La figura de la bruja es una de las más acendradas de la mitología demoníaca y a la vez una de las más desconocidas. Así debe seguir siendo ya que su existencia se basa en sospechas e intuiciones alimentadas por la superstición y la ceguera religiosa, pero eso no quita para que el cine se haya aproximado a ella del derecho y del revés, desde la enorme Häxan, a principios del siglo pasado, a la reciente The Lords of Salem pasando por títulos como Witchfinder General, El proyecto de la bruja de Blair, Las brujas de Eastwick, la trilogía de Las tres madres de Dario Argento o el Akelarre de Pedro Olea.
Son muchos los títulos que han tomado como referencia actas de persecución o han puesto en imágenes las consejas que a lo largo de los tiempos fueron enriqueciendo la historia de las brujas, pero cuesta recordar alguno que llegase a hacerlo con la rigurosidad y la fe casi documental con que ahora Robert Eggers se aproxima al mito en su opera prima.
La bruja es un opresivo drama de terror y una genuina pieza de gótico norteamericano situado en la Nueva Inglaterra del siglo XVII. Allí, el exceso de fervor de un hombre entrará en conflicto con la comunidad puritana en que vive, lo que le llevará a aislarse con su familia en una pequeña granja junto al bosque. La desaparición espontánea del bebé de la casa será la primera señal del maleficio a que van a ser sometidos por las fuerzas sobrenaturales, que tomarán a Thomasin, la hija de 15 años, como vector de su conjura.
El sistema de creencias
Con un rodaje de apenas un mes, sin infraestructuras, sin cobertura telefónica, sin wifi y sin más presupuesto que el que se ve en pantalla, La bruja hace gala de un entendimiento profundo del momento histórico en que transcurre. Robert Eggers y el resto de implicados, entre los que hay que mencionar al director de fotografía Jarin Blaschke, proponen una inmersión total en la atmósfera de la Nueva Inglaterra de 1630 con el propósito de neutralizar cualquier duda y hacernos entender que en aquel momento, dadas las creencias de los hombres, las brujas eran indiscutiblemente reales.
La bruja es casi un estudio folclórico, una película culta llena de simbolismos y de referencias tanto paganas como bíblicas porque siendo puristas una cosa siempre ha de llevar a la otra. Está perfumada de azufres goyescos y en sus imágenes puede detectarse el rastro de Arthur Rackham, Joseph Tomanek o Luis Ricardo Falero entre un puñado de holandeses que escudriñaron el sol frío o el titilar de las velas.
Sin embargo, la película no se somete a su erudición, ninguna de sus citas abruma y las influencias no le tosen en ningún momento a una trama a la que solo podría achacársele un algo peripuesto, una sensación de academicismo que responde a la seriedad y la aplicación con que su director se toma el terror, un género que ya había frecuentado llevando Nosferatu al teatro y en sus películas previas: un cortometraje expresionista donde adaptaba Hansel y Gretel y otro, con marionetas, que hacía lo propio con El corazón delator de Poe, antecedentes que sumados a esta puesta de largo nos autorizan a implorar que siga explorando el camino de la mano izquierda.
Sapos, culebras y machos cabríos
Eggers ha sabido describir muy bien su película al referirse a un drama familiar freudiano que estalla en modales jungianos. El entonado metafísico de Dreyer o de Tarkovsky se hacen muy presentes viendo La bruja, pero también late en ella el tritono de Stephen King pasado por Kubrick en El resplandor, una influencia que el propio director ha mencionado.
Al fin y al cabo la película, que es terrorífica también en la austeridad y en el paisaje de miseria que pinta, narra una desintegración familiar que la abre a lecturas de irrupción y tránsito adolescente o a debates sobre el poder femenino en su aniquilación del patriarcado, término que antes de ser meme de internet fue una cosa muy seria y muy tremenda.
Como la nieve al rato, La bruja mantiene una temperatura ambiente tirando a gélida pero la sensación térmica durante el metraje es infernal. La película conquista su cometido de erizarnos la piel regulándose, más que como aquelarre, como presagio. Verla es como mirar cociéndose un caldero de augurios que el espectador se sentirá batiendo con un palo largo, responsable en cierto modo de lo que está por ocurrir, sometido a unos diálogos de veracidad excepcional y a una precisión documental magnética. Se habla de la mejor película de terror del año, pero no sería descabellado ampliar el lapso.
Cuentan los más viejos del lugar que las primeras brujas de Occidente fueron las que habitaron los Pirineos. Allí se inventaron los aquelarres, las escobas voladoras y buena parte de la mitología que hoy las define. Volando desde la vieja Europa con la religión como vehículo, aquellas dueñas y agentes del mal pronto surcarían el globo. Ahora Robert Eggers nos las devuelve en esta película pequeña y refinada, inestimable y hermosa para quienes quieren desean creer en ellas, temible y cruel para quienes siempre lo han hecho.