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Las novelas olvidadas de María Luz Morales, la primera mujer al frente de un periódico nacional que fue encarcelada por el franquismo

María de la Luz Morales dando una conferencia sobre 'La grandesa i servitud del teatre' en 1935

Cristina Ros

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La infancia es un territorio mítico al que un escritor siempre vuelve. No se agota; tiene reminiscencias infinitas, surgen tentáculos inesperados cada vez. Cerca del mar o en el monte, en un palacio o en un piso humilde, el niño solitario con alma de poeta encuentra una puerta al universo de los sueños. Y se queda ahí; esa es su cruz y su milagro. Bien lo sabía María Luz Morales (A Coruña, 1889 - Barcelona, 1980) quien, pese a residir en su ciudad natal solo hasta los seis años, la inmortaliza de la forma más hermosa en una de sus mejores novelas, Balcón al Atlántico (1955), recuperada por Amarillo Editora.

La llama Marineda, como Emilia Pardo Bazán; un guiño, un homenaje, una balda en el distinguido linaje de escritoras del norte. Morales hizo su vida en Barcelona, pero no se sentía de ninguna parte. Como explica María Ángeles Cabré (Barcelona, 1968), experta en su obra y autora del prólogo, se nutría del mar y del imaginario céltico, más que de un arraigo particular por Galicia u otro lugar. No es de extrañar: el mito, como la costa o cualquier paraje natural, alienta la posibilidad, la fantasía, que primero fascina y luego se revela cruel. Como la infancia.

Cuando uno lee la biografía de Morales, no imaginaría que pudiera escribir un libro así: pertenece a la generación de intelectuales que tuvo un papel activo durante el periodo de entreguerras. Se dedicó al periodismo, destacó como crítica cultural y en 1936 se convirtió en la primera mujer española en dirigir un periódico de alcance nacional, La Vanguardia, un hito que pagó primero con la represión –estuvo en la cárcel de Les Corts– y luego con la inhabilitación: durante años subsistió gracias a las colaboraciones editoriales. Cuando volvió a ejercer, trabajó para el Diario de Barcelona, pero era una obrera de las letras que desempeñó muchos oficios del libro, como la traducción y la edición de antologías, y se codeó con coetáneos ilustres, como su amiga Elisabeth Mulder (Barcelona, 1904 - 1987), con quien escribió la obra de teatro Romance de medianoche, hoy perdida.

Tanto se dedicó a las palabras de los otros que apenas cultivó las suyas, las que no respondían a la profesión alimenticia; de ahí que escribiera su narrativa sobre todo en su madurez. Al menos la literatura no tiene prisa, incluso se beneficia de la experiencia y el sosiego que, con suerte, la acompaña. Balcón al Atlántico tiene mucho de eso. Lejos de la crónica y de la realidad inmediata, Morales se desmarca del estilo neutro y la urgencia de la prensa para mirar al pasado. Y quien dice mirar, dice soñar. Otro lugar, otro tiempo, otra edad. Otra voz, íntima y evocadora.

El de Lupe, una mujer con la vida hecha que regresa a su Marineda natal para asomarse a un balcón que la lleva a la infancia, en las últimas décadas del siglo XIX. La mediana de cinco hermanos forma parte de una estirpe venida a menos que lidia con la economía como consecuencia de los desmanes del padre. La madre, andaluza, nunca se aclimató, se queja del temporal y mantienes las distancias. La hija mayor, apodada la Princesa, se le parece, con su porte de señorita, bella y delicada; aunque tendrá que enfrentarse a un contratiempo que cambiará por completo sus relaciones y sus expectativas.

Tanto se dedicó a las palabras de los otros que apenas cultivó las suyas; de ahí que escribiera su narrativa sobre todo en su madurez. Lejos de la crónica y de la realidad inmediata, María Luz Morales se desmarca del estilo neutro y la urgencia de la prensa para mirar al pasado

A Lupe, siempre ensimismada, la consideran torpe, atolondrada; una niña que ni destaca ni lo pretende. Tan solo su padre ve en esta chiquilla flacucha el potencial de algo más; la trata con dulzura y estimula su curiosidad por los libros y la historia. Él, el héroe de su infancia, le promete viajes apasionantes desde la mesa del comedor. Lupe se deja hechizar por la literatura del siglo XIX, en especial por Edgar Allan Poe. Estudia con un maestro y los personajes de ficción se convierten en sus primeros amores platónicos. Las historias pueblan su niñez y espolean su imaginación, tanto las que lee como las que escucha en casa o en la calle.

Con el asombro de la mirada infantil, Lupe expande sus horizontes desde la quietud de Galicia: a través de los juegos en la calle y de la revelación del arte, se siente plena, embriagada. Tiene sensibilidad artística: el descubrimiento del circo y el teatro la marcan –la autora quiso ser actriz– y dan lugar a algunos de los episodios más bellos. Para ella, que se siente irrelevante, las artes escénicas abren un camino, una pertenencia (“todo el teatro era mi escuela; lenguaje, costumbres, modos y moda, iniciación lírica, pasión”). No se mueve de Galicia, pero su mente está lejos, muy lejos.

Esa fantasía también se alimenta de lo cotidiano, a través de la observación y el oído. Lupe no solo se forma por lo que vive, sino, y sobre todo, por los estímulos externos, por los relatos y las vidas de los demás; la realidad no deja de ser una amalgama de narrativas que cada mente moldea de un modo único. Algunas partes transcurren en la localidad del padre, donde se traslada con ella algunas temporadas para trabajar; es un lugar demasiado rústico para la madre y la Princesa. El padre, punto de referencia para Lupe, adquiere nuevos tintes al conocerlo fuera del hogar.

Lupe lo espera entre las aldeanas, que le descubren un mundo a su vez con sus confidencias. A diferencia de su familia, se habla gallego, incluso el padre lo recupera. La aldea acerca a Lupe a la naturaleza, al lenguaje oral, con su musicalidad. Lejos de la severidad materna, encuentra una ternura en esas mujeres de maneras toscas, mujeres que tejen labores y se ocupan de la casa y los niños. La narradora hace un retrato de interiores primoroso de esa red que sostiene la comunidad mientras los hombres van del trabajo al vicio.

El pueblo, contrapunto de Marineda, completa la identidad de Lupe. Esa aldea tiene un significado distinto para cada miembro de la familia: la madre y la Princesa no encajan en su aspereza; para el padre, entraña libertad, quitarse el corsé; el hermano halló allí ese lugar de leyenda que alienta los sueños de un muchacho. Para Lupe, ante todo, es la tierra de las mujeres, del universo femenino sin máscaras, del cuerpo, los vínculos y la voz en coro. En Marineda también plasma una sociedad de mujeres que mantienen el hogar, pero entre las más humildes encuentra una honestidad que le era desconocida. Sin enarbolar discursos combativos ni rebelarse con su actitud ―Lupe es, ante todo, una 'buena niña' de su tiempo―, pone en el centro ese espacio tan a menudo invisibilizado, lo redime frente a la hipocresía de la alta sociedad, la moral o la doble vida del padre.

Su talante tranquilo, conformista si se quiere, la hace vulnerable; y es que, ya desde pequeña, Lupe corre el peligro de vivir más a través de lo ajeno ―las experiencias de los demás, las narrativas del teatro y las novelas― que por sí misma. Lo que se espera de una chica, no importa cuánto haya leído, es el matrimonio, el trasvase del padre al marido, del cuidado de los hermanos menores al de los hijos. Algunas toman las riendas, como su hermana, pero Lupe es incapaz. No es tonta, como la tachan algunos, solo inocente. Ve, sabe, entiende; pero no se levanta, se limita a seguir el curso de los acontecimientos.

Balcón al Atlántico está hecha de silencios, lo no dicho adquiere más significado si cabe que lo explícito. Silencio del entorno y de lo que la narradora se guarda para sí. Todo hogar, como todo ser humano, no solo se define por sus actos, sino que está imbuido de un misterio íntimo y universal que no deja de ser la búsqueda eterna de la creación, su esencia última. La modestia del subtítulo, Otra novela sin héroe, marca la distancia con la gran novela del siglo XIX. La heroína, aquí, no es ni gloriosa ni trágica; solo una más en una familia más. Una más, y sin embargo única, porque su mirada al mundo lo es.

La modestia del subtítulo, Otra novela sin héroe, marca la distancia con la gran novela del siglo XIX. La heroína, aquí, no es ni gloriosa ni trágica; solo una más en una familia más. Una más, y sin embargo única, porque su mirada al mundo lo es

Y el mar. Con ese punto de vista de niña embelesada, la costa, Marineda, Galicia toda, se erige en un personaje más; el individuo no se desarrolla ajeno al medio, sino que se forma con él, en sus afinidades y sus oposiciones, en las costumbres que impone, en su léxico, en sus idas y venidas más allá del océano. Para Lupe, es un territorio de anclaje. En su madurez se reencuentra con un lugar al que perteneció y por ende consigo misma, con el simbolismo de las vistas del balcón como nexo con el pasado. El estilo evocador y meticuloso, en el que cada frase parece una caricia, capta los olores, los sabores, los vientos; aunque, más que trasladar al lector, lo que hace es expresar ese espacio desde dentro; ahí, en su subjetividad, es donde la protagonista se une a todo ser humano.

Porque Balcón al Atlántico es una preciosa novela intimista sobre la infancia y la iniciación a la vida adulta. Sugerente, tierna, desde esa perspectiva de niña embelesada, Morales radiografía las relaciones familiares con hondura y gusto por el detalle. Los personajes, vivos, complejos, navegan entre la vida terrenal anodina y la vida interior inmensa de la narradora. Una voz lírica, con una perspicacia psicológica que capta el misterio de la naturaleza humana y la maravilla que se intuye en el mundo. Y aun con la melancolía por las pérdidas enquistadas, está escrita amor, con aliento; o, al menos, eso respiran sus páginas. Una novela de descubrimientos para descubrir a una gran autora.

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