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La conciencia de clase o cómo un koala encuentra su eucalipto

Ilustración de Fede Yankelevich

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¿La conciencia de clase es un concepto superado? Lo lógico sería pensar que quienes la necesitan para dignificar sus condiciones de vida deberían ser los más interesados en defenderla. Eso no presupone que no la reivindiquen también aquellos que por origen o trayectoria puedan prescindir de ella porque les irá igual de bien. De hecho es indispensable que al menos una parte también la haga suya. La cuestión, para la que cuesta encontrar respuestas claras, es por qué hay trabajadores que consideran que la conciencia social no tiene sentido y que puestos a elegir prefieren ubicarse entre los desclasados.  

Karl Marx acuñó la tesis de la conciencia de clase como la fórmula para que el proletariado se organizase y, a partir de ahí, combatir la explotación y evitar la alienación. La premisa era que si se tenía claro que se pertenecía a este grupo era más fácil poder defender los intereses propios y comunes. Desde entonces la sociología ha examinado, desarrollado y en algunos casos también destripado un concepto en permanente evolución. ¿Ha variado hasta el punto de que no tenga sentido o más bien es todo lo contrario y la globalización lo convierte en más irreemplazable que nunca?

“La conciencia de clase hay que trabajarla y educarla, y necesita una organización que le dé continuidad, que asimile sus experiencias, que aprenda de los aciertos y errores: un sindicato como expresión básica de lucha contra la explotación, una organización política para cambiar la sociedad u otras organizaciones sectoriales, de mujeres, de jóvenes, etc.”, defiende el sindicalista Miguel Salas en un artículo en el que recuerda a Gramsci cuando escribió que las ideas no viven sin organización. 

Pero los sindicatos, otrora imprescindibles en la defensa de la clase trabajadora, también han evolucionado. Según datos de la Organización por la Cooperación y el Desarrollo, desde el 2009, cuando la tasa de afiliación era del 18,3%, el porcentaje ha ido bajando en España hasta situarse en el 12,5% del 2019. 

El director de la Escuela de Trabajo de CCOO y columnista de este diario, Joan Coscubiela, recuerda que la clase obrera y sus luchas han sido un factor clave de las grandes conquistas de civilización del siglo XX. Las que comenzaron siendo reivindicaciones de un sector de la sociedad se convirtieron de la mano del sindicalismo en grandes avances de civilización, como son la educación, la sanidad pública universal o las pensiones. De la misma manera que lo es el feminismo al convertir reivindicaciones de género en conquistas de ciudadanía.

Ahora bien, Coscubiela advierte de que, como en tantas otras cosas, tendemos a analizar la clase obrera con ciertas dosis de nostalgia o incluso melancolía. Una nostalgia, añade, de lo que nunca fue.

Para Coscubiela existen dos maneras de acercarse a esta crisis: “Los análisis judeo-cristianos que buscan culpas y culpables. Estos están muy presentes en cierta izquierda. Y después existen los análisis más basados en el prisma marxista, los que buscan explicaciones en los cambios de las condiciones materiales de producción que acaban incidiendo en las estructuras sociales”.

Del taylorismo a los 'chavs'

La clase obrera de la industrialización es hija del “taylorismo industrial” que consiguió aumentos de productividad, captura de la plusvalía del trabajo y su control social a partir de la concentración en lugares físicos de los trabajadores. Las grandes fábricas agrupaban a obreros que tenían las mismas condiciones de trabajo, horarios iguales e incluso vivían en los mismos barrios o colonias industriales. Este entorno propició la cohesión material de intereses y a partir de ahí la cohesión ideológica.

“El taylorismo industrial de las grandes fábricas es a la clase obrera lo que los bosques de eucaliptus a los koalas, el entorno imprescindible para su vida y supervivencia”, señala Coscubiela con la ilustrativa metáfora que hemos tomado prestada para titular este artículo.  

Del taylorismo industrial se ha pasado a uno digital, con una mayor dispersión del ámbito laboral cuyo máximo exponente es el teletrabajo (que también tiene sus ventajas, claro). En la escuela de formación de CCOO es una cuestión que han analizado y teorizado: “El taylorismo digital fragmenta los trabajos y la vida de las personas lo que dificulta la agrupación de intereses, reivindicaciones y organización y propicia la desvertebración social”.

Siguiendo con la metáfora del koala, el sindicalismo del siglo XXI está en proceso de búsqueda y construcción de sus particulares bosques de eucalipto, los que le permitan la organización del trabajo y sus conflictos en el marco de una sociedad cada vez más digital. A los sindicatos les toca o tocaría estructurar lo que otros se empeñan en desvertebrar. 

Si a estas dificultades se le suma el interés por desprestigiar las reclamaciones de los trabajadores aparece el concepto de ‘chavs’, la palabra que Owen Jones puso de moda en el libro en que diagnosticaba cómo se estaba demonizándoles en Gran Bretaña. “Cuanto más desigual es la sociedad, más necesitas denostar a la clase obrera para justificarlo. El caso del Reino Unido es clave porque es mucho más acuciante especialmente a partir del thatcherismo, donde se produce este cambio en el que la pobreza y la desigualdad ya no se presentan como problemas sociales sino como fracasos individuales”, describía Jones en esta entrevista publicada en elDiario.es en el 2014. La cosa desde entonces, Brexit mediante, ha empeorado. 

El escritor y uno de los pensadores de referencia de la izquierda británica considera que es un fenómeno que va más allá de sus fronteras porque responde a unas desigualdades cada vez más galopantes. Owen defiende que cuando la izquierda reclama más impuestos a los ricos, muchos medios de comunicación (en España son mayoría) rebaten la idea fomentando la envidia. Y añade que lo mismo ocurre con la inmigración porque se visibilizan más los casos de migrantes que consiguen ayudas sociales y eso solo contribuye a fomentar un discurso racista. Pocas semillas germinan tan bien para la extrema derecha.

La sociología francesa, desde Pierre Bourdieu (1930-2022) y sus famosos ‘habitus’, los principios que, según este intelectual, nos predisponen a actuar e identificarnos con un determinado grupo social, a Didier Eribon, lleva décadas analizando cómo es nuestro comportamiento en relación a las estrategias de clase.

En ‘Regreso a Reims’ (Libros del Zorzal), un ensayo que Eribon publicó en el 2009 y que el año pasado fue adaptado para un documental, el autor explica cómo decidió convertirse en un “tránsfuga de clase”, establecer una distancia con su clase de origen, una familia trabajadora, y escapar del entorno social de su infancia y adolescencia. Se instaló en París y probó las mieles de la burguesía, con preocupaciones que nada tenían que ver con convocar huelgas y temer un despido. Es “la distancia de clase” que tan bien ha retratado la premio Nobel Annie Ernaux en libros como ‘El lugar’ (Tusquets, 2020).   

‘Regreso a Reims’ no solo explica cómo alguien puede renegar de sus orígenes sociales (y en su caso desandar después el camino para reconciliarse con ellos) sino que se adentra en un fenómeno que debería inquietar a cualquier persona que se considere progresista: ¿Cómo una familia que durante décadas se había definido como comunista, en el sentido en que la referencia al Partido Comunista constituía el horizonte incontestable de la relación con la política, se transformó en una familia a la que le pareció posible, e incluso casi natural, otorgar su voto a la extrema derecha? El sociólogo francés se plantea la pregunta lógica que se deriva de la anterior: “¿Qué abrumadora responsabilidad tiene la izquierda oficial en este proceso?” 

No es la única explicación, ojalá con una ya estuviese resuelto, pero entre las respuestas que se apuntan en el mismo libro está que aquellos que desde arriba decían en su juventud que ayudarían a los de abajo acabaron en los lugares a los que estaban predestinados y se acomodaron al orden social ventajoso que les beneficiaba. Así que tal vez sea verdad la anécdota que se atribuye al escritor Marcel Jouhandeau. Se cuenta que cuando vio pasar una comitiva de estudiantes durante el Mayo Francés les gritó: “¡Váyanse a sus casas! En veinte años, todos ustedes serán notarios”. Quien dice notarios dice abogados, profesores universitarios, políticos o periodistas que han acabado pensando más en los gobernantes que en los gobernados. 

Los conflictos sociales no han desaparecido. Probablemente de lo que se trata es de aprender a afrontarlos en el hábitat de nuestro siglo y entender que en el nuevo bosque de eucalipto el individualismo y las reivindicaciones fragmentadas debilitan a los más débiles, aquellos que no pueden permitirse no tener conciencia de clase.

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