Ponerse en el lugar del malo
Chuck Klosterman es un profesional de las preguntas. En 2015 ocupó en el New York Times la columna del Ethicist, el asesor de ética parda. Los lectores le consultaban si debían sentirse ofendidos cuando alguien les dibujaba un retrato en el metro o si estaba bien reservar una silla de más en el cine solo para no tocar codos. Igual que Elena Francis era la celestina de las relaciones sentimentales, Klosterman era el Pepito Grillo de las relaciones con desconocidos en el individualista mundo protestante estadounidense.
Esas consultas que semana tras semana preguntaban a Klosterman cuánto de villano hay en los actos trivialmente egoístas, le condujeron progresivamente a plantearse los villanos mediáticos. En su experiencia personal, cuando de niño ves La Guerra de las Galaxias te fascinas con Luke Skywalker, cuando te haces adolescente pasas a interesarte por Han Solo, y cuando te haces adulto tu atención se dirige a Darth Vader. Pero cuando lo consultó con sus cercanos, resultaba que la mayoría se plantaban en la fase Han Solo y la pereza colapsaba las escalas de gris. Así que decidió asomarse, para ejercer la versión festiva del abogado del diablo.
Ser y parecer
Klosterman destaca sobre sus coetáneos precisamente en la interpretación de las pantallas norteamericanas. Tiene visión lúcida y prosa socarrona para exponer las normas tácitas de las estrellas del pop, de los espectáculos deportivos, de los programas de telerealidad y en general de todo elemento que aparece por televisión con diferencial entre lo que es y lo que aparenta. Klosterman tiene talento para alternar entre los dos lados del telón y a la vez para relacionarlo con cualquier otra cosa que ha salido también por la tele. En ese zapeo se revela progresivamente que todo lo que se muestra por pantalla comparte unas convicciones firmes y herméticas. Klosterman juega mejores párrafos cuanto más se mira al ombligo, porque no habla de su verdad interior sino del exterior pactado, repetido y amartillado, que se sirve a los telespectadores.
El listado de malvados que repasa Klosterman en El sombrero del malo es muy llamativo a este lado del atlántico: al parecer fue oficial y/o estuvo bien visto odiar al grupo musical Eagles, al baloncestista Kareem Abdul-Jabbar, al humorista Chevy Chase, a Julian Assange con sus Wikileaks, a Kim DotCom con su Megaupload, a Bill Clinton y Monica Lewinsky simultáneamente. A raperos, a cómicos, a asesinos, a deportistas.
Villanos oficiales y villanos oficialmente aprobados
El recorrido muestra en cuán distintos niveles de gris la pantalla decide declarar oficialmente un villano. Barack Obama puede decir en público que su personaje favorito en The Wire es Omar, el asesino de escopeta, y simultáneamente declararse recuerdo non-grato los espectáculos del humorista Andrew Dice Clay, que en los noventa era jaleado en los teatros. Es difícil encajar en qué nivel de gris cae el libro If I did it (“Si yo lo hubiera hecho”), donde el deportista O.J. Simpson, que fue juzgado inocente del asesinato de su ex-mujer -en un escenario del que huyó de la policía, retransmitido en directo-, reconstruye el homicidio en primera persona, formulándolo como hipótesis. El autor señala esos altibajos mientras recuerda que hoy la ficción televisiva se considera madura cuanta mayor es la empatía con el villano: Tony Soprano, Stringer Bell, Walter White, personajes que en los titulares de prensa no tendrían testimonio que les amparase.
El sombrero del malo recorre los villanos del imaginario estadounidense y -no puede ser de otro modo- termina en Adolf Hitler, que es oficialmente el más malo y se mantiene firme la decisión de no desbancarlo nunca. “Necesitamos mantener a Hitler vivo”, dice el autor, para que sea baremo de los demás males. En esa visión práctica, Hitler nos hace mejores porque escala, redimensiona, redime nuestros pecados; nunca serás tan malo, igual que nunca estarás tan lejos como el horizonte.
Quien más sabe y menos le importa
La tesis central del libro -que aplica a la ficción, a los informativos y al cotilleo- es la siguiente: se considera villano a quien más sabe y a la vez al que menos le importa. Con esa norma recorre los ejemplos anteriores y desentraña el odio mediático como fricción entre la realidad y la narrativa. En un capítulo que arranca con un inquietante “finjamos que Batman es real” aterriza en el caso de Bernhard Goetz, que mató a tiros a cuatro atracadores en el metro. Mientras mantuvo el anonimato, la prensa le convirtió en un héroe en la cuerda de Charles Bronson en Yo soy la Justicia. Pero en cuanto habló en público, las fantasías se diluyeron violentamente. El valor televisivo es no abrir la boca y que nadie te escuche decir que la distracción del mes es secundaria. Ese modelo lo hemos heredado a este lado del océano.
Klosterman se labró una trayectoria en el mundo del periodismo deportivo con un inspirado capítulo sobre la rivalidad Celtics-Lakers en su libro Sex, drugs and cocoa puffs (todavía inédito en España), una carrera en el periodismo musical por su continuo interés por el rock -testificado en su libro Fargo Rock City, donde describe su pasado como fan heavy en la norteamérica rural- y un púlpito de ética gracias a su baraja de preguntas Hypertheticals, que generaban en toda tertulia división de opiniones. Esos tres perfiles se reúnen en este recorrido de mezquindad para principiantes, donde el más colorido de los comentaristas pop navega los grises más oscuros, para inquietud de quienes se plantaron en Han Solo.