'Jojo Rabbit': infantilizar a Hitler para ridiculizar el nazismo (y quedarse a medias)
En 2015, el realizador alemán David Wnendt se marcó un tanto histórico al adaptar la novela superventas de Timur Vermes Ha vuelto. En ella Hitler despertaba en la Alemania actual sin recordar nada de lo acontecido tras 1945. Así que el Führer se planteaba modernizarse para volver al poder en pleno siglo XXI.
La sátira funcionaba durante todo el metraje de forma dispar, asentada en la premisa de que las actitudes hitlerianas resultan realmente absurdas y, por lo tanto, cómicas en una sociedad europea demócrata y moderna. Pero, en última instancia, Wnendt se marcaba un tanto; verdadero punchline de su cinta: cambiaba radicalmente el tono de la película para insertar metraje real y actual de manifestaciones antisemitas y de extrema derecha que habían tenido lugar en varios países de la Europa del Este. Hitler paseaba su mirada satisfecho y afirmaba: “Tenemos buen material con el que trabajar”.
De forma similar a lo que hizo Spike Lee con el final de Infiltrado en el KKKlan, el pacto de ficción se rompía para que el espectador afrontase que no, que los nazis no tenían un pelo de graciosos. Y que sí, que la extrema derecha podía volver y, de hecho, lo estaba haciendo. Habíamos sido engañados durante 100 minutos, cómplices de un chiste compartido que se burlaba del mal absoluto pero no lo banalizaba. Y en última instancia, nos habían hecho ver que el caldo de cultivo del odio estaba aquí y debíamos afrontarlo.
Pues bien: en pleno auge de la ultraderecha en toda Europa, el realizador neozelandés Taika Waititi estrena Jojo Rabbit, una autodenominada 'sátira antiodio', que intenta la misma jugada, con un resultado distinto. Más cuqui, claro, pero con menor potencial movilizador.
El odio a ojos de un niño
Jojo Betzler es un chaval apocado pero vivaz que siente fervor por las Juventudes Hitlerianas. Adora tanto a Adolf Hitler, que se ha convertido en su mejor amigo, aunque sea imaginario. Sin embargo, todas sus convicciones empiezan a tambalearse cuando descubre que su madre esconde en el ático de su hogar a un niña judía poco mayor que él. Con ella descubrirá que sus prejuicios tienen muy poco que ver con el mundo real.
Jojo Rabbit se enmarca en una tradición de reconocido prestigio que va desde El gran dictador a Ser o no ser, pasando por Los productores —la del 67 más que la del 2005—. Una tradición cuyas intenciones siempre han sido intachables: la sátira del nazi produce esa sensación tan particular de bienestar moral que implica mirar al mal en sí mismo y reírse para desarmarlo.
De hecho, la interpretación de Taika Waititi, que además de dirigir se reserva para él el papel del Führer, desciende directamente del Adenoid Hynkel de Chaplin, a quien rinde constante tributo.
No obstante “hay una diferencia entre confrontar el mal y desmantelar sus supuestos”, como decía Eric Kohn en Indiewire, en un artículo a raíz de la película que nos ocupa. Las buenas intenciones de Jojo Rabbit se integran en una fábula para todas las edades que no se preocupa por subvertir o desnudar los supuestos que combate de facto: ser nazi es solo material de partida para el lenguaje de la pantomima y la exageración.
Aquí, las fuerzas de la SS son estirados, graciosos por repetir sonoramente un saludo fascista. Taika Waititi interpreta a un líder nazi exagerado y por tanto risible, sí, pero de acento extraño y maniquea composición, que al contrario que el excelso discurso final de Chaplin, o la pirueta formal de Wnendt, aquí queda a la expectativa de una vuelta de tuerca que nunca llega.
Mientras, el chaval protagonista aprende lo dañino que es el nazismo por el método tradicional: es severamente castigado. A su alrededor acontecen cosas terribles y él, mientras sufren las personas que ama, debe abrir los ojos a la gran revelación de que ser nazi está mal.
Hallazgo discursivo ciertamente pobre para los tiempos que corren, necesitados de fábulas que vayan un poco más allá. Tal vez, que no retraten el supremacismo como un mal abstracto al que solo debemos reaccionar si lo sufrimos en las propias carnes, sino como una concepción a combatir con toda la fuerza de la que es capaz una ficción emancipadora.
La simetría de lo fingido
La sensación de constante artificio de Jojo Rabbit dificulta la empatía y el mercadeo de hipótesis propio de la ficción —esta idea te la compro, esta no—. En gran medida, debido a una concepción formal abigarrada y a todas luces maniquea.
Hace ya cuatro años que Taika Waititi estrenó Hunt for the Wilderpeople, a la caza de los ñumanos, su mejor película hasta la fecha. En ella, una estética abiertamente kitsch y un tono de pastiche consciente, servían al propósito de explorar un espacio rural neozelandés visto a través de los ojos de un adolescente de ciudad que se creía un gánster. El artifício dialogaba con una naturaleza entrópica y no domesticada.
Con Jojo Rabbit, Taika Waititi parece haber abrazado la obsesión por el detalle y la composición de Wes Anderson, sin llegar al punto deshumanizante cuyo tono tan bien se le da al texano. Recreándose, de paso, en la comicidad de la épica del slow motion, o la inclusión de temas musicales absolutamente irresistibles en contextos dramáticos —a ver quién es el valiente que se resiste a Heroes de David Bowie para superar un contexto lacrimógeno—.
Todo contribuye a que el resultado sea simpático e irremediablemente gracioso. A resolverse como un entretenimiento digno con un potencial mayor pero siempre latente. A que, a pesar de todo, Jojo Rabbit no termine de ser la sátira memorable que su apariencia tan ferozmente reclama ser.
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