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La novela que anticipó el hundimiento del Titanic

Fotografían los restos de Titanic por primera vez en catorce años

Cristina Ros

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La urgencia de la actualidad lo barrió pronto de los titulares, pero hace más de un año el mundo occidental estuvo unos días pendiente de un suceso que conmocionó y despertó controversia por igual: la “implosión catastrófica” del Titán, el 18 de junio de 2023, un sumergible que llevaba a una expedición de turistas a visitar los restos del Titanic. Este capricho de millonarios indignó tanto a algunos como lo hizo en su día la opulencia del transatlántico de fatídico destino.

El Titanic, que naufragó el 15 de abril de 1912, era el mayor barco de pasajeros jamás construido, la cima del progreso de la técnica. En unos tiempos en los que la ciencia era la nueva religión, la naturaleza se encargó, poniendo un iceberg en su camino, de recordarle al ser humano su pequeñez en el universo.

Una novela ¿visionaria?

“Era el barco más grande del mundo que surcara los mares y la más faulosa máquina creada por el hombre. En su construcción y mantenimiento habían intervenido todas las ciencias, profesiones y oficios conocidos...”. Estas líneas podrían pertenecer a una crónica del accidente, pero se escribieron catorce años antes: son el inicio de Futilidad o el naufragio del Titán (1898; Nórdica, 2024, trad. Íñigo Jáuregui), una novela del marino reconvertido en escritor Morgan Robertson (Oswego, 1861-Atlantic City, 1915).

El libro no tuvo mucha repercusión hasta que la tragedia se hizo realidad y los medios vieron en él una suerte de profecía. Su fama de visionario aumentó con Más allá del espectro (1914), donde anticipa una guerra entre EEUU y Japón, con un ataque del segundo que se identificó con Pearl Harbor. Si a esto se le añade que el autor dijo que la inspiración para el Titán surgió de un sueño, la especulación estaba servida.

Los navíos, en efecto, tienen mucho en común, empezando por el parecido del nombre, que evoca su magnificencia. También se asemejan en el diseño, las medidas (el Titanic todavía más largo, 269 metros frente a 244 del Titán), la velocidad y la escasez de botes salvavidas, pese a cumplir con el mínimo exigido por ley. Ambos se hunden en el mes de abril, en el norte del océano Atlántico, tras chocar con un iceberg. Hay, no obstante, algunas diferencias: mientras que en la ficción solo sobreviven 13 personas de un total de 2.500 entre tripulación y pasajeros, en el Titanic fueron alrededor de 700, casi un tercio de los 2.200 a bordo. El Titanic naufragó en su viaje inaugural, que partía desde Southampton hasta Nueva York; el Titán hace la ruta inversa, de Nueva York a Irlanda.

¿Hasta qué punto cabe hablar de profecía? ¿Fue una simple casualidad? Probablemente, ni lo uno ni lo otro: antes de dedicarse a escribir, Morgan Robertson estuvo más de veinte años en la marina mercante. Se trataba, por lo tanto, de un hombre de mar que conocía de primera mano las características técnicas de los navíos y las amenazas a las que se enfrentaban. En cuanto a la fecha del infortunio, coincide con el inicio de la temporada de navegación, cuando hay más riesgo de tormenta, por lo que no resulta tan accidental que se produzcan justo entonces.

Robertson tenía, además, una vasta cultura científica: en 1905 proyectó un prototipo de periscopio para submarinos, aunque no obtuvo la patente porque ya existía un modelo previo. Se supone que alguien como él estaba al día de los avances en materia de embarcaciones, hasta el punto de concebir un desastre que bien podía hacerse realidad. Ursula K. Le Guin, ante la pregunta de cómo podía advertir del cambio climático en los años sesenta, decía que leía a los científicos. Así que ni azar ni dones sobrenaturales: conocimiento.

Una historia de integridad y redención

El libro es mucho más que la anécdota. El autor había leído a los maestros de la novela de aventuras; no se proponía escribir un panfleto de alerta, sino entretener y conmover, en otras palabras, narrar una historia. Porque Futilidad o el naufragio del Titán es ante todo una novela de excelente factura, dinámica y de ritmo ágil, que sabe aprovechar la situación límite para hacer crecer a los protagonistas con ella al tiempo que muestra lo mejor y lo peor del ser humano. Las minuciosas descripciones técnicas no entorpecen una narrativa, por lo demás, vívida, con destellos poéticos en los puntos álgidos. Y es crítica, también, porque Robertson sabía que la ficción resulta mucho más eficaz para despertar conciencias que una simple noticia o manifiesto.

¿Cómo lo logra? Con los temas de hoy, de ayer y de siempre. El amor, las diferencias sociales, la aporofobia, la mezquindad, la ambición desmedida. En el centro, como en la película de James Cameron, un romance condenado al fracaso: él, Rowland, es un marinero raso de unos treinta años que se refugió en el alcohol tras el rechazo de Myra, la mujer de quien estuvo enamorado, a la que reencuentra como pasajera de primera clase y acompañada, ahora, por un marido y una hija. El hombre echado a perder y la dama de reputación intachable; en medio, la vulnerabilidad de la niña y la falta de escrúpulos de unos tipos que se creen por encima del bien y del mal. Solo que el iceberg no hace distinciones.

Esta es una historia como las de antes, con planteamiento, nudo y desenlace, un registro accesible y arquetipos funcionales, que no por predecible deja de ser efectiva, hermosa, emocionante. Con el telón de fondo de la fatalidad del navío, nos lleva de la mano de un hombre derrotado, que no tiene nada que perder porque ya lo ha perdido todo, y, en una última demostración de principios, solo aspira a “Ser capaz de hacer un acto valiente y generoso en mi inútil vida”. Entre bambalinas, los poderosos de verdad, que no están en el barco (cherchez l’argent, podríamos decir).

Pero sobre todo él, Rowland, un antihéroe que nos conmueve en su camino a la redención, humilde, descarado, valiente. Y tan desamparado como todos, solo que él lo asume. Ahí está lo que Robertson quería contar: si esta novela trasciende su tiempo no es por la curiosidad del Titán, sino por la fuerza de su verdad íntima, una verdad que recuerda que, aunque un individuo no pueda cambiar el rumbo de una humanidad ciega ni esquivar un fenómeno natural implacable, la honestidad de un gesto diminuto puede, al menos, iluminarle en la noche más oscura,

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