego anticipatorio respecto al futuro, el canadiense atina al presagiar la popularización de los nicknames y nuestra actual era del monólogo virtual a través de un filósofo de las ondas, el profesor O'Blivion.

Según un personaje secundario, las emisiones de Videodrome son más peligrosas que la televisión basura de Renn porque las mueve una filosofía. Y el discurso de uno de los implicados deja claro cuál es ese ideario, y hasta qué punto es coincidente con ese discurso reaganista que a menudo resuena en el desconcertante y aparentemente caótico código fuente del trumpismo: Norteamérica se ha ablandado y el resto del mundo se ha vuelto duro, dicen, así que habrá que ser “puro, directo y fuerte” para sobrevivir unos tiempos salvajes.

Sin subrayar el posible contenido político de su representación de estos villanos, Cronenberg tomó el pulso inmediato a la reacción conservadora de los ochenta, su gusto por la mano dura y la agresividad en política exterior. Se anticipó a ataques posteriores, y mucho más explícitos, como la carpenteriana Están vivos. La deriva extremadamente fantasiosa de la ficción, unida a una exposición más bien concisa, puede oscurecer esa pincelada crítica, un elemento más dentro de un cóctel de preocupaciones sociológicas, psicológicas y filosóficas.

Un visionado incómodo

Cronenberg apostó por incomodar con una constante alternancia entre la realidad contemporanea y una fantasía muy extrema trufada de sexo violento y torturas. La propuesta es circunspecta, pero no está exenta de ironía, comenzando por estos malvados implícitamente reaganistas. O por detalles como el nombre del canal que opera Renn: Civic TV, todo un ejemplo de cinismo publicitario, al tratarse de una cadena más preocupada por buscar ponografía insólita que por ejercer de servicio público.

Por otra parte, el autor nos presenta a una locutora moralista que se acuesta rápidamente con el enfant terrible de la televisión basura, se autolesiona y se aficiona a los vídeos snuff. Cronenberg también juega a reproducir la lectura determinista que hacen algunos críticos de los contenidos violentos: en un momento dado, una cinta de vídeo dictará a Renn sus acciones, sin que él ni su ética (un músculo que no tiene demasiado ejercitado) puedan oponerse a ello.

Tras el festival de horror corporal y miedo a la transformación hacia “la nueva carne” y lo posthumano, de confusión entre realidad y alucinación, entre biología y tecnología, de percepciones manipuladas, tienen lugar un desenlace que también posibilita los juegos intepretativos. Videodrome concluye con un gesto extremo que, dentro de la ficción, puede entenderse tanto en clave nihilista como en clave trascendental.

Este desenlace es otra arista más de una ficción de visionado resbaladizo y potencialmente desolador, trufado de unas cuantas imágenes difíciles de olvidar, que no solo hablan del ingenio conceptual del realizador sino de la capacidad imaginativa de su equipo técnico. El mismo Cronenberg intentaría una especie de variación-actualización años después, apuntado a los videojuegos y la realidad virtual: ExistenZ.

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