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Los hombres de las novelas de Jenn Díaz siempre mueren

Jenn Díaz durante la entrevista. / Miguel Campos

Sofía Pérez Mendoza

Jenn Díaz (Barcelona, 1988) vuelve a descender a las antípodas de las tensiones familiares en Madre e hija (Destino, 2016). Parece que, tras cinco novelas, la escritora ha hecho de este infierno de manual su particular universo creativo. Un mundo literario en el que los hombres son quienes son por la relación que tienen con las mujeres. “Me sirven como amantes, padres, hermanos o hijos, pero me estorban vivos para contar lo que quiero contar”.

Madre e hija habla de madres, de hijas y de madres que no lo son, como la escritora, a la que los críticos han colocado la etiqueta de heredera de Carmen Martín Gaite. Lo que tal vez no saben es que se compraba boinas y cuadernos para parecerse; que visitó su casa, conoció a su hermana y lloró un poco de la emoción. “Habría sido -reconoce- la típica fan de autógrafo”.

Su universo creativo está lleno de mujeres, ¿es una decisión consciente o la escritura le lleva por ahí?

Leo a mujeres que hablan sobre mujeres, me interesan las emociones de las mujeres y soy una mujer. Necesito volcar de algún modo toda esa información de lecturas, de vivencias y de historias a mi alrededor. No es consciente, no me lo planteo, pero ya me gusta ser la escritora que habla de mujeres. Para empezar porque creo que es un hueco literario.

¿Se ha ganado ese hueco?

Sí, aunque no lo exploto conscientemente, llevarlo a cabo me gusta. Me gusta utilizar personajes femeninos para contar lo que yo veo. Me parece difícil crear un personaje masculino creíble y real del mismo modo que sí puedo hacerlo con una mujer. No dudo de que eso lo ha podido sentir una mujer porque lo he sentido yo, lo ha sentido aquella... En cambio con un hombre no me siento igual de cómoda. Igual que antes los escritores escribían sobre mujeres sobre la base de las relaciones que tenían con ellas (hermanas, amante, madre...), así hago yo con ellos: me sirven como amante, marido, padre, hermano.

A esos personajes masculinos solo los conocemos desde la voz de las mujeres.

¡Y muertos! Eso sí que no es premeditado. En la anterior novela [Es un decir] me los cargaba a todos. No me lo propongo, pero es que no los necesito, me estorban vivos. Me sirven para contar una historia porque es indudable que el mundo de las mujeres está habitado por los hombres. Sería una tontería omitirlos, pero para mí ellos no son los importantes, no son protagonistas y no tengo la necesidad de crearlos con la misma intención e importancia. No acabo la novela diciendo “mídete un poco, Jenn”. ¿Por qué?

Aun muertos, los hombres siguen poniendo las normas en el mundo de las mujeres de su vida.

Sí, me interesaba mucho que un hombre sin existir físicamente en un espacio fuera el importante. En este caso, cuento la historia de cuatro mujeres que viven en una casa en la que el hombre, aunque muerto, media y de algún modo juzga: “ahora tú te has equivocado, y ahora tú, y ahora tú...” Creo que aunque vamos borrando su marca, seguimos mirándonos en un espejo masculino en el plano sexual, de comportamiento, en el trabajo. Intentamos, en definitiva, alcanzar un modelo de mujer impuesto por los hombres.

¿Y cuál es ese modelo de mujer?

El más convencional, el de la madre, la esposa. Pero ni siquiera ese modelo es suficiente. Siempre hay una grieta por la que se cuela alguna voz crítica, la del machismo social. Si eres madre, esposa y no trabajas, está mal; cuando entras en el mundo laboral, alguien te va a decir que descuidas la casa; cuando priorizas el trabajo sobre la familia, alguien también te lo va a reprochar. Nunca ningún modelo va a reunir todas las características para que sea el perfecto. Y si intentas reunir todo eso, vas a ser una esclava el resto de tu vida.

En esta novela intento contar que hay muchas formas de ser mujeres, pero que de todo el abanico la sociedad no va a aceptar ninguna. Lo mires por donde lo mires, siempre habrá alguien que encuentre un motivo para criticarte. Aunque yo en realidad lo único que quería era hablar de conflictos familiares en una casa poblada por mujeres, el mensaje final es: “no te mates, no importa como seas, como quieras llevarlo, que siempre habrá alguien que piensa que tienes que hacer todo lo contrario”.

Ironiza a menudo con ciertos roles femeninos (“con las mujeres ya se sabe”), ¿cree que el lector puede confundirse con esa voz?

El narrador omnisciente dice todo el rato frases tópicas sobre las mujeres, pero es cierto que he corrido el riesgo de que se confundiera con mi voz al ser un narrador cercano que parece un personaje más. Me planteé si por jugar con el machismo podía caer en hacer una novela que pareciera machista. Nadie me ha dicho nada de momento, pero creo que, a poco que la gente me conozca, no puede pensar que mi intención es machacar a los personajes femeninos.

¿Por qué ese narrador tan cercano y a la vez tan capaz de juzgar todo?

Quiero que mi estilo sea ese. Que te proporcione la cercanía de una primera persona, pero no estar obligada a hablar solo en boca de uno de los personajes. La novela la empecé en primera persona, hablaba Natalia [uno de los personajes]. Llevaba 30 páginas y la novela no fluía, no me podía volver loca escribiendo diez páginas al día porque había algo que no funcionaba. Desde Natalia no podía juzgar a Natalia ni a otros personajes. Estaba tan sujeta a Natalia que me iba a salir una novela cursi de amor. Ser cañera con los personajes solo me lo podía dar una tercera persona, pero no una tercera persona fría. Necesitaba ser una más y llamar a la madre mamá.

Hablando de madres, ¿le obsesiona la figura de la madre que tiene un hijo que no es suyo?

Al ser madrastra, una tiene la necesidad de justificarse y decirle al mundo que, a pesar de no ser tu hijo, a pesar de las connotaciones negativas de las palabras, a pesar de lo difícil que es cuidar a un niño que no es tuyo, hay un amor maternal. Y el amor maternal no tiene que ver con que se te hinche la barriga. Además de defenderlo viviéndolo y diciéndolo, tengo otro canal para vehiculizarlo y es creando personajes así.

No quiero desaprovechar la oportunidad de hablar de ello porque creo que es un papel que la literatura ha explorado muy poco y me veo con el deber personal y moral de ocuparme. Con las madrastras hay que hacer un trabajo de lavado de cara y de crear personajes que sean capaces de amar a los hijos de otras mujeres como si fueran hijos propios. Eso es una constante es mi vida, y como reflejo de mi vida, en mi literatura.

¿A qué se refiere con la necesidad de justificarse?

Cuando dices que eres madrastra, el mundo piensa automáticamente que odias a tu hijastro, que lo vas a tratar mal, que vas a luchar con la madre, que vas a intentar ocupar un hueco que no es el tuyo... Antes, la madrastra siempre ocupaba el espacio de la madre muerta porque el divorcio no se permitía, así que había una sustitución real. Eras la única mujer en la vida de esa niña o niño. Hoy no sustituyes sino que convives, que es mucho más difícil. Hay una lucha de posición que es agotadora. Yo educo a esta niña, pero no soy la madre; la riño, pero no tanto como la madre; la quiero, pero no como una madre... Nadie te exige que estés, pero tu estás. Y hay momentos en los que te exigen que desaparezcas. Si yo me como los marrones, ¿por qué no lo bueno? Qué mierda si solo puedo madrugar para llevarla al cole un día normal y el día que se va de colonias, un día especial, me tengo que quedar en mi casa.

¿Es una forma de vivir bajo las normas de otros?

No es una norma explícita, sino la consecuencia de llegar la segunda. Es decir, cuando tú llegas hay una vida que ya está montada. Es verdad que la están desmontando, pero hay restos de eso: una hija, unos gastos, una historia familiar. Hay una serie de cosas que debes aceptar y que son de la vida anterior de dos personas que no eres tú. Te riges por normas, por leyes y por maneras de actuar que no son las tuyas, pero que por supuesto has elegido y aceptado. De todas formas, una cosa es aceptarlo porque te has enamorado y otra comértelo día a día. Todo eso acaba saliendo por alguna parte, en este caso en los personajes.

¿Sufre escribiendo?

Sufro muchísimo. Normalmente empiezo la novela lenta. Escribo las primeras 50 páginas muy despacio, me desentiendo, hago otras cosas... Pero llega un momento que me obsesiono y tengo que acabarla y escribo diez páginas al día, lo cual me supone mucho estrés. La corrección es lo que más me trastorna y más tiempo me supone. Lo paso fatal, estoy deseando que la novela la coja un editor y un corrector, me digan qué tengo que cambiar y cambiarlo si me parece bien. Sufro todo el tiempo pero me encanta hacerlo. Es una mezcla entre sufrir y sentir un placer inmenso, una cosa muy rara.

Cuando vuelve sobre sus personajes, ¿qué piensa de ellas?

Que son una mierda. Hay días que pienso: “he hecho un novelón, esto gana algún premio fijo”. A la semana siguiente pienso que mi novela no le va a interesar ni a mi madre que me quiere, que ni siquiera me la van a publicar. Y a la siguiente que voy a hacer historia y mis herederos vivirán de mí [risas]. Esa inseguridad es un rollazo porque te hace no estar nunca satisfecha con tu trabajo.

¿Qué les dice a los que le toman como la heredera de Carmen Martín Gaite o Ana María Matute?

Que ojalá tengan razón, que Dios les escuche. Ya en serio. Me lo tomo como creo que hay que tomárselo porque aquí cada uno tiene su trabajo. Yo tengo que crear un libro, mi editora tiene que publicarlo, y los críticos literarios tienen que situarme en un panorama actual desbordante con una cantidad de novedades que los libreros no pueden asumir. Tienen que enmarcarme para focalizar en un público concreto. ¿Cómo me pueden situar? Guiándolos. ¿Y cómo se les puede guiar? Comparándome con otros. Me comparan con quienes han creado conflictos familiares de cierta época, que son las autoras que yo he leído. Porque, evidentemente, si tú las lees hay algo que filtras, asimilas y vuelcas. Quien dice que soy la heredera lo dice porque necesita dar unas coordenadas al lector. Como sé que eso es en su justa medida lo que se está haciendo, no me lo creo. Vivo más tranquila.

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