'La vida de los demás': la pena de muerte como veneno de toda una sociedad
A menudo, las producciones iraníes que se estrenan en las salas comerciales españolas llegan acompañadas de las historias de los problemas legales de sus autores. El doblemente oscarizado Asghar Farhadi, responsable de Nader y Simin, una separación o El viajante, puede haber encontrado un margen de acción dentro de los estrictos códigos de la industria audiovisual de su país, pero otros compañeros de profesión llevan años en el punto de mira de las autoridades.
Es el caso de Mohammad Rasoulof, amigo de otro destacado compatriota realizador y perseguido político: el multipremiado Jafar Panahi de El globo blanco o Esto no es una película. Rasoulof, responsable de La isla de hierro o Un hombre íntegro, lleva más de una década recibiendo sentencias de prisión por el contenido “contrario al sistema” de varias de sus obras.
Su último filme, La vida de los demás, que se estrena ahora en España, recibió tres premios en el marco del Festival de Cine de Berlín celebrado en 2020, incluido el Oso de Oro a la mejor película. Se trata de un tapiz de historias, compuesto por cuatro episodios unidos temáticamente, inspirado en algunas vivencias del mismo realizador.
Rasoulof ha explicado que se encontró con uno de sus interrogadores saliendo de una oficina bancaria. Esta anécdota alrededor de la banalidad del mal, de la vida corriente y cotidiana del represor, fue uno de los detonantes de su filme. La propuesta del realizador iraní tiene un cierto aire de llamada a la desobediencia, a la toma de consciencia del cómplice que acata las instrucciones aberrantes que se le dan.
Iniciación a la resignación
En La vida de los demás, el embrutecimiento ético que supone decidir y ejecutar una muerte (aunque sea bajo la cobertura de la ley) se representa como una hiedra que se extiende y que envenena a toda la sociedad. El realizador no otorga el protagonismo a quienes van a ser ejecutados, como en Pena de muerte o Bailar en la oscuridad, miradas desde la democracia parlamentaria que se centran sobre todo en las víctimas del patíbulo. El centro del relato son personas que forman parte, de manera deseada o indeseada, convencida, acrítica, crítica o aterrada, del engranaje de las ejecuciones. Y que pueden normalizarlo hasta tal punto que participar en un ahorcamiento se convierta en una manera sencilla de conseguir un permiso de fin de semana.
La película parte de las especificidades del caso iraní, donde algunas tareas asociadas al cumplimiento de penas capitales recaen en los reclutas del servicio militar obligatorio. En eso, Irán se diferencia de la profesionalización de las muertes de estado, sea en conflictos bélicos o en ejecuciones, que caracteriza a tantas sociedades contemporáneas. Y, si atendemos a la mirada de Rasoulof, esta intervención de los jóvenes en las penas de muerte sirve de iniciación extrema en la resignación sobre el presente (y futuro) político. Como repiten varios personajes, aquellos que no cumplan con las órdenes serán represaliados y no podrán acceder a una vida plena. No se puede hacer nada, dicen. Y el realizador parece reclamarles algo más, un gesto de rebeldía aunque les comprometa.
Rasoulof pone rostro a este conflicto mediante personajes como el joven protagonista del segundo episodio. Un joven angustiado por la idea de participar en una ejecución llama desesperadamente por teléfono, intentando que una gestión o una influencia le consiga algún traslado salvador. Lucha por no tener que escoger entre devenir instrumento de una muerte o enfrentar unas consecuencias disciplinarias que pueden condicionar toda su vida.
Rasoulof aporta algunos momentos de gran belleza visual, y algunas pinceladas de refinamiento narrativo (algunas son chocantes y duras, otros son sutiles y delicadas). También usa mecanismos habituales en el cine de protesta, como varios diálogos que explicitan conflictos y emiten mensajes transparentes de llamada a la desobediencia o de crítica de la persecución de las ideologías (“una persona políticamente activa no es de fiar”, dice uno de los personajes menos modélicos de este retablo dramático). Quedan lejos los enfoques metafóricos de los primeros filmes de Rasoulof, o esas incursiones en el mundo infantil que evitaron problemas con la censura a algunos de los maestros del cine iraní.
Un drama con ‘salidas de tono’
Si algo puede criticarse (o no) a La vida de los demás es la ductilidad de la mirada de su realizador. No parece que Rasoulof pretenda construir un mundo más o menos cerrado a través de una propuesta estética y narrativa uniforme, sino que abraza una cierta disparidad. Algunos pasajes del filme, como las observaciones cotidianas del primer episodio (volatilizadas por un shock final) o la atención al paisaje de la segunda mitad del filme, pueden conectar con una tradición cinematográfica que apuesta por un cierto minimalismo narrativo.
Aún así, algunos de estos episodios incorporan escenas de atmósfera melodramática, e incluso estallidos de humor y música, que alejan la propuesta de la contención emocional que tiñe buena parte del minimalismo fílmico iraní. Mediante el desenlace del segundo episodio, que incorpora acción y otros elementos, Rasoulof se sale totalmente de los parámetros habituales en esta tendencia inconcreta. En la cuarta historia, los silencios y miradas a la espera de una explicación que las dote de sentido estimulan la curiosidad de la audiencia: se incorporan unas mesuradas dosis de intriga alejadas de las convenciones del thriller, que atañen a las cotidianidades enrarecidas por algún secreto todavía por desvelar.
En realidad, estas escapadas tonales resultan discutibles. Tienen un cierto componente disruptivo. El mismo autor boicotea la posibilidad de convertir su obra en un alegato solemnísimo, incuestionable entre comillas, contra la pena capital y la obediencia a leyes y políticas en las que no se cree. Aún así, la propuesta tiene sentido: si el realizador quiere ilustrar diversas materializaciones de una problemática similar, estas no tienen por qué respetar un tono homogéneo.
En un momento concreto, el acercamiento del realizador puede entrar en contacto con las metaficciones, tan críticas como artificiosas y también explícitamente politizadas, del mencionado Panahi. El final extrañamente feliz del segundo episodio toma el aspecto de algo impostado, ilusorio: sabemos que es un espejismo coyuntural que se disipará aunque los espectadores no lleguemos a verlo. Teniendo en consideración la propia vivencia del realizador, su mirada a la desobediencia no podía ser épica ni triunfalista, sino una llamada triste a caminar un largo y difícil camino hacia la transformación. Mientras tanto, muchos (¿casi todos?) sufren, quienes obedecen y quienes no lo hacen, una vez cae la máscara inicial de paz con la que se inicia el relato.
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