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Stanislaw Lem, recordado por su ciencia ficción, también retrató el horror de la invasión de Polonia

Fotografía de archivo de 1962 del escritor polaco Stanislaw Lem

Cristina Ros

10 de noviembre de 2024 21:45 h

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Stanislaw Lem (Leópolis, 1921 - Cracovia, 2006) se hizo célebre por sus novelas de ciencia ficción, como Solaris (1961), que trascienden el género, como lo trascienden Ursula K. Le Guin o George Orwell; de ahí que entrañen un profundo revestimiento político y filosófico. Escritor prolífico, también cultivó el relato y el ensayo. Sus intereses eran vastos, pero compartían una mirada crítica que alerta del abuso de poder; una actitud de sospecha que se entiende a la perfección cuando se conoce su biografía.

Como joven judío, la ocupación de Polonia lo empujó a ocultarse bajo otra identidad durante años, además de interrumpir sus estudios de Medicina –que retomó luego, sin llegar a terminarlos–, se dice que incluso se tiñó el pelo de rubio.

En esas vivencias se inspiran sus primeras novelas, bastante diferentes a las que le dieron fama: la trilogía Tiempo no perdido, tres tomos escritos entre 1948 y 1950 que se publicaron en 1955, de los que Impedimenta ha recuperado, coincidiendo con el 75º aniversario de la invasión, los dos primeros y tiene el tercero en preparación. Se sitúan en el mundo real, aunque pertenecen más al ámbito de la novela de ideas que al realismo.

Una “montaña mágica” en tiempos de guerra

Cada novela desarrolla su propio universo y se lee de forma independiente, si bien la segunda retoma al protagonista de la anterior. Sin ser estrictamente autobiográficas, se basa en acontecimientos que vivieron él y su familia, encubiertos, eso sí, por la poderosa máscara de la ficción. La primera, El hospital de la transfiguración (trad. Joanna Bardzińska), sigue las andanzas de Stefan Trzyniecki, su alter ego, un joven médico que durante los primeros meses de la invasión encuentra trabajo en un hospital psiquiátrico ubicado en un bosque remoto.

Este marco ya invita a acordarse de otro eminente sanatorio, el de La montaña mágica (1924). Sin alcanzar su complejidad, no desmerece la comparación: la inocencia del protagonista, discreto, tranquilo y observador, se corrompe al ser testigo de algunos tratamientos y de la naturaleza delirante, no solo de los pacientes, sino de algunos colegas. En el fondo, y esto no lo tenía Thomas Mann, late el miedo, la conciencia de que en cualquier momento las fuerzas nazis pueden irrumpir y quebrar el orden, un orden precario y cuestionable desde el punto de vista ético, pero su orden, al fin y al cabo. Los enfermos son víctimas potenciales; el deber de los médicos es protegerlos y hasta los más peculiares tienen conatos insospechados de humanidad.

Mientras tanto, en el tiempo suspendido de la rutina del centro, transcurre la vida: las amistades, la atracción, la perturbación, el enfrentamiento. Con Stefan como núcleo, cada episodio se centra en uno o varios personajes distintos. Hay unos secundarios de lujo: el excéntrico doctor Sekulowski, un poeta-filósofo que lo desconcierta y fascina con sus conversaciones trascendentales (imposible no acordarse del Settembrini de Mann); la doctora Nosilewska, que tiene fascinados a los médicos jóvenes; el intrépido cirujano Kauters; el íntegro director; las inquilinas del pabellón de las mujeres; o el capataz electricista del final, humilde pero con la llave para iluminarlo todo.

Como Hans Castorp, el protagonista es un hombre joven que se abre a la vida, receptivo a los estímulos, todavía un poco esponja de lo que sucede a su alrededor, de los (brillantes) diálogos. Cuerdo, sano, en principio; porque si algo descubre es que la frontera entre la razón y la locura es tenue, sobre todo en entornos como el sanatorio o durante la guerra. Basta fijarse en el lenguaje de los oficiales alemanes: vulgar, amenazante, despectivo; quienes eran ciudadanos corrientes se empoderan en matones que creen tener el mundo en sus manos (sí, recuerda mucho al discurso que ha recuperado la extrema derecha).

El destino de una mente prodigiosa

La segunda parte, Entre los muertos (trad. Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz), es aún más cruda; Lem enmascaró menos la realidad, motivo por el que acabó renegando de esta (y de la siguiente); no es que estuviera prohibido hablar del pasado, la sociedad era consciente del Holocausto, pero lo que retrata es tan duro que, con las heridas aún sin cerrar, podía doler. En el marco temporal, transcurre después del final del anterior, pero cambia el escenario por la zona urbana y reparte el protagonismo entre Stefan, en casa de su tío, y Karol Wilk, un genio de las matemáticas de formación autodidacta.

Huérfano y pobre, pero con una mente prodigiosa, Wilk se revela como un personaje extraordinario, demasiado taciturno para ser un héroe dickensiano. Tras la pérdida de sus padres, en su etapa formativa vive dos puntos de inflexión: el descubrimiento de los números, en el envoltorio de un paquete; y el mensaje de un desconocido que le habla de su padre, de comunismo y de cárcel, ideas que despiertan muchas preguntas en él, sobre quién es, cuáles son sus raíces, qué hará a partir de entonces. Curioso y con gran capacidad de aprendizaje, aprovecha las escasas oportunidades que se le presenten; aun así, al serle denegada la beca, se ve obligado a entrar en un taller donde trabajan judíos.

La empresa, pese a la humillación a la que somete a sus subordinados (e incluso entre jefecillos), es una suerte de tapadera. Wilk, diligente y sencillo, se integra allí como Stefan se adentró en el hospital: desprejuiciado, forjándose su identidad a través de encuentros en el día a día de la fábrica. Es la época más oscura de la ocupación; la desesperación se respira. Se reaviva el conflicto moral que le inoculó el amigo del padre: en tiempos de guerra, el individuo debe elegir entre tomar partido (el legado de su padre), con los riesgos que implica; o centrarse en su desarrollo personal, el don con el que puede engrandecer a la humanidad.

Stefan, por su parte, se reencuentra con la familia –en el primero ya hubo alguna escena, al principio y hacia el final, cerrando el círculo, en un clima de incertidumbre en el que él ya no es el muchacho que se marchó para estudiar–. Mientras busca empleo tirando de contactos (más personajes soberbios), percibe las miradas de recelo (él no es judío, pero físicamente responde al prototipo; hay una escena en la barbería inspirada en la vivencia de Lem). La persecución de judíos, el traslado a campos de concentración, forman parte de la rutina. Su dilema será decidir de parte de quién está, y actuar en consecuencia. Además, se cruza con alguien que lo conecta con el sanatorio.

No se puede escapar al horror

La trilogía es más coral de lo que parece: hay una gran cantidad de personajes, que representan diferentes estratos de la sociedad: ricos y pobres, judíos y arios, cultos y analfabetos, devotos y descreídos, sanos y enfermos, jefes y empleados, de toda índole política, de un amplio abanico de edades. Comparten el hecho de estar perdidos. Y ninguno es un alma cándida, no pueden serlo; si acaso, los protagonistas lo son por inexperiencia; conservan la capacidad de prestar atención, una apertura de miras y una falta de anclaje que les lleva a desplazarse y conocer mundo (ni que sea el mundo de su Polonia), requisito esencial para conocer de verdad al otro.

Los contrastes se dan asimismo en los espacios: la ciudad, el sanatorio, el taller, el campo de concentración (uno de los episodios más crudos, casi documental). No son decorados, sino que se vinculan a los personajes, a las vidas que anidan. Por ejemplo, un capítulo describe un edificio: ningún protagonista vive allí, solo secundarios, pero sus historias acaban confluyendo. Lem pinta un fresco del vecindario que es una radiografía de la época. Toda su narración tiene una pátina de genialidad, también en el modo de describir a cada personaje. Un despliegue de ingenio, metáforas e imágenes potentes que aúnan lo ridículo del carácter con la turbiedad del espíritu.

Ambas novelas terminan cuando el protagonista se asoma al precipicio. Wojciech Orliński, autor del prólogo de la segunda parte, dice que esta puede defraudar por no retomar la acción en el punto exacto donde la dejó en la primera; no obstante, es comprensible que Stefan optara por otro camino y se enfrente a otro periplo. Si alguna crítica se le puede hacer, como mucho es el estar un tanto deslavazado, por comprimir un microcosmos en cada episodio, en detrimento de la tensión narrativa continuada. Aun así, cada página es tal prodigio de prosa, diálogo, caracterización psicológica, erudición y a la vez de amenidad, que se lee con absoluto deleite.

Lem evitó el campo de concentración, pero no todos sus allegados corrieron la misma suerte. Sea como sea, aquellos años hicieron mella en él. Con el tiempo, dedicado por completo a la creación literaria, halló en la invención de otras galaxias un canal para expresar, bajo múltiples disfraces, lo que supuso el Holocausto. Sin embargo, incluso en estas novelas primerizas recuperadas ahora, que de tentativa juvenil no tienen nada, era ya un gran escritor, con ese trasfondo reflexivo y avasallador que impregna sus grandes obras. Solo queda esperar que la tercera parte no se haga esperar mucho.

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