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Crítica

'Misterio en Venecia', Kenneth Branagh coquetea con el terror en su Hércules Poirot menos interesante

14 de septiembre de 2023 22:04 h

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El plan era que Asesinato en el Orient Express fuera una celebración del star system de Hollywood, no su testamento. Sin embargo, el reparto de estrellas que Kenneth Branagh había ensamblado para esta adaptación de Agatha Christie (a semejanza del que reclutó Sidney Lumet en los años 70) acabó conjurando un canto de cisne, homenajeando los tiempos en los que rostros famosos podían traer a la gente a las salas sin que la vida privada de dichos rostros irrumpiera de forma inquietante en la tribuna pública. Entre los nombres de Penélope Cruz o Michelle Pfeiffer destacaba el de Johnny Depp, por interpretar al asesinado.

Poco después de Asesinato en el Orient Express, Depp se vería envuelto en un juicio extremadamente mediático con Amber Heard. Entretanto, la película había dado dinero suficiente como para que 20th Century Fox (en sus últimos años antes de ser absorbida por Disney) animara a Branagh a rodar una secuela, que no podía remontarse a otra historia que Muerte en el Nilo. A dicha continuación sí le tocó bregar de lo lindo con los cambios industriales: más allá de que la emergencia pandémica retrasara múltiples veces su fecha de estreno —Muerte en el Nilo se rodó en 2019, pero no vio la luz hasta principios de 2022—, buena parte de sus grandes nombres aparecía de repente bañada en la controversia.

La presencia de Gal Gadot (orgullosa ciudadana israelí) condujo a la prohibición de la película en Líbano y Kuwait. En plena crisis pandémica, Letitia Wright y Russell Brand proclamaron sus convicciones antivacunas y conspiranoicas. Por si fuera poco, los rumores del canibalismo de Armie Hammer se combinaron con acusaciones de abuso sexual. Muerte en el Nilo se estrenó finalmente, sin apenas contar con otro padrino durante la promoción que el mismo Branagh. Tan incómoda fue la llegada de Muerte en el Nilo —coincidiendo además en la temporada que su director perseguía el Oscar con Belfast—, que quizá todo esto explique por qué Misterio en Venecia tiene un caudal de estrellas tirando a discreto.

Hércules Poirot en el centro

Otra razón por la que Asesinato en el Orient Express y Muerte en el Nilo pueden parecer desfasadas a día de hoy es su cercanía con otro díptico detectivesco: los Puñales por la espalda de Rian Johnson. El detective Benoit Blanc a cargo de Daniel Craig es tan neurótico como Poirot, pero sus casos tienden un puente nítido con el presente y muestran una cierta preocupación sociopolítica, al tiempo que juguetean con las convenciones del género. No es algo que a Branagh le interese en absoluto. A lo largo de sus películas ha querido invocar una cualidad añeja, de cine de “toda la vida”, que debieran garantizar sus estrellas.

Esto, más o menos, se ha evaporado con Misterio en Venecia. Desde luego que Michelle Yeoh es una estrella —y además rodó la película paralelamente a ganar el Oscar por Todo a la vez en todas partes—, pero fuera de esta excepción el elenco parece haber sido construido en pos de la comodidad de Branagh. Explicaría la reaparición de Jamie Dornan y Jude Hill como padre e hijo tras Belfast —donde Hill interpretaba a la versión infantil del propio Branagh gracias a la magia de la autoficción—, mientras que el fichaje de la escritora y humorista Tina Fey le daría un cariz pintoresco a la propuesta, pero en ningún caso glamuroso.

La cuestión es que haber despojado a las adaptaciones de Christie del escaparate industrial no va en contra de los objetivos de Branagh. Al margen de todo lo expuesto, si por algo destacan sus películas de Poirot es por la atención depositada en construir al protagonista, otorgándole un aura trágica que no excluya la autoparodia pero marcando distancia con los detectives que en su día interpretaran Albert Finney y Peter Ustinov, marcados por un escenario eminentemente coral. Así lo dispuso Christie: Poirot siempre era un personaje de tantos en sus intrigas, que hacia el final debía erguirse como juez omnipotente.

Frente a esta imagen, Branagh (junto al guionista Michael Bacall) ha preferido indagar en su pasado, darle una antigua relación romántica que le define años después e incluso añadir un trauma relacionado con su icónico bigote. La maniobra cuajaba en Muerte en el Nilo, hasta el punto de que todo el misterio se plegaba narrativa y temáticamente al meditabundo sufrimiento de Poirot. Branagh lograba trascender verdaderamente la obra escrita de Christie, acompasando el respeto absoluto por la fuente con un aire de lujosa decadencia y romanticismo, que podrían anticipar una nueva y prometedora fase para Poirot. 

Había motivos, pues, para esperar con ganas Misterio en Venecia. Branagh, que siempre ha sido un adaptador religiosamente fiel —incluso sus fracasos más chirriantes, estilo Frankenstein de Mary Shelley, lo eran menos por traición que por el mismo exceso de entusiasmo que late en sus numerosas adaptaciones de William Shakespeare—, apuntaba a haberse dado a sí mismo una patente de corso tras Muerte en el Nilo. Ahora podía experimentar con Poirot de verdad, hacer suyo al personaje, y lograr que Christie siguiera siendo relevante en la actualidad sin necesidad de revisiones estilo Puñales por la espalda.

El planteamiento de Misterio en Venecia garantizaba que fuera así, porque no existe ninguna novela de Christie titulada Misterio en Venecia. Branagh y Bacall adaptan ahora una novela tardía y poco conocida protagonizada por Poirot, titulada originalmente Hallowe’en Party y publicada en 1969. En España la conocemos como Las manzanas, y el argumento nos lleva a una fiesta infantil de Halloween donde una niña ha aparecido muerta en un barril lleno de manzanas. Destaca por ser una de las historias donde Poirot confraterniza con un personaje especialmente querido por los fans de Christie: Ariadne Oliver.

Ariadne Oliver es una novelista de misterio amiga de Poirot. Christie la concibió como un álter ego a través del cual hacerle guiños a los fans —a través de Oliver, por ejemplo, se trazaba una conexión entre Poirot y Miss Marple— y reírse de sí misma. En Misterio en Venecia la interpreta Fey, en lo que es el gran hallazgo de la película gracias a su relación con Poirot, y la investigación conjunta que realizan llegado el momento. Sin embargo, la libertad de planteamiento de Misterio en Venecia —notoria desde el hecho de que la novela original se ambiente en Inglaterra— no garantiza que el filme iguale las bondades de Muerte en el Nilo. Ni siquiera queriendo transformarse, sin venir a cuento, en una película de terror.

Espiritismo veneciano

Misterio en Venecia vuelve a situar a Poirot como protagonista total. Se ambienta en 1947, cuando el detective belga disfruta de una merecida jubilación entre canales venecianos, y el personaje de Fey aparece para perturbar su descanso. Poco después, se ve envuelto en una sesión de espiritismo que busca contactar con el espíritu de la chica asesinada, y dicha sesión es asaltada por una serie de sucesos que desafían la lógica del detective, empeñado en que hay una explicación científica para todo lo que va sucediendo.

Como director, Branagh siempre ha tenido un temperamento complicado. Si bien es encomiable cómo a cada película —sin importar que hablemos de encargos como Artemis Fowl o Thor—, el británico se esfuerza por tomar decisiones inesperadas y recargar el aparato formal, no deja de ser cierto que a menudo cae en un histerismo bastante desagradable, que acaso se habría encontrado con una cumbre en Belfast. Asesinato en el Orient Express y Muerte en el Nilo supondrían ejemplos afortunados, donde la excitada cámara de Branagh atinaría a subrayar su barroquismo.

¿Qué ocurre con Misterio en Venecia? Que Branagh se queda a medio camino. Por un lado, Venecia resulta una localización muy sugerente a la hora de envolver sus rincones en lo desconocido —antes que él ya pudieron descubrirlo Nicolas Roeg con Amenaza en la sombra o Paul Schrader con El placer de los extraños—, pero el director prefiere realzarla con una estupenda fotografía a cargo de Hans Zambarloukos antes que sacarle partido a sus posibilidades terroríficas. Durante la mayor parte de su ajustado metraje, Misterio en Venecia se desarrolla en un caserón cerrado, donde como es habitual irán muriendo personajes para que Poirot tenga que ir descartando sospechosos a contrarreloj.

Dicho caserón es visualizado con el esperable arsenal de ángulos aberrantes y planos secuencia, contando con mayor imaginación que la empleada a la hora de sobresaltar a los habitantes a través de la supuesta aparición de espíritus. En este caso, la puesta en escena de Branagh se diluye en un festival de jumpscares sobrantes de cualquier entrega de Expediente Warren, sin capacidad alguna de contagiar el estado de agitación de los protagonistas por su ruidosa previsibilidad. El terror de Misterio en Venecia resulta ser, en fin, solo un reclamo para que los tráilers vendan una película más distintiva de lo que realmente es.

No sería algo demasiado molesto si Misterio en Venecia mostrara algún aspecto novedoso de Poirot. Su faceta como amante melancólico, que tan bien funcionaba en Muerte en el Nilo, aquí da paso a las tensiones de un hombre en el crepúsculo de su vida que piensa en la retirada al tiempo que se niega en creer en algo que no haya visto ya: un enfoque que solo se permite brillar puntualmente gracias al contraste con el personaje de Fey. No llegamos a saber nada de Poirot que no supiéramos ya, lo que resulta más grave cuanto más claro va quedando que este caso carece de la sofisticación de los anteriores. Misterio en Venecia es una reliquia, como lo eran Asesinato en el Orient Express y Muerte en el Nilo. Pero, a diferencia de estas, no posee ningún brillo que nos anime a sacudirle el polvo.