Los días previos a la entrega del Nobel de Literatura había quienes tenían claro, más que ninguna otra cosa, que había muchas probabilidades de que el galardón se lo llevara una mujer, cercana al feminismo, muy crítica, no europea y, a poder ser, que no fuese blanca. Así lo expresaron en artículos de opinión y en las redes sociales: este año ganará la corrección política. La fuerza de esta conclusión, supuestamente, descansaba en el hecho de que el jurado se sentiría bastante más cómodo premiando a este perfil, ajustándose a la “corriente de pensamiento”, al puritanismo progresista posterior al movimiento #MeToo.
Paradójicamente, el razonamiento se sostenía en que el año anterior –después de la suspensión del Nobel de 2018 por un escándalo de abusos sexuales– la gente, en general y sin matices, se había cabreado porque los ganadores no encajaban para nada con este perfil. Y los del año anterior tampoco. Ni el otro. Ni el otro. Era un giro argumental sorprendente, pero más habitual de lo que parece: las críticas por parte de unos pocos eran tratadas como un intento de censura que amenazaba la libertad de expresión.
Pero lo más preocupante es que esta forma de pensar, perpetuada en una rentrée literaria más bien reaccionaria, trata el reconocimiento a las escritoras como un cupo para contentar al feminismo. Como una concesión política que atenta contra las sagradas reglas del arte. Como estar atrapado en la trampa de la diversidad. Así, no solo se está negando la existencia del machismo literario –y se tacha de victimismo cualquier intento de hacerlo explícito a través de la escritura–, sino que además se invalida el papel público que muchas escritoras han tenido estos últimos años. En el mejor de los casos, se las ve como parte de una moda puramente comercial, válidas solo durante un tiempo; en el peor, se degrada su escritura a un plano no literario, puramente confesional, intimista, introspectivo, asumiendo que esa primera persona del singular no tolera la invención, el artificio o la imaginación.
Frente a la recuperación de tópicos misóginos, celebrar el día de las escritoras –y alargar el #LeoAutorasOct tanto como sea posible, ampliando las listas de recomendaciones– sigue siendo, por desgracia, una necesidad. Igual que sigue siendo una necesidad reivindicar la fuerza artística de ese “yo”, puesto en entredicho una y otra vez. Por ello, aquí va una selección de novedades que transitan entre las memorias y el ensayo autobiográfico, entre la autoficción y el testimonio, que demuestran, una vez más, que lejos de ser la corriente dominante, la imposición autoritaria de la nueva corrección política, sus voces siguen remando a contracorriente para superar la censura y llegar a ser publicadas, incluso si eso implica salir del circuito literario mainstream.
El consentimiento, de Vanessa Springora (Lumen)
Es difícil argumentar contra la existencia del machismo literario cuando se publican libros como El consentimiento, donde se relata con una minuciosidad prodigiosa la complicidad de la industria editorial –en este caso, de la industria editorial francesa– con el abuso sexual a una menor. Vanessa Springora tenía catorce años cuando cayó en las manos de Gabriel Matzneff, un escritor e intelectual que por aquel entonces tenía cincuenta y un largo historial de relaciones con menores.
El desconocimiento nunca fue una excusa: sus colegas escritores y periodistas celebraban con espíritu de incorrección las conquistas de Matzneff, que llegó a estar con niños y niñas de 11 años. Incluso la prestigiosa editorial Gallimard recuperó en 2005 las memorias de Matzneff, Los menores de 16 años, donde narraba estos encuentros sexuales, con un nuevo prólogo en el que el pedófilo afirmaba que no cambiaría ni una coma de lo escrito.
Dado este contexto de impunidad, se entiende que solo ahora haya podido publicarse un testimonio como el de Springora, que expone un dolor que todavía la abrasa: la ley francesa sigue sin estipular una edad para el consentimiento y Matzneff sigue teniendo una tribuna en los periódicos desde donde la ataca a ella y al 'nuevo puritanismo feminista' con asiduidad. Allí mismo también reivindica su papel de víctima junto a Woody Allen y Roman Polanski.
Por suerte, la escritura ha permitido a Vanessa Springora romper con el silencio, reapropiarse de una experiencia que es tanto personal como colectiva y abandonar definitivamente el sentimiento de culpa que la había acompañado este tiempo: “llevo muchos años dando vueltas en mi jaula, albergando sueños de asesinato y venganza. Hasta el día en que la solución se presenta ante mis ojos como una evidencia: atrapar al cazador en su propia trampa, encerrarlo en un libro.”
Mestiza, de Maria Campbell (Tránsito editorial / Club Editor)
“Yo no estoy resentida. He superado el rencor. Solo quiero explicar cómo eran las cosas, cómo han sido hasta ahora. Sé que nuestra pobreza no es solo nuestra”. Esta es la respuesta de Maria Campbell a un amigo que le pide que le escriba un libro alegre, menos brutal, con un testimonio algo más amable sobre sus años de juventud. Y en estas pocas palabras de Campbell se cifra el espíritu combativo y sereno de Mestiza, unas memorias impresionantes sobre la opresión colonial sufrida por los pueblos indígenas en Canadá.
Su testimonio –que es también el de su pueblo– resulta desgarrador, tanto por aquello que narra –el racismo, la miseria económica, la adicción al alcohol y las drogas– como por la manera en que lo narra, con una lucidez turbadora, con un estilo seco y preciso.
Pero la recuperación de las memorias de Maria Campbell es especial también por otro motivo: no fue hasta el año pasado, tras el auge del #MeToo, que llegó a saberse que la versión original de Mestiza (publicada en 1973 con un gran éxito de ventas) fue censurada por sus editores en contra de la voluntad de la autora. Eliminaron una escena del capítulo doce en la que narra la violación que sufrió cuando tenía catorce años por parte de un agente de la policía montada. Este fragmento fue restituido en una nueva edición, gracias a la investigación de las profesoras Alix Shield y Deanna Reder.
Y tú, ¿tan feliz?, de Bárbara Carvacho (Caballo de Troya)
Y tú, ¿tan feliz? salió a luz en 2019 en la editorial chilena La Secta, un colectivo de 12 mujeres que tienen el objetivo de democratizar el derecho a la palabra impresa, contra una industria que constriñe ideológicamente la literatura. Más que un libro, Y tú, ¿tan feliz? de Bárbara Carvacho es un manifiesto: contra el Estado feminicida, contra los padrastros que violan hijastras, contra la iglesia y las que miran para otro lado frente al aborto clandestino en países como Chile, donde ha nacido y vive Carvacho. Ella, que se define como “nadie”, es una de tantas jóvenes que para no ser madre tiene que comprar, a quien puede y dónde puede, un buen puñado pastillas de Misoprostrol para después metérselas por la vagina, una y otra vez, con la única ayuda de amigas o conocidas.
La diferencia es que ella lo ha contado todo. “Ser mujer en Chile no es más que una serie de trancas a las que te vas a tener que enfrentar hasta tu muerte. Desde el colegio, con tu ropa, en el amor, con tu cuerpo, en tus sábanas, en el útero y el cerebro. Se han entrometido en nosotras hasta dejarnos al mismo nivel de una esponja, que tiene que asumir y bajar la cabeza. Yo no iba a tomar ese camino otra vez. Yo iba a morir con la estampa de asesina si es que hacía falta”. En su lenguaje no hay perdón ni mucho menos arrepentimiento, y por eso cuando presentó el libro a varias editoriales le exigieron suavizar el tono, la forma y el contenido. Dijo que no y le propuso al colectivo de mujeres con el que compartía un taller literario convertirlo en editorial. Así lo hicieron y este fue el primer libro que publicaron.
La flor, de Mary Karr (Coediciones Periférica & Errata naturae)
Abran paso, de nuevo, a una de las reinas del género autobiográfico: Mary Karr vuelve a las librerías gracias a la traducción del segundo volumen de sus novelas memorialistas, La flor. Después de publicarse El club de los mentirosos e Iluminada –que en realidad, corresponden al primer y tercer volumen– La flor llena ese vacío intermedio y sacia la sed de sus fanáticos. Porque lo de reina no era un piropo, sino una realidad constatada: El club de los mentirosos fue toda una revolución en el panorama literario, permaneció entre los más vendidos durante un año entero y fue nombrado como mejor libro del año por The New York Times, The News Yorker, People y Time.
La flor es la narración de una adolescencia donde están también presentes, otra vez, los aspectos más ruidosos y escabrosos de su vida: el alcoholismo de su madre y después el suyo propio o la violencia sexual; todo ello sin perder el humor, la capacidad de reírse de los hombres que la rodean y de sus mismas circunstancias.
Karr cuenta que empezó a leer memorias porque nadie le había enseñado cómo ser una persona, y nunca ha renegado de su especialidad, más bien todo lo contrario: “Así como la novela se apropió de las experiencias de una sociedad urbana e industrializada que no cabían en epístolas ni poemas épicos, las memorias –con voz única y profundamente personal– se enfrentan a los problemas familiares de una forma que magnetiza a los lectores”. Aunque los sigue habiendo, cada vez son menos los críticos que se atreven a menospreciar la impronta literaria de sus relatos, a reducirlos a experiencias escritas poco elaboradas o a decir que Mary Karr, a diferencia de sus homólogos contemporáneos, los Grandes Novelistas Americanos, no es una escritora de verdad.
Elijo a Elena, de Lucia Osborne-Crowley (Alpha Decay)
Para poder articular discursivamente una experiencia traumática no siempre basta con la voluntad, con el deseo de liberarse del dolor. A veces también se necesitan modelos, relatos, categorías y palabras que hayan filtrado previamente esa vivencia, abriendo un espacio narrativo confortable donde una pueda verse reflejada, escuchada, atendida. Lucia Osborne-Crowley habla en Elijo a Elena del deseo de desaparecer, de ser invisible a los ojos de los demás; un deseo profundamente material, ligado al cuerpo femenino, cuyo fundamento acabó comprendiendo gracias a la lectura de las novelas de Elena Ferrante.
Las palabras de la escritora italiana le permitieron acercarse a su propio deseo de desaparición y propiciaron que se decidiera a narrar su sufrimiento, poniendo por escrito los hechos que habían marcado decisivamente la relación con su cuerpo: la violación que sufrió a los quince años, cuando se dedicaba profesionalmente a la gimnasia y estaba a punto de convertirse en competidora olímpica.
La lectura de Elena Ferrante la acompañó en los años más oscuros, cuando creía que no podría escapar a las secuelas físicas y psicológicas de la violencia sexual. Elijo a Elena es la historia de una transformación que se replica a muchos niveles, y que no solamente tiene que ver con la conquista de un bienestar psicológico y emocional, sino con explorar los vericuetos de esta experiencia de comunión literaria e investigar –desde el compromiso íntimo con la obra de Ferrante– la capacidad que tiene la lectura para permear nuestra conciencia y alterar la manera en cómo nos relacionamos con el mundo.