Víctor Erice, la auténtica estrella del Zinemaldia: “Reclamo y reivindico la experiencia pública de la sala de cine”
Ni Jordi Évole ni C. Tangana. La auténtica estrella del Festival de San Sebastián llegó el último día. Víctor Erice entró en la sala de prensa como solo lo hacen las rock stars. Con gafas de sol. Señalándose su camiseta de los hermanos Lumière y ante una atronadora ovación. La más sonada del Zinemaldia. La más merecida. El cineasta, que estrena este viernes su última película Cerrar los ojos, recogerá de manos de Ana Torrent el premio Donostia. Lo hará en el mismo sitio donde hace 50 años ganó la Concha de Oro por El espíritu de la colmena, la obra de arte que le encumbró y escribió su nombre en los libros de historia.
Con Cerrar los ojos cierra un ciclo. Su filme acaba con un cine en desuso, con el sonido del rodillo de un proyector. La misma sala de pueblo con la que abría El espíritu de la colmena, en aquella ocasión llena de niños de la posguerra que descubrían la vida en las imágenes en la pantalla. En esos 50 años todo ha cambiado mucho, y Erice tiene claro que “del proyecto original de los hermanos Lumière solo queda la sala cinematográfica, las películas se producen, se realizan y se distribuyen de una forma distinta. Ahora solo queda la sala como residuo”.
Aprovechó para reclamar el sitio que merece la experiencia colectiva en un mundo individualista. “Una verdadera película reclama como medio natural absoluto la sala. Hoy las grandes corporaciones tienen una tendencia a apoderarse de todas las ventanas, pero se pierde uno de los proyectos originales del cine desde su nacimiento. Ver una peli era un acto de contemplación. La experiencia de ver películas era una actividad que se desarrollaba en el conjunto de la sociedad. Abandonabas el cerco familiar y encontrabas a los demás. Era una experiencia ciudadana compartida. El desarrollo tecnológico ha provocado que contemplar una película tenga lugar en la privacidad doméstica. El impulso que hay en las fuerzas que dominan la economía del cine es que nos quedemos en nuestro rincón con nuestros artilugios. Yo reclamo y reivindico la experiencia pública”.
Erice se emocionó en varias ocasiones, entre ellas cuando recordó al artista vasco Jorge Oteiza, al que citó para hablar de “la sanación como una de las cualidades del arte”, algo por lo que también pidió la presencia del cine en la educación, “y no por la puerta de atrás”. “Cualquier sistema de educación, si es carente de educación estética, le falta una pieza fundamental, porque el arte es el elemento fundador”, aseveró.
Su necesidad de hacer cine surge de “la más convencional de las necesidades, la reproducción de la existencia”. “Para la gente de mi generación el cine llegó en unos tiempos de miseria, la falta de libertades, y a través de las películas se nos permitió ser ciudadanos del mundo y nos permitió elegir a nuestros maestros, que eran cineastas repartidos por todo el mundo y que no tenían esa condición de artista, y eso era extraordinario, porque yo creo mucho en la creatividad de un cineasta que no tiene la conciencia de estar haciendo arte. Yo nunca lo he pretendido como motivo de mis proyectos, eso surge o no surge, y eso es la aventura de la creación”.
Para la gente de mi generación el cine llegó en unos tiempos de miseria, de falta de libertades, y a través de las películas se nos permitió ser ciudadanos del mundo y elegir a nuestros maestros
Su cine puede considerarse un cine de memoria, y Erice puntualizó: “Para mí el descubrimiento del cine me hizo descubrir la historia, pero la historia con mayúsculas. La primera película que yo vi no fue de romanos, fue una película donde lo que sucedía se prolongaba en las calles de esta ciudad”. Un cine que le enseñó lecciones como la diferencia de clases. “Uno estaba en el teatro del gran Kursaal, donde la sociedad estaba estratificada, había ciudadanos que iban a paraíso, otros a entresuelo, a butacas… y uno percibía la codificación de las clases sociales, y de esto ahora se habla menos porque el audiovisual vive en una cierta burbuja”.
Aprovechó su rueda de prensa para echar por tierra su imagen de cineasta arisco y tímido. “Desconfío de la leyenda épica. Alrededor de mi persona como cineasta se cuentan las cosas de una manera en la que no me reconozco. La leyenda épica esta muy bien como elemento publicitario y sugiere que hace 30 años que no hago una película, cuando he tenido actividad como cineasta con mis cortometrajes, pero fuera del marco del audiovisual parece que solo se cuentan los largometrajes, y hay vida, verdadera vida, y de hecho creo que la mayor vitalidad de lo que puede quedar al cine está en la periferia del sistema. Toda esa retórica que dice que esta película es testamentaria… Yo eso no lo reconozco, porque entonces significaría que solo me queda el museo de cera o la jubilación”, dijo con humor e ironía.
De aquella Concha de Oro recuerda que subió a recogerla con Elías Querejeta, y que “la mitad del cine pateaba y la otra mitad aplaudía, lo cual era un índice de su vitalidad, y también de que fue una película hecha a contratiempo o contra el tiempo para lo que eran las convenciones del cine de ese momento”. Fue después cuando “adquiere la repercusión que tiene”. “No es lo mismo ver una película en su momento de producción que cuando ya forma parte de la historia del cine, cuando ya ha sido sancionada socialmente. Ese instante de relación directa entre obra y entorno solo se da en el descubrimiento primero”, subrayó.
También ahuyentó cualquier sombra de nostalgia en su película, como mucho de melancolía. De ese “ángel de melancolía, el ángel de la historia del que habló Walter Benjamin, pero que es distinto de la nostalgia”. Se refirió a su generación como una “generación políticamente derrotada”, y como ejemplo puso “la excepción cultural” por la que tanto se luchó y que nunca se logró. Esa excepción que Francia sí tiene y que hubiera permitido que Víctor Erice no hubiera tardado 30 años en rodar un nuevo largometraje.
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