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Quiénes fueron las cuatro señoras Hemingway: el lado más personal del autor en su 125 aniversario

El escritor estadounidense Ernest Hemingway (d) conversa con su amigo, el torero español Antonio Ordóñez, durante un encuentro en Madrid, en una imagen de archivo.

Cristina Ros

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El 21 de julio de 1899 nació Ernest Hemingway (Oak Park, Illinos, 1899-Ketchum, Idaho, 1961), uno de los mitos literarios del siglo XX, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1954. Escritor, periodista, bon viveur, cosmopolita, viajero, alcohólico, mujeriego, depresivo, suicida. Buscador de le mot juste (la palabra justa), reaccionó a la prosa suntuosa y las narraciones de gran alcance decimonónicas con un estilo depurado, de palabras exactas y claras, producto de su experiencia como cronista, que le entrenó la habilidad de comunicar rápido y con eficiencia.

También fueron claves el trauma de la Gran Guerra, que requería una nueva conciencia estética para reproducir el horror; y la influencia del modernismo europeo, a cuyos artistas frecuentó en París. Decía que escribía de pie y que terminaba cada jornada dejando un pasaje a medias, para retomarlo con más facilidad al día siguiente. Formuló la teoría del iceberg: un escritor solo debe mostrar una mínima parte de lo que sabe, sin darlo todo masticado y confiando en la inteligencia del lector. Un estilo despojado y sutil que ha creado escuela.

De su vida y su obra se ha escrito mucho, no en vano es uno de los pocos autores a los que la posteridad ha tratado bien: sus libros se reeditan alrededor del mundo, los jóvenes lo siguen citando como influencia, se le estudia en los cursos de narrativa. Fascina, además, por la oscuridad que envuelve su leyenda, una estirpe marcada por el suicidio. Ese hombre taciturno e inestable también fue un amante apasionado, que compartió sus días con (al menos) cuatro mujeres.

De ellas, sin embargo, no se sabe tanto. La británica Naomi Wood (York, 1983), lectora ferviente de Hemingway desde temprana edad, se interesó por ellas después de leer su correspondencia amorosa, que le impactó por su carga emocional e incluso febril, tan alejada de la imagen de escritor abatido que quedó para la posteridad. Sobre ellas y su relación con él escribe en Las señoras Hemingway (Lumen, 2014, trad. Eugenia Vázquez Nacarino), su segunda novela, para la que se empapó de biografías, buceó en archivos y viajó a los lugares donde vivieron.

Cuatro décadas, cuatro mujeres

Con una narración en tercera persona, la autora divide el libro en cuatro partes, una por etapa que compartió con cada una; más o menos, una por década. Se centra en un momento concreto: cuando la relación se acerca a su fin y la siguiente mujer (patrón que se repite) ya ha entrado en escena. A menudo, en verano, estación de cambios de ciclo, de pasiones y perversiones. El retrato de la pareja en crisis se complementa con flashbacks de sus inicios, una estructura inteligente que permite abarcar un periodo largo y muchas vidas en trescientas páginas de lectura ágil.

La introducción de la siguiente compañera facilita la transición entre bloques, que no resulta forzada; y las pone a todas en una situación equivalente: las vemos a través de la anterior y luego de sí mismas, sus reacciones ante el declive y los cambios que han sufrido con los años. A todas las ronda el fantasma de la(s) ex, motivo de celos e inseguridad.

Naomi Wood humaniza a las esposas, pero también al escritor: a través de las personas con quienes vivió, lo conocemos como amante y compañero, además de su evolución como escritor y su estado de salud. Ellas aceptan sus desequilibrios a sabiendas de que nunca podrán acceder a esas tinieblas que lo acechan. Hay un contraste entre las dos primeras –algo mayores que él, arquetipo de la esposa tradicional y madres de sus hijos, que lo conocen como joven promesa y en plenitud física y profesional– y el resto –de otra generación, más independientes, que encuentran a un hombre en declive al que los vicios pasan factura–, aunque con matices. Conviene señalar que él siempre tuvo escarceos (y alguna de ellas también), pero lo que relata cada parte es ese punto en el que asumen que la nueva aventura va en serio.

A la primera, Hadley Richardson (San Luis, Misuri, 1891-Lakeland, Florida, 1979), la conoce en una fiesta en Chicago. Él toma la iniciativa y, sin saberlo, desempolva a una joven sin familia y sin recursos que ha pasado los últimos años cuidando de su madre y se resigna a un futuro como solterona. Se casan, tienen un hijo, afrontan penurias económicas, ella lo apoya en sus inicios como escritor (ella abandonó su vocación de pianista). Radican en el París de los años veinte, donde frecuentan la Villa América de Gerald y Sara Murphy, esos millonarios aspirantes a artistas (al revés que la mayoría de sus invitados) que organizan fiestas y financian a los amigos que lo necesitan (también andan por ahí Scott y Zelda Fitzgerald). 

Durante un veraneo en Antibes, Hadley invita a Fife, amiga común y último capricho de su marido. Cree que así él saldrá de dudas, pero se pasa las vacaciones arrepentida. Con elegancia, la autora plasma cómo Hadley se compara, en detalles tan sutiles como un bañador (el vestuario tiene un significado más allá de la caracterización). Hadley no encaja con el glamour y los excesos; se sigue sintiendo una mujer sencilla del Medio Oeste, satisfecha como ama de casa y madre (“no puede dejar de verse como una campesina guapetona que debería sentirse agradecida por codearse con los aristócratas del pueblo durante unos pocos y preciosos años”).

Del París bohemio a la guerra en España

Fife, apodo de Pauline Pfeiffer (Parkersburg, Iowa, 1895-Hollywood, California, 1951), sí se ajusta al perfil: rica, sensual, intrépida, “la compañera de juego”. Trabaja en Vogue cuando lo conoce, tienen dos hijos y se asientan en Florida en la década de los treinta. Fife juega un papel fundamental en su carrera, en detrimento de su faceta como madre (“hay tanto que hacer, entre corregir los libros de Ernest, supervisar al servicio y reformar la casa. Además estaban los viajes, cuando a su marido le apetecía ir a cazar codornices, o hacer submarinismo, o ir a las corridas de toros”, dice el libro). Logra el éxito, pero se frustra por no recibir el aplauso de la crítica. En lo personal, Hemingay afronta el suicidio de su padre, que saca a la luz el resentimiento del hijo hacia la madre.

Fife añora los veranos en la Riviera francesa, la época de felicidad despreocupada que el Crac del 29 ha dejado atrás. Todos han perdido lustre, el matrimonio Murphy y también el suyo: Hemingway está en España con Martha Gellhorn (San Luis, Misuri, 1908-Londres, 1998), una corresponsal que quiere aprender el oficio. Si entre Hadley y Fife hubo, pasado el tiempo, cierta complicidad, con Martha no será posible: es la más independiente, se entrega al trabajo y no quiere saber nada ni de matrimonio ni de hijos; los asocia a la idea convencional de la mujer, le parecen incompatibles con su ambición profesional. Tras la guerra, Ernest y Martha (que al final accede a casarse) se instalan en La Habana, pero por poco tiempo: en el París de la liberación toman rumbos distintos.

Martha, la joven fascinada por su maestro, vive también su declive: es la primera que deja de verlo atractivo, y también se diluye su admiración cuando él se acomoda en los lujos de la fama y abandona el reporterismo. Ella continúa viajando: prefiere contar las vidas “pequeñas”, a pie de guerra, sin los delirios de grandeza de su esposo. Mantiene su compromiso social y vive de acuerdo con su feminismo, aunque no acuñe este término: no cede ante él, tiene sus amantes y, cuando huele la ruptura, toma decisiones sin esperar que él se decida. A ella le toca cruzarse con Mary Welsh (Walker, Minnesota, 1908-Nueva York, 1986), que, ironías de la vida, es periodista y la admira. Mary, con todo, sí renuncia a su carrera, se ocupa de reformar la casa de La Habana. Más tarde se mudan a Idaho.

Los últimos años

En esa última morada se produce la controvertida muerte de Ernest: aunque su esposa asegura que se disparó por accidente mientras limpiaba su escopeta, la sospecha del suicidio está ahí, acrecentada por el progresivo deterioro del escritor. Sobre ese episodio se construye la última parte, en la que Hemingway lleva años sin publicar, atormentado por su incapacidad para escribir y por la falta del estímulo del público. Su alcoholismo ha empeorado; Mary siente impotencia al tratar de ayudar a quien no se deja. Pese a todo, entre los altibajos hay momentos buenos. Y curiosos: Fife se instala allí una temporada para cuidar de un hijo que se recupera de un accidente. Se establece una relación peculiar entre las señoras Hemingway, también Hadley: celos, sí, pero ante todo sororidad, sobre todo a medida que sus años con él van quedando atrás. Cuando él muere, en un cierre para enmarcar, juntas deciden el título de la póstuma París era una fiesta (salvo Martha, que, sin hijos que la aten a él, hace su vida).

Esta complicidad “femenina” se extiende a la mirada desde la que se proyecta la novela, con atención al universo de las mujeres que suele pasar desapercibido en la narración de grandes hazañas: desde el cuidado de la imagen, con la atribución de significados a una prenda de ropa o un corte de pelo, a su soledad en el hogar, con la lástima que se intuye en los ojos de una sirvienta o en el frutero. Hadley y Fife sufren por envejecer más deprisa mientras él sigue hecho un galán; Martha encarna el conflicto de la mujer que cree que para equipararse al hombre debe imitar su modo de vida. Comparten ciertas inseguridades, como el desempeño como madres o el dolor por el rechazo, A propósito, a menudo descubren la infidelidad por una dedicatoria o una carta (el diablo está en los detalles), junto con los rumores, sobre todo en la época de París (con Sylvia, la mítica librera de Shakespeare and Company, como centralita).

Más allá de las mujeres, destaca Harry Cuzzemano, el único personaje inventado, que se inspira en los coleccionistas y fanáticos que acecharon a Hemingway. Hadley pierde, durante un viaje, una maleta con un manuscrito. Ernest pasa página, pero el rumor del manuscrito perdido se propaga y Harry lo persigue como una rémora para tratar de conseguir ese u otro texto para venderlo por una fortuna. Se topa con el rechazo sin fisuras de Hadley, la sed de venganza de una Fife herida y, al final, con la compasión de Mary, ante quien no aparece ya como figura amenazante, sino como un hombre vencido por el tiempo. Todos evolucionan en este libro elegante y cuidado, excelente por méritos propios y no solo como recreación del mundo de un autor célebre.

Naomi Wood dice que lo más difícil fue, precisamente, el propio Hemingway. Conocía bien su obra, pero tuvo que desmitificar el mito (alimentado por él mismo) para imaginarlo en situaciones cotidianas como un desayuno con su esposa. No todo fueron juergas, safaris o epopeya bélica; y el carácter depresivo, inestable, enamoradizo y vanidoso, que desde la distancia puede romantizarse, se plasma en toda su crudeza. Fue un genio, quizá, pero también sufrió e hizo sufrir. La autora reconoce que, tras investigarlo a fondo, no querría a un hombre así en su vida. Con todo, en la novela hay empatía; para ellas, con hincapié en reconstruir la imagen que quedó de Fife en París era una fiesta (1964), y por supuesto para él, víctima de sí mismo, un tipo que escribe como los dioses pero tropieza una y otra vez con la piedra del amor.

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