Ariana Harwicz: “Es mal síntoma que a un artista lo quiera todo el mundo, que no tengan un enemigo”
Recién llegada a Barcelona, Ariana Harwicz entra en la sede de la editorial de Anagrama sin dar oportunidad al silencio. La escritora argentina es toda palabras y seguridad en sí misma, aunque asegura que todavía no sabe qué decir sobre su última novela, Perder el juicio, porque es la primera entrevista que concede. Muestra como prueba las notas que ha tomado durante el viaje en avión para prepararse, garabateadas en esas bolsas de papel que las aerolíneas ponen a disposición de los pasajeros que necesiten vomitar. Se quedan encima de la mesa pero no les echa ni un vistazo durante la conversación porque, en realidad, tiene su discurso bien armado. Con este libro vuelve a la narrativa de ficción después de la publicación, el año pasado, de su ensayo El ruido de una época (Gatopardo) y a la editorial que recopiló sus tres primeras novelas en el volumen Trilogía de la pasión en 2022.
Esta nueva obra, protagonizada por una madre que está dispuesta a hacer todo lo necesario para recuperar la custodia de sus hijos, ya tiene prevista su adaptación al teatro y al cine. Sigue el camino de Matame, amor, su ópera prima, que está en proceso de convertirse en una película producida por Martin Scorsese, dirigida por Lynne Ramsay y protagonizada por Jennifer Lawrence. Se supone que el guión ya está preparado y que el filme verá la luz en 2025, pero Harwicz aún no ha podido ver nada, aunque hace tiempo que firmó los papeles de cesión de derechos. “Que esa obra creada como un monstruo en la intimidad llegue a esta directora y que la haya leído Scorsese es un milagro para mí”, afirma.
Harwicz reescribió Perder el juicio tres veces antes de publicarla. En un principio, todo el libro era un diálogo entre una pareja heterosexual, casi más una obra de teatro que una novela. El resultado no le convenció, así que decidió tomar la voz del hombre para contar la historia pero tampoco se quedó satisfecha, así que finalmente utilizó la voz femenina como narradora. “Desde el punto de vista del personaje mujer me es más fácil encontrar su maldad, su criminalidad, que sea víctima y victimario a la vez”, explica. Su protagonista está acusada de ‘violencia marital agravada por presencia de los menores’ y lleva a cabo toda una serie de hechos delictivos para conseguir su objetivo sin pensar en las consecuencias más allá de cómo puede esquivarlas.
La capacidad del ser humano para traspasar los límites de lo moralmente admisible es uno de los temas centrales de la novela. “¿Es capaz una mujer de autoarañarse para mostrarle a la policía que su marido la rasguñó cuando fue ella misma?”, plantea la autora. “Por supuesto que sí, es capaz de eso y muchísimo más. Y los hombres también. Me gusta explorar esa parte de thriller de los matrimonios, personas aparentemente normales son capaces de actos absolutamente impensables. Esa es la hipótesis siempre de mis personajes”.
En esos actos difíciles de imaginar en un adulto funcional también entra el del abandono del hogar, un asunto que obsesiona a la escritora, que cada día busca en Google a personas desaparecidas sin causa aparente. “En Francia sobre 40.000 personas al año desaparecen de sus familias, sobre todo mujeres. Y llega un momento donde se cierran los expedientes porque se ha descartado toda pista criminal: no la violaron, no la mataron, no la secuestraron. Se fue por motu propio”, desarrolla. “Por qué un día una madre que ha sido ejemplar, no monstruosa, un miércoles a la tarde se va y deja dos hijos a la salida de la escuela. Esa deserción familiar no es la trama de mi novela, pero me inspiró un poco”.
Todas las novelas de Harwicz parten de un lugar pequeño y asfixiante. Sus personajes no están en grandes ciudades sino en atmósferas cerradas como las que se pueden dar en el campo. La escritora cita la frase “pueblo chico, infierno grande” [que también es el título de una telenovela mexicana] para describir esos escenarios. En este caso, la protagonista huye de la granja donde vive con su marido y su familia política, que no la aprecia especialmente porque es, entre otras cosas, extranjera y judía. Esos datos remiten, aunque sea de pasada, a la vida de la autora, que vive en una zona rural a 200 kilómetros de París y que pasó por un divorcio encarnizado en los tribunales.
El deseo de destrucción del otro no tiene que ver con el género. Ojalá no fuese así porque entonces estaríamos a salvo entre mujeres siempre
“Todas mis novelas tienen la misma condición genética: todas son absolutamente autobiográficas y no lo son en absoluto”, aclara, “hay como una sobreimpresión entre la vida y la literatura. Nunca lo sé explicar bien, pero esta novela no hubiera existido sin mi recorrido judicial y a su vez, todo es totalmente mentira”. La ruptura de su matrimonio se complicó y se convirtió en una guerra en los tribunales, en donde descubrió que su condición de “no francesa” no inclinaba la balanza precisamente a su favor como le sucede, en cierta medida, a la narradora del libro.
“Me da como pereza decirlo, pero justo me tocaron jueces misóginos, racistas. antisemitas y yo tenía todo: escritora, mujer, judía”, comenta. La experiencia le permitió comprobar, según dice: “Toda la impostura de la época, que siempre es algo que me interesa. A mí me tocó una jueza y fue peor que a veces los jueces hombres. El deseo de destrucción del otro no tiene que ver con el género. Ojalá no fuese así porque entonces estaríamos a salvo entre mujeres siempre. El submundo judicial francés, en una época donde se dice feminista, a veces parece siglo XIX”.
Las ganas de incordiar
Una de las frases que más ha destacado de su ensayo El ruido de una época ha sido: “Escribir sin ofender a alguien es un oxímoron”. Una afirmación que más bien es una declaración de su intención de prender la mecha de la polémica. La autora está convencida de que en el siglo XX la discusión de los intelectuales estaba mucho más viva que ahora, cuando la inercia tiende a buscar el consenso y a no llamar la atención adoptando posturas que ella considera incómodas. “Es mal síntoma que a un artista, un escritor, un intelectual, un historiador lo quiera todo el mundo, que no tengan un enemigo, un contrincante, un adversario enemigo”, afirma. “No quiere decir que te ponga una pistola en la cabeza o que te amenace de muerte, que está tan de moda, sino un enemigo en el sentido de que te dispute, que te critique. Es imposible escribir sin ofender en el sentido de que todo verdadero libro interpela a alguien y hackea una sensibilidad”.
Harwicz considera que expresar esas ideas que no están dentro de lo que ella cree que se considera aceptable supone exponerse al riesgo del linchamiento en las redes sociales, a la persecución, las amenazas o la censura. “Antes no teníamos ese alter ego en las redes, no estábamos sopesando cada palabra porque igual te tildan de antisemita o, al revés, de islamofóbica. Que no te toque un epíteto maldito de la época, porque no te lavas la imagen más. Para que no te pase eso se piensa con menos riesgo”, afirma. Ella trata de luchar contra el miedo porque más que a los insultos, tiene temor a sentir aversión por sí misma. “Me daría asco ser ventrílocua de la época. Si adoptas el lenguaje de esta época, el lenguaje del consenso, el que se habla en redes, estás a salvo pero hay que inventar otra lengua porque esa está trucada”, declara.
Los autores saben lo que tienen que hacer para sobrevivir, ser elegidos, ganar premios, qué políticas apoyar y qué omitir. Unas muertes se denuncian, otras muertes no
Pero ¿realmente es esta época en la que reina el consenso cuando ‘polarización’ fue la palabra del año 2023 para la FundéuRAE? “El mundo elige quién es la víctima y quién es el victimario. Y tomas riesgos si dices que para ti la víctima no es la que dicen. La narrativa de una época siempre va a ser una narrativa predominante y correrse de eso da miedo, porque te ponen ese epíteto maldito y estás marcada, es la lepra del siglo XXI”, comenta. “Decíselo a J. K. Rowling (autora de Harry Potter). Ya sé que es megafamosa y hay casos mucho peores porque ella tiene poder, pero es un ejemplo grande. No sé si en España, pero en Francia está la cultura de la amenaza de muerte. Se volvió, que no sé si nunca se ha ido, a la judicialización de la literatura, los pensamientos”.
Asimismo, la escritora afirma que hay listas negras pero que ya no son “rústicas como las del MaCartismo o de Stalin” sino que funcionan con más sutileza. Ningún editor o agente de prensa le susurra a un autor en una feria del libro que no hable de algún tema porque: “Hay métodos mucho más eficaces e internos. Los autores saben lo que tienen que hacer para sobrevivir, ser elegidos, ganar premios, qué políticas apoyar y qué omitir. Unas muertes se denuncian, otras muertes no. Yo valoro mucho el coraje, aunque no esté de acuerdo”.
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