El comienzo de Roma es una declaración de intenciones desde el punto de vista visual. Arranca con un plano cenital sobre unas losas en forma de rombo, desgastadas e imperfectas. Sobre ellas, se ve una corriente de agua agitándose como si fueran las olas del mar mientras que, sobre su reflejo, aparece un avión que en ese momento surca el cielo de México. Parece la libertad, pero en realidad es el agua del cubo de la fregona de Cleo.
La última película de Alfonso Cuarón ha conquistado a la crítica y público desde que se pudo ver en el pasado Festival de Venecia, donde ganó el León de Oro a Mejor Película. Las buenas sensaciones (al menos para la mayoría) fueron confirmadas con su estreno en Netflix del pasado 14 de diciembre, que además ha servido para reabrir el debate en torno al panorama de la distribución del séptimo arte.
Pero, independientemente de si estamos ante la “obra maestra” a la que medios como New York Times apuntan, las alabanzas de la cinta también se dirigen a otro apartado más allá del narrativo: el fotográfico. El encargado de obras como Gravity, Hijos de los hombres o Y tu mamá ha utilizado el blanco y negro para hablar de un México carente de color, uno en el que diferentes tipos de desigualdades ya sean sociales, raciales o de género, están presentes.
La imagen sirve como conductor de un relato bañado de nostalgia que en realidad denuncia elementos aún de actualidad, y justo eso es lo que la convierte en fundamental. Por ello, la Casa de México (Madrid) acoge del 7 al 14 de enero una exposición con imágenes sobre la película con la que ofrece un curioso punto de vista: escenas en movimiento ahora se transforman en estáticas
Las doce fotografías y tres abstractos que componen la muestra fueron realizados por el fotógrafo mexicano Carlos Somonte, que captó los momentos más íntimos detrás de las cámaras, pero también ha sido revisada por el propio Cuarón. Y, aunque pudiera parecer extraño ver una exposición sobre una película (como también podría parecerlo ver cine en el sofá de casa), esta funciona a la perfección como ente complementario del relato audiovisual.
Si el cine son 24 fotogramas por segundo y Roma posee una duración de 135 minutos, podríamos afirmar que tiene 194.400 imágenes sobre las que detenerse y reflexionar, ya sea sobre su mensaje o sobre su magia compositiva. Porque, aunque en un principio el encargado de la fotografía iba a ser Emmanuel Lubezki (Birdman, Gravity, El renacido), al final ha sido Cuarón el responsable del tridente de la dirección, el guion y la imagen.
“No quería una película que pareciera vintage, que se viera vieja. Quería hacer una película moderna que mirara hacia el pasado”, afirmó el cineasta en una entrevista con la página de cine IndieWire. Es esa la razón por la que, incluso optando por el monocromo, decidió utilizar la calidad digital de 6.5K (6.560 x 3.102 píxeles) que ofrece una cámara como la Arri Alexa 65.
Además de la resolución, el dispositivo también cuenta con un gran rango dinámico que sirve para apreciar toda la gama tonal de grises entre el punto más blanco y el negro absoluto. Es, precisamente, lo que distinguió a fotógrafos míticos de la era monocromática como Ansel Adams, reconocido por una técnica de exposición que ampliaba notablemente la riqueza visible de sus paisajes.
Sin entrar en spoilers, se podría decir que una de las escenas más potentes de Roma se sitúa a final, en un espacio abierto. Sin embargo, aunque como espectadores podríamos pensar que fue la más difícil de rodar, la verdadera complejidad se encuentra en momentos a priori menos llamativos. “Lo más complicado fue hacer cosas simples, como un movimiento circular dentro de la casa. Cuando Cleo apaga las luces tenemos 45 tomas diferentes con la cámara, ya que esta no puede estar en un único lugar”, explica el director en la entrevista sobre la dificultad de grabar en espacios pequeños.
Son instantes, fragmentos de la totalidad de un discurso sobre la clase más desfavorecida de México que adquieren valor a través de miradas reveladoras como la de Cleo. Y, por eso, nunca está de más dar al pause para apreciar la majestuosidad fotográfica en todo su esplendor.