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Ante el agotamiento de la autoficción, la literatura se encamina desde el presente hacia el pasado

Portada de 'El futuro futuro', la última novela de Adam Thirlwell

Cristina Ros

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En los últimos años, entre las novedades de narrativa han proliferado la autoficción y sus derivados. Sin embargo, en lanzamientos más recientes se empieza a observar un cambio de tendencia. Los británicos Adam Thirlwell y Zadie Smith, que durante años apostaron por una literatura apegada al presente, se han trasladado al pasado en sus obras más recientes, El futuro futuro (2023) y La impostura (2023), respectivamente. No son los únicos: Kate Atkinson y Maggie O’Farrell, que se dieron a conocer con historias contemporáneas, han indagado en el pasado: Atkinson en la primera mitad del siglo XX en novelas como Una y otra vez (2013) o Los templos del júbilo (2022), y O’Farrell en el entorno de Shakespeare (Hamnet, 2020) y la Italia renacentista (El retrato de casada, 2022).

En España, Sergio del Molino, uno de los autores que suele partir de su experiencia personal al abordar sus libros, se sumerge en un episodio poco conocido de la historia española en su reciente premio Alfaguara, Los alemanes (2024).

¿A qué se debe este giro? Se podría aventurar que está ligado a la veteranía: Hilary Mantel publicó novelas como La jaula de cristal (1988) o Experimento de amor (1995), de corte más actual, antes de consagrarse a la narración histórica con su aclamada trilogía de Thomas Cromwell (2009-2020). En España, está el caso de Almudena Grandes, que comenzó escribiendo sobre las mujeres de su generación para más tarde entrar a fondo en la Guerra Civil (El corazón helado, 2007) y la posguerra (Episodios de una Guerra Interminable, 2010-2020).

No es tan extraño que, cuando se tiene más experiencia y, con suerte, seguridad económica, el autor pueda dedicar más tiempo a la investigación y la planificación que requiere un proyecto de esta envergadura.

Nuevas voces, nuevos caminos

Pero la noticia es que no solo lo están haciendo los autores asentados: cada vez son más los escritores milenial (e incluso Z) que se alejan de la autoficción. Este año han aparecido en España La península de las casas vacías, una Guerra Civil en clave de realismo mágico de David Uclés; Libro de los días de Stanislaus Joyce, del debutante Diego Garrido, que se pone en el lugar del hermano de James Joyce; y Los escorpiones, de Sara Barquinero, que, aparte de situar una parte en la Italia fascista, en conjunto se aleja a conciencia de los parámetros de la autoficción.

Y no hay que olvidar a un autor algo mayor que ellos, Juan Gómez Bárcena, que lleva toda su carrera desmarcándose de sus coetáneos con novelas de alta complejidad inspiradas en episodios del pasado, tan diferentes como un (falso) amor de Juan Ramón Jiménez (El cielo de Lima, 2014), el regreso de un hombre a casa tras el Holocausto (Kanada, 2017) o la historia de su pueblo (Lo demás es aire, 2022).

Sin hacer novela histórica como tal, las catalanas Núria Bendicho Giró e Irene Solà se decantan por explorar territorios rurales en marcos pretéritos, la primera con Tierras muertas (2021), una novela con ecos de William Faulkner y Víctor Català; y la segunda con su imaginario de lo mítico, que, en su obra más reciente, Te di ojos y miraste las tinieblas (2023), recorre la estirpe de las mujeres condenadas por brujería. Esto último también lo hace, a su manera, la gallega Ledicia Costas, que después de dos novelas situadas en la actualidad ha decidido cambiar de registro y rendir homenaje a las mujeres incomprendidas del siglo XIX con Piel de cordero (2024).

Revisar la Historia con mirada contemporánea

“Quizá a los escritores a los que nos pilla lejos aquello escribimos con mayor libertad que los de generaciones anteriores, que cargaban con mochilas hereditarias, silencios o complejos por no saber cómo abordar el tema”, señala Uclés en una entrevista previa con elDiario.es sobre los motivos de interés por el pasado. Esto explica que se puedan tratar asuntos que eran un tabú o que carecían de interés hasta que movimientos como el #MeToo o el #BlackLivesMatter los pusieron en el centro. El hecho de que O’Farrell imagine lo que pudo sentir una Lucrecia de Médicis adolescente al ser casada por la fuerza nos habla sobre todo de nosotros mismos, de nuestra forma de estar en el mundo. Por mucho que la recreación de la época procure ser fiel, la voz que nos habla es de un narrador de hoy; y la fuerza de una creación está en eso, en la voz singular de su autor, en lo que nos enseña a mirar.

En ocasiones, no obstante, esa ambientación exacta salta por los aires a favor de la experimentación, como hace Uclés con el realismo mágico. Este autor jiennense ha querido crear surrealismo desde lo cotidiano, “invertir ciertas lógicas como lo hace la pintura de Magritte o Maruja Mallo”, señalaba en la citada entrevista.

Realidad e invención se mezclan también en la mordaz novela de Thirlwell, que se inspira en los autores del boom latinoamericano en su capacidad para juguetear con el pasado, incluso cambiarlo. En una entrevista reciente, el británico reflexiona sobre la perspectiva que tenía su generación sobre la relación de la sociedad con la Historia, sobre cómo se han pasado años burlándose de la obsesión británica con la novela histórica. Su aproximación al pasado rompe con esos esquemas; de hecho, lejos de venerar a un personaje o una gesta, su ficción está impregnada de debates actuales, desde la emancipación de las mujeres o el cambio climático.

Más allá de uno mismo

Es posible que estas tendencias también surjan como reacción a una saturación del individualismo contemporáneo, que no solo se aprecia en la literatura y las artes, sino que abarca todas las facetas de la vida. Pensar en cómo se sintió alguien en otra época, otra cultura, conlleva un ejercicio de empatía, aunque luego el narrador le conceda algunos rasgos propios. Tanto para el creador como para el lector, en cualquier caso, viajar al pasado es un modo de escapar un rato de sí mismo. Cada vez se habla más de la necesidad de aprender a gestionar el tiempo y regular el uso de las pantallas; en este sentido, una novela ambientada en el pasado no deja de ser un retorno al mundo analógico, cuando se escribían cartas y las relaciones se forjaban en persona (aunque, en última instancia, los conflictos existenciales no fueran tan distintos de los nuestros).

Con todo, no es imprescindible irse tan lejos para ampliar la mirada, como demuestra Barquinero. Su novela conecta de lleno con las nuevas generaciones al plantear temas que les atañen, como la salud mental, internet o los abusos del capitalismo, pero no lo hace con las fórmulas de la autoficción, sino que busca un retorno a lo colectivo, a pensar de manera transversal en las carencias del sistema y no vernos tanto como víctimas individuales. Una de sus ideas clave es que “todos nos damos mucha más importancia a nosotros mismos de la que tenemos en el mundo”, que choca con la preeminencia del yo en el discurso. Su propuesta, de fuerte calado filosófico, invita a relacionarnos de otra forma con el presente y la sociedad.

La extensión de la mayoría de estas novelas –la de Barquinero supera las 900 páginas– también nos dice algo: son proyectos a fuego lento, trabajados durante años. Las autoficciones, con Annie Ernaux a la cabeza, suelen ser más bien breves; y, si bien no se pueden extraer conclusiones basadas en una correlación entre tiempo invertido y resultado final (por no hablar de que algunas novelas cortas tardan mucho en escribirse), como mínimo se puede decir que estos autores no tienen prisa ni son perezosos. Y esto, en el contexto actual, sí es una novedad.

El tiempo dirá si se consolida esta tendencia entre los nuevos narradores o las novelas de Barquinero, Uclés y compañía son una rara avis en el panorama editorial. Sea como sea, se agradece encontrar propuestas variadas en las mesas de las librerías, más todavía cuando vienen de voces jóvenes y ambiciosas que arriesgan desde el principio. Ahora la valentía (creativa) no está en abrirse en canal para contar cuánto has sufrido, sino en explorar caminos poco trillados y recuperar aquellos que habían pasado a un lugar secundario. Al fin y al cabo, la literatura no la hace quien repite una fórmula, sino quien da un paso adelante (aunque le salga algo torcido).

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