Paula Bonet, pintora y escritora: “Muchos hombres se comportan como el violador de mi novela sin ser conscientes de que son violadores”
Paula, la protagonista de La anguila que acaba de publicar Anagrama, estudia Bellas Artes en Valencia cuando inicia una relación desigual con un profesor de la universidad mucho mayor que ella. Al fallecer su abuela Juanita, llegan a sus manos unas cartas que se enviaron durante años sus abuelos. Unas palabras que abren caminos hacia un pasado en contacto con el presente de la estudiante. Caminos que evidencian ciertas violencias sistémicas contra las mujeres, que dibujan una cadena de silencios heredados, pero también esperanzas y fortalezas.
La protagonista de La anguila se llama como su creadora, Paula Bonet, pero no es del todo ella. Esta es una novela con un importante componente autobiográfico, pero también una interesantísima exploración narrativa que trasciende a la artista para armar un relato sobre la herencia de las mujeres, sus cuerpos y sus creaciones.
Tras libros ilustrados como Qué hacer cuando en la pantalla aparece The End (Lunwerg, 2014), 813 (Bridge, 2015) o Roedores: Cuerpo de embarazada sin embrión (Literatura Random House, 2018) Paula Bonet publica una novela oscura y sorprendente, que se completa con una exposición titulada La Anguila: Esto es un cuadro, no una opinión, que se podrá ver en el Centro Cultural La Nau de Valencia hasta el 16 mayo. Allí, rodeados de sus cuadros, hablamos con ella.
¿Cuándo nace un libro como La anguila y por qué?
Nace en el momento en el que necesito separar imagen de palabra en mi obra. Yo me formé en pintura: soy pintora. Pero también soy lectora. La literatura es el lugar en el que siempre encuentro alivio, refugio y respuestas. Pero quería publicar esta novela sin precipitarme. No quería que la urgencia acabara resolviendo el asunto, ni escribirla desde lugares que a mí no me interesan. Es una novela que está llena de agresiones, de dolor. Y gran parte de los asuntos que aborda son autobiográficos, pero quería narrarlos desde un lugar de calma. Desde un lugar en el que mis emociones más agresivas no contaminasen la escritura. No quería que hubiera rabia en La anguila, quería que estuviera escrita desde la templanza y el amor.
La novela como proyecto toma forma hace más de dos años, el nacimiento de la historia en sí no lo puedo señalar en el tiempo porque siento que he tenido todo este material sobre la mesa durante muchos años y que lo más difícil para mí no era narrarlo sino ordenarlo: darle forma y estructura.
Sobre esa estructura: el libro se divide en cuatro partes diferenciadas, dos inicios titulados La Carne y La Pintura, y luego la novela propiamente dicha también dividida en dos partes. ¿Por qué esta estructura?
Esos dos primeros bloques de La Carne y La Pintura serían el boceto de un cuadro, y lo que sigue es la obra resultante. Comparo la novela con la exposición porque son dos proyectos que se iban desarrollando de manera paralela. Tanto la novela como la muestra estaban estructuradas originalmente en tres partes. La exposición cuenta con una primera parte más oscura e incluso nauseabunda, luego otra donde la agresión resulta evidente y por último una tercera parte más en calma, pintada desde la paz. Si la recorres en orden llegas al final con la sensación de poder respirar aliviado. Como un viaje de ascensión en tres actos.
Sin embargo, el proceso de escritura fue distinto. Como espectador de una obra visual necesitas ese final de luz antes de salir de la sala, pero considero que como lectora, la lectura debía acabar en un momento más abrupto.
Haciendo esta exposición y este libro he entendido que una obra contundente es aquella en la que lo más importante es el proceso
En la novela, la voz narradora se intercala con las cartas reales de sus abuelos, Alfonsín y Juanita, escritas en los sesenta. ¿Cómo fue abordar ese material ajeno y conjugarlo con la novela que escribía?
Lo que fue revelador fue el papel de la ficción. El hecho de poder utilizar elementos autobiográficos y cartas que me llegan a través de esa herencia narrada, cuando mi abuela fallece, me llevó a lugares inesperados.
Me sucede cuando escribo lo que me sucede cuando pinto. En el momento en el que has acabado una obra, a veces la miras y no sabes cómo has llegado ahí, no la reconoces. Necesitas un tiempo. Haciendo esta exposición y este libro he entendido que una obra contundente es aquella que durante su ejecución, se permite dirigirse dónde ella misma quiere. ¿Qué quiero decir con esto? Que es una obra en la que lo más importante ha sido el proceso de hacerla.
La anguila es una novela que he revisado y reescrito mucho, justamente por eso: para mí lo interesante ha sido descubrir cómo la ficción iba revelándome cosas sobre mi propia biografía. Sin la ficción no hubiera habido revelación alguna.
Además de las cartas de sus abuelos, la narrativa dialoga con las citas que recoge usted de Marguerite Duras, de Joyce Maynard o de Annie Ernaux al inicio de muchos capítulos. La escritora Bárbara Blasco decía que ella concebía la literatura como un continuum entre muchas ficciones y muchos autores y autoras. ¿Usted también?
Sí, totalmente: como un diálogo que roza muchas veces ese realismo mágico que también contiene la novela. Es, sobre todo, una herencia. Hay algo intangible que palpita a través de todas las lecturas que hacemos. Algo que se ve en cómo cada autor y autora destila esa herencia en su obra. Ese diálogo creo que es el que lo que da sentido a las artes.
Me gustaría rescatar para esta pregunta la figura de Roser Bru, pintora y grabadora española que tuvo que exiliarse a Chile durante la dictadura. En 2015 quisieron hacer un catálogo de su obra, y en el primer texto de aquel catálogo Isabel Cauas decía que era imposible hacer un catálogo de la obra de Roser Bru porque en ella, la obra y la vida eran lo mismo. Roser es de una incontinencia creativa absoluta y cuando habla puede hacerlo a través de palabras de Delia del Carril o de Nemesio Antúnez. Cuando graba, igual: ella está dialogando todo el tiempo.
A través de su obra y de su vida, ella recupera voces de otras artistas que, de alguna forma, forman parte de su propia voz. Ese es el diálogo que coloca la vida y el arte en el mismo lugar.
En ese sentido La anguila también reflexiona sobre la pintura. A menudo explica complejos procesos químicos para llegar a determinados colores, o reflexiona sobre pintores y obras. ¿Cómo fue poner palabras a un proceso creativo sin palabras como es el de la pintura?
La idea inicial era que mi obra pictórica no contaminase mi obra literaria, pero lo que sucedió fue que se beneficiaron una de la otra. La anguila también es una novela que puede ser un libro importante para un estudiante de Bellas Artes, porque en él puedes consultar cómo se prepara una imprimación de tela de conejo o un barniz blando o grabar en aguafuerte.
Al final también es una novela escrita por una pintora, así que está narrado desde el hecho de entender las diferentes disciplinas, ese oficio que da llevar manchándose las manos y la ropa de pintura, aguarrás y barniz durante muchos años. En el caso de la literatura, también está manchada de mi experiencia personal y mis lecturas.
Con el personaje de El Hombrecito, utilizando un lenguaje amable quería mostrar la capacidad para envolver de manera sibilina que tienen ciertos agresores
En El consentimiento, Vanessa Springora abordaba cómo el círculo cultural que rodeaba a su abusador, que era un escritor reconocido, silenciaba e incluso justificaba ese abuso continuado, como disculpándolo. Algo parecido ocurre con el personaje de El Hombrecito en La anguila. ¿Quería visibilizar cómo operan esas violencias machistas en círculos culturales?
Sí. Pienso que es muy importante elegir desde dónde narrar lo que queremos narrar. Una palabra violenta contiene violencia de forma evidente. Pero hay otras muchas palabras, aparentemente amables, que según el contexto pueden condicionar totalmente su contenido, pueden contener una amenaza.
Con el personaje de El Hombrecito, utilizando un lenguaje amable —incluso refinado puesto que es un catedrático y tiene una cultura excelsa—, quería mostrar la capacidad para envolver de manera sibilina que tienen ese tipo de hombre. Este perfil que hace uso del poder que le da la cátedra, la edad y su género para crear una red envolvente que atrapa a jóvenes con ganas de aprender y con entusiasmo. Ahí hay una trampa que deberíamos estar iluminando como hace Vanessa Springora, un lugar y unas prácticas que el propio sistema invisibiliza, cuando no aplaude. Porque este personaje hace uso de esas armas para ir cazando a sus presas, y sin embargo está aparentemente en paz consigo mismo, con su estatus. El entorno de esta persona aplaude este comportamiento.
Me gustaría con esta novela que viéramos esas agresiones que contiene el léxico, que contienen las relaciones familiares, que contienen hasta los núcleos de las familias más amorosas. Esas agresiones que son como la serpiente en la hierba de la que hablaba Rebecca Solnit, tan escurridiza que cuando la quieres señalar ya ha desaparecido.
El entorno universitario y de alta cultura de El Hombrecito o de ese otro personaje que gana un Premio Nacional de Poesía, no condena este tipo de actitudes. De hecho, se les ve como seductores o galanes. Y eso tapa la violencia que ejercen.
Yo estoy segura de que muchos hombres se comportan como el violador de esta novela y lo hacen sin ser conscientes de que son violadores, porque para ellos esa es la única manera de relacionarse con las mujeres. Mira, ayer mismo quedé con una amiga de aquí de Valencia. En esta novela hay mucho de autobiográfico y era inevitable hablar de esa violación. Yo le dije que había sido incapaz de verbalizarla hasta el #MeToo. Ella me contestó: “A mí en su momento me contaste esto pero no lo vimos”.
No lo supimos ver porque no nos permitían verlo, porque es lo que sucede cuando eres víctima de este tipo de agresiones. La mayoría de veces quien acaba cargando con toda la culpa, con toda la suciedad y el dolor de la agresión, es la propia agredida. Incluso se nos responsabiliza porque se nos ha hecho interiorizar que si vamos vestidas de tal manera, o si nos comportamos de forma amable con alguien, estamos dando pistas a esa persona de que puede hacer lo que quiera con nuestros cuerpos.
La realidad es que hay todo un entramado de códigos de conducta grupales que legitima esto. Hay muchos profesores universitarios como El Hombrecito de esta novela, y no tienen solamente una víctima. Y las seguirán teniendo por los siglos de los siglos si no cambian esos códigos, porque hay un enamoramiento obvio por parte de la joven que es muy difícil de romper: es muy difícil entender que ha sido manipulada y más difícil todavía enfrentarte a esa manipulación. Es algo muy doloroso.
Mencionaba el #MeToo y he pensado en The Assisstant, una película sobre el caso Weinstein que justamente retrata esos códigos de conducta que legitiman al agresor, sin tan siquiera mostrarlo. ¿La ficción, como su novela, puede ayudar a combatir este tipo de actitudes?
Desde luego y de hecho las necesitamos. Necesitamos historias como la de The Assistant, que a muchas mujeres no nos pilló de sorpresa, porque es algo que sabemos que sucede. Reconocemos cómo funcionan esas bromas, esos comentarios que de alguna forma justifican la agresión. Es una película excepcional que yo no pude ver del tirón. La tuve que terminar en tres sentadas. Acabó afectándome a nivel físico, y eso también es digno de contar: ¿Por qué una historia de ese tipo, a pesar de que lo que me pasó a mí fue hace mucho tiempo y ya casi que me consideraba inmune, me sigue agrediendo de esa manera? Porque faltan historias así, hace falta narrar esto.
La mayoría de veces quien acaba cargando con toda la culpa, toda la suciedad y el dolor de la agresión, es la propia agredida
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