El monólogo del monólogo
Desde el foco de Andreu Buenafuente, treinta años nos contemplan. En nacional, con su apellido por delante, peleando la medianoche del omnipotente Crónicas marcianas. En regional, con su secuencia de programas sin título pero con numeración: Sense Titol, Sense Titol 2, Sense Titol s/n, hasta La Cosa Nostra, donde a la sombra de una pared acolchada y con boca curtió el músculo de los monólogos. Buenafuente arrancaba las entregas con una reflexión en voz alta redactada a cuatro manos sobre tener mascotas en casa, sobre irse a pasar el domingo en la playa, sobre los instrumentos de cocina.
Los monólogos de Andreu Buenafuente conquistaron Sant Jordi con un nuevo concepto editorial. El libro que no hacía falta leer porque te lo habían recitado por la tele, y que podías colocar en la estantería como monumento al día del papel impreso sin el engorro de repasar las letras con la mirada.
Los monólogos de Buenafuente son el hilo por el que trazar la película de Buenafuente, la cinta El culo del mundo, un autodocumental con cuerpo y alma de selfie a gran pantalla. Un recorrido que arranca en un punto de transición, en un lugar donde se ha cubierto el encargo anterior y no hay proyecto en el horizonte. Es casi un opuesto del presentador de plató, el Buenafuente de Buenafuente, el consonante de BFN, que se hizo fuerte por vía de Diferencia y Repetición, que trazaba un hilo constante en un periplo televisivo donde cada innovación es material quemado al día siguiente. Cada detalle tangencial es mainstream, cada personaje secundario termina siendo un muñeco de coche o un cantante en Eurovisión.
El programa diario ahoga cualquier posibilidad que no sea el siguiente aliento, hasta que te falta el suelo bajo los pies como al Coyote del Correcaminos. Ese es el Buenafuente que arranca la cinta. Un humorista sin programa, tanteando el vacío del aire, buscando su lugar en el mundo, empezando por las antípodas para ganar perspectiva.
El hombre de los monólogos sale entonces a buscar la verdad. Y solo esta frase ya dibuja un contraste arrollador, porque la tradición del monólogo norteamericano ha sido el suceso concreto. Cuando Richard Pryor salió de su intento de suicidio bonzo y volvió a su trabajo a pie de micrófono, todos los asistentes sabían que iba a hablar del tema. Pero no casualmente, sino trabajado como rutina cómica, pulido para convertir la tragedia en comedia.
Esta sinceridad de pared desnuda y calzón quitado y micrófono pelado tiene en España otros tonos, con el Club de la Comedia hablando de peinados y los anuncios de mayonesa poniendo actores con risas de fondo. El hombre de los monólogos busca la verdad y el resultado es una película, que es el límite del herrero que fabrica un cuchillo de palo.
El drama del payaso cómico
La película convoca el fantasmal drama del humorista, el horizonte en que el público te da la espalda, el vértigo de los trapecistas que cuelgan de los índices de audiencia. Un presentador interrogando para averiguar qué sucederá cuando deje de caer en gracia es tan frágil como la cantante Sabrina elucubrando cuándo los pechos generosos pasarán de moda. Es una previsión existencial que alude a veleidades de los demás, tan irresoluble como las espirales de las borrascas. El humorista acude a otros humoristas para desentrañar qué es el humor, y se resuelve poco porque es como preguntarle a los futbolistas qué es el fútbol o a los amantes qué es el sexo: hay que salir muy motivado, no hay enemigo pequeño. En medio, Buenafuente se refugia en su casa, en sus dibujos, en su niña, mientras perfila un programa que le tirarán, uno titulado La Resistencia, que tiene lo suyo que Andreu con sus galones no tenga sitio en la maraña de la TDT para hacer la suya sin que le garabateen el proyecto con un lápiz.
Decían los U2 en su autodocumental sobre Achtung Baby que fue una etapa crítica porque mientras has dejado de ser lo que eras y aún no eres lo siguiente, en medio no eres nada. Esta es la duda existencial que persigue en autorretrato el humorista, en esa pausa entre programas, hasta que le dan luz verde a su actual En el aire. Un testimonio con la cámara vuelta sobre sí misma, un monólogo del monólogo en plano subjetivo, a longitud de brazo y a tiro de cámara de móvil, donde el centro gravitatorio resulta estar en el lugar donde brillan los focos. Y, como en los capítulos del Coyote, vuelta a empezar.