Lo que Mary Beard nos enseñó sobre la misoginia clásica (y la actual)
“Madre”, dijo Telémaco, “vuelve a tu habitación, a tus labores con el telar y el huso. El discurso será un asunto de hombres”. Para la historiadora británica Mary Beard, La Odisea fue el primer manifiesto de dominación masculina sobre la libertad de expresión de la mujer. En griego, además, las declinaciones del idioma se prestan a una discriminación todavía más sangrante. Homero hace uso de la palabra muthos, donde separa las interesantes reflexiones masculinas del cotorreo pueril de las señoras.
La reciente ganadora del premio Princesa de Asturias recorrió las vergüenzas clásicas en su conferencia Venga, cállate querida, impartida el año pasado en el British Museum. La intención de Beard era evidenciar que la brecha que nos separa de ciertos comportamientos misóginos de la antigüedad no es tan amplia. No pretendía comparar la violación de Tereo a Filomela -y su brutal técnica de prevención posterior- con los abusos actuales. Pero Las metamorfosis de Ovidio le sirvieron para dar un salto a la actualidad y denunciar casos de machismo expreso, como el de la comentarista deportiva Jacqui Oatley o el suyo propio.
“No importa mucho la línea de argumentación que tomemos. Si una mujer se aventura en un terreno tradicionalmente masculino, el abuso llegará de todos modos”, dijo en referencia a los ácidos comentarios que recibió tras su charla. El patrón con el que mide las reacciones y los prejuicios de sus detractores no distan mucho de esas conjeturas históricas. En la conferencia, Mary Beard instó a no acomodarnos en el significado despectivo de la palabra 'misoginia'. No hace falta que les corten la lengua como a Filomela para que las mujeres sigan pagando un alto precio por subirse a un atril.
“En ocasiones describen sus intervenciones como estridentes o chirriantes. Un modismo que nos vuelve a posicionar en el ámbito doméstico”. La académica siempre ha sostenido que debemos reeducarnos como oyentes, ya que solemos atribuir más autoridad a una voz varonil que a la entonación femenina. Por eso Margaret Thatcher tomaba lecciones vocales con el objetivo específico de que su voz fuera más grave. En definitiva, como afirmó un gurú en el siglo II de nuestra era, “una mujer debería abstenerse de exponer su voz ante los desconocidos como se abstendría de quitarse la ropa”. Beard pone al día una tradición milenaria que no se esfumó con las escuelas filosóficas ni con el Senado romano.
Esta visión provocadora no se circunscribe al ámbito de la mujer y eso tampoco levanta pasiones entre los puristas de la historia. La estudiosa prefiere derribar pedestales antes que asumir como ciertas las verdades heredadas de la cultura popular. Reivindica que el deber del académico es hacer complicado lo sencillo y bucear por las preguntas más incómodas.
En El triunfo romano, dedicaba unas páginas a los olvidados entre Julios César y Virgilios, o a los detalles prosaicos de las lujosas fiestas del Imperio. ¿Quiénes eran los que limpiaban el destrozo al día siguiente o los espectadores del circo romano? Los profanos en la materia no se preguntan por estas cosas, ni por si les olía el aliento a los habitantes de Pompeya. Pero Los fuegos del Vesubio: Pompeya perdida y encontrada daba respuestas a cuestiones nunca planteadas, como la carencia de gentrificación en la ciudad. Aunque quizá lo que más le divierta sea encontrar nexos de unión en el humor con aquella remota civilización En su último libro, La risa en la Antigua Roma, Beard explora los chistes de calvos o la susceptibilidad de los antiguos ante las bromas pesadas.
Animal televisivo
El enfoque proletario de la historia le imbuyó desde sus más tiernos años en la universidad de Newnham College, en Cambridge. No así el feminista. Mary Beard pertenece a esa hornada de estudiantes que alcanzaron la mayoría de edad entre los movimientos feministas británicos de los años 60. Sin embargo, no comenzó a especializarse en las cuestiones de género clásicas hasta que comprobó que sus compañeros hombres discutían su propia capacidad académica.
Pronto se descubrió como un referente de constancia y entrega para mujeres de todas las edades y todas las partes del mundo. Su editor en el Suplemento Literario del Times, donde trabaja como columnista de clásicos, ha contado varias veces como anécdota que las colegialas se le acercan para hacerse fotos después de los coloquios. Su blog A Don's Life se convirtió en el vademécum de los novatos que buscaban perder la aversión a la literatura clásica y, de paso, reconocer los gazapos de los culturetas de palo.
Aunque el verdadero trampolín a la fama llegó con el programa de documentales de la BBC, Meet the Romans. Sus tres episodios fueron más que suficientes para transformar su plató en prime time en un campo de minas. Acostumbrada a pasar 13 horas al día entre montañas de papeles y estanterías de biblioteca, esta oportunidad mediática fue una manzana envenenada. El crítico televisivo AA Gill afirmó sin pudor que su aspecto físico no estaba al nivel de la pequeña pantalla. Beard no se quedó de brazos cruzados y contraatacó en un medio familiar donde se desenvuelve como pez en el agua: el papel. “Como el señor Gill no fue a la universidad”, escribió en el Daily Mail, “nunca aprendió el rigor de argumentación intelectual, simplemente cree que puede hacer pasar los insultos como ingenio”. ¿Demasiado fea para la televisión? No, demasiado inteligente para hombres que temen a las mujeres con cerebro, tituló la columna.
Desde entonces, la historiadora ha sembrado una reputación polémica que, a su vez, le proporciona el altavoz para denunciar los ataques sexistas de la dictadura televisiva. “Lo que me gusta de hacer documentales es que no necesito llevar una talla cero o tener un aspecto diferente al de una mujer de 60 años”, escribió en su mordaz réplica. Sin embargo, lo más insoportable estaba por llegar.
La vejez es belleza y sabiduría
El perfil divulgativo y costumbrista de Mary Beard, sumado a su apariencia amable, hace pensar que no es la típica presa del sector más carroñero de Internet. Pero en 2013, cuando apareció en el programa Question Time, fue consciente del filón que encuentran los misóginos dentro de la burbuja de cristal de Twitter. Las críticas no perdonaban su pelo gris desenfadado, la imperfección de sus dientes o su estilo colorido y extravagante. Pero los peores comentarios ni siquiera escondían su odio detrás de los insultos superficiales. “Te voy a cortar la cabeza para violarla después”, decía uno de los tweets que denunció.
Lejos de utilizar esta horda de ataques para reforzar una imagen de víctima tremendista, decidió predicar con el ejemplo de la comprensión. Ante el mensaje “puta apestosa. Seguro que tu vagina da asco”, Beard respondió con más estrategia que los militares del Imperio romano. Localizó al imberbe autor y tuvo una larga conversación con él, que culminó con una imploración de perdón casi de rodillas. La académica repitió el procedimiento una y otra vez, para después colgar el resultado de las charlas en su blog. “Reconocemos la fragilidad humana entre la gente que es inteligente y buena, pero que a veces hace cosas muy estúpidas”.
Un informe de la organización Trabajando para Frenar el Abuso Online reveló que el 72.5% de las personas que han sufrido un ataque por la Red son mujeres. Con estos datos en la mano, Beard lanzó una campaña para combatir el acoso con más mujeres que contribuyan al debate público. Que lancen su mensaje político sin achicarse en medio de la jauría de voces masculinas de la Cámara de los Comunes. Que no enmudezcan ante cada “cállate, puta”. O incluso ante la condescendencia de un “lo siento, cariño, pero no lo entiendes”. En definitiva, para desligarse de una herencia arcaica y resonar hasta en los foros romanos y las ágoras griegas.