Quedarse y ayudar, soportar, manejar y renunciar. O marcharse, regresar a lo construido fuera, lejos. Esta es la dicotomía con la que convive Antonio, el protagonista de Por donde pasa el silencio, la primera película de Sandra Romero que, tras su presentación en el pasado Festival de San Sebastián, llega a las salas convertida en uno de los debuts más singulares, personales y excepcionales del cine español reciente.
Un soplo de aire fresco doloroso, crudo, profundamente humano y sin dobleces. La cineasta, que también ha dirigido varios capítulos de la serie de Rodrigo Sorogoyen, la brillante Los años nuevos; radiografía en su filme qué ocurre cuando los cuidados no son bien recibidos y, a su vez, qué pasa cuando quienes cuidan no reciben confort, alivio ni tranquilidad a cambio.
Lo hace a través de Antonio (Antonio Araque), un joven que tiene que volver a su Écija natal por Semana Santa después de mucho tiempo. Allí se reencuentra con su familia y su hermano mellizo Javier (Javier Araque), que tiene una discapacidad física y necesita su apoyo. Pero ayudarle no es fácil, no reconforta, no es amable.
“Lo que más me interesa de la película son las relaciones familiares en las que hay una dependencia y un amor tremendos, pero también una violencia insoportable”, explica a elDiario.es su directora. “En especial cuando algún miembro está enfermo”, que es la realidad que explora en su ópera prima. Para Javier, que además padece más de una enfermedad, esto tiene una consecuencia inmediata tanto en su relación consigo mismo como con los suyos.
Ante este contexto, se abre la posibilidad de decidir “distanciarse”: “Hay una dependencia muy profunda y el amor aquí es una exigencia”. La propia Sandra Romero tomó la decisión de hacerlo en su vida real, también de Écija, donde conoció a los protagonistas de su película, que son sus amigos en la vida real, aunque la historia que ha escrito es ficticia. La directora tenía poco más de veinte años –ahora tiene 31– cuando hizo las maletas y se mudó a Madrid para cumplir su sueño: estudiar cine. En su casa siguió viviendo su madre, que padecía esquizofrenia: “Ella se encerró en una habitación y decidió no salir más hasta que murió”.
“Hay una persona que elige aislarse [como le ocurre al personaje de Javier en la película], pero a la vez te preguntas, ¿hasta qué punto lo está eligiendo? ¿Hasta qué punto la enfermedad es la que le empuja a hacerlo?”, plantea Sandra Romero. El desamparo que genera que la que pueda terminar convirtiéndose en la 'mejor' opción sea que la persona enferma se aleje de su entorno, es uno de los conflictos que refleja el largometraje.
En parte por la falta de apoyo estatal con el que cuentan. “En nuestro caso necesitamos años para que viniera algún psiquiatra a intentar sacar a mi madre de casa, porque no había manera”, recuerda. “No hay medios para que alguien profesional venga a sentarse una y otra vez con esa persona para sacarla del agujero. A nivel estructural, yo no sentí que hubiera ninguna ayuda ni para mí ni para mi familia”, critica comparando su experiencia con lo que ha quedado plasmado en el guion de su ópera prima. “Lo que pudimos conseguir en alguna ocasión fue ir a un juez para intentar obligarla a hacer un ingreso en salud mental, o reajustar una medicación que no dejaba de ser paliativa. Era más para que no molestara que para que estuviera bien. Son personas que están condenadas”, reconoce.
Estar enfermo no te hace dócil
Uno de los grandes hallazgos del cine de Sandra Romero es que, a la vez que es capaz de diseccionar la complejidad de sus personajes, elude emitir cualquier tipo de juicio. La realidad que retrata es incómoda, porque no tiene, como ella misma reflexiona, “una mejor o peor solución”, y por ello tanto el comportamiento de Antonio, Javier y María (la tercera hermana) son a la vez entendibles, reprochables y el extenso etcétera de reacciones que puede provocar un ser humano siendo como es, lo mejor que puede, pese a cada circunstancia que se vaya interponiendo en su camino. Nadie es intachable, incriticable, infalible ni constante.
“Muchas veces tenemos la imagen de que la persona enferma es totalmente manejable, que va a donde tú le digas. Y no, son personas con toda la complejidad que tenemos las personas, a la vez con problemas que hacen que se dispare”, describe la autora de Por donde pasa el silencio, que apunta: “Son completamente independientes en el sentido emocional. No puedes obligar a nadie a estar bien si esa persona no siente que pueda estarlo, porque a ti te venga bien y puedas estar más tranquila”. Por eso son situaciones tan arduas de gestionar, y de ahí al doble mérito de haber sido capaz de plasmarlo con la naturalidad y verosimilitud que respira y rebosa el cine de Sandra Romero. “Son realidades mucho más habituales de lo que pensamos”, advierte.
La dependencia –y su perversión– es uno de los grandes temas del metraje, que ejemplifica el personaje de Javier, por la que él mismo genera. “Tiene una ternura tremenda, va sin máscaras. A él se le disparan el amor y la violencia de una manera completamente directa, y hay algo de esa personalidad que realmente engancha a los que tiene alrededor”, señala. La cineasta siente que este tipo de identidades “provocan que tengas la esperanza de que siempre vas a poder encontrar esa ternura en ella, y muchas veces olvidas la violencia hasta que te la vuelves a encontrar de cara”.
“En un lugar pequeño, en el que tus grupos de amigos son los de toda la vía, es difícil salir porque piensas que tendrás su ternura y lealtad, de tal forma que la violencia la terminas normalizando y muchas veces aceptando”, reflexiona. Por eso para ella era clave para el filme que el personaje de Antonio se haya ido y regrese, puesto que era la vía para contar que “esa violencia no es aceptable”.
María, la hermana, no es la única que continúa viviendo en Écija, están los padres (que encarnan Mona Martínez y Nicolás Montoya), aunque completamente sobrepasados por las dolencias de su hijo: “Se han rendido y no han sabido lidiar con sus hijos. Siento que muchas veces el amor no lo puede todo y eso es dolorosísimo, tanto en los hermanos como los padres, hay una culpa por no haber sabido cambiar algo que ya es muy difícil cambiar”.
Ese sitio llamado pueblo
La película transcurre en su totalidad en Écija, escenario de procesiones, discusiones, comidas familiares, fiestas, encuentros sexuales, intercambios de drogas, cortes de pelo, cumpleaños y amistades. Todo ocurre este espacio sobre el que la cineasta tenía claro que no quería “ni demonizar el pueblo ni generar una imagen de paraíso, que es lo que muchas veces pasa”.
“Los pueblos están igual de organizados que las ciudades. Son lo mismo, pero simplemente con distinto tamaño y acceso”, comenta. “En el mío no había una librería donde comprar un libro, ni un cine al que ir a ver una película de Fernando Franco [director de La herida y La consagración de la primavera]. Este tipo de acceso genera una tendencia de beber desde los trece años para divertirte, igual en Madrid la gente con trece puede elegir entre beber o ir al cine. Nosotros eso no lo tuvimos, pero a la vez tuvimos cierta libertad con la que no se vive en las ciudades”, ahonda. Todo para llegar a la conclusión de que los pueblos “ni son paraísos ni son infiernos. Pueden ser ambos dependiendo de la persona”.