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“Yo no me suicido por amor”: la tristeza política que mató a Violeta Parra

La cantautora chilena Violeta Parra, en su juventud, durante una actuacion musical

Berta Gómez

4 de febrero de 2021 22:40 h

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“Gracias a la vida que me ha dado tanto. Me ha dado el sonido y el abecedario. Con él las palabras que pienso y declaro”. Hoy es difícil saber si estos versos de agradecimiento que en 1966 cantaba la chilena Violeta Parra eran una despedida o una suerte de conjuro para reconciliarse con todo aquello que le dolía, pues apenas unos meses después, el 5 de febrero de 1967, se suicidaba en su propia casa. “¡De un balazo en la sien se mató Violeta Parra!”, anunciaba el periódico Clarín con letras mayúsculas en su portada, y añadía en letra debajo del enorme titular: “se recostó en el suelo y se apoyó en su guitarra”. 

La conmoción por ese suceso traumático dio lugar a una frase que fue muy repetida por aquellos que la conocían –y por aquellos que no tanto–, para tratar de explicar su muerte, hacerla comprensible: “Violeta Parra estaba enferma de tristeza”. Una tristeza que, tras el suicidio, se veía como patológica y se achacaba, casi como una consecuencia lógica, a las distintas y dolorosas rupturas amorosas que vivió. ¿Pero fue realmente así? Escuchando sus canciones y leyendo sus cartas parece que las relaciones románticas no eran el único eje sobre el que pivotaba su experiencia vital y artística, sino que la desazón que más le pesaba tenía que ver con la realidad social que habitaba, con su frustración por el panorama político y la falta de libertad del pueblo chileno. Y es atendiendo a ese compromiso con lo colectivo desde donde podemos leer a contrapelo la historia de su vida y su muerte.

Violeta del Carmen Parra Sandoval, tercera de ocho hermanos, nació un 4 de octubre de 1917 en San Carlos (Chile). En esa época, su familia se hallaba entre las decenas de miles de migrantes del sur agrícola y del norte minero que se desplazaron a Santiago en busca de empleo. Y aunque fue a unos cientos de kilómetros de la capital, las relaciones sociales que entablaron allí fueron claves para que su padre, Nicanor, fuese contratado como profesor de Estado en el regimiento militar de Lautaro. A pesar de que Violeta Parra no habló prácticamente nunca de este lugar –podemos imaginar que le traía malos recuerdos– fueron muchos los acontecimientos que allí sucedieron y que marcaron su forma de enfrentar y comprender la vida, la muerte y la centralidad de la política en todo ello.

Ya en el viaje hacia Lautaro, los Parra tuvieron que bajarse a medio cambio para buscar ayuda médica porque la pequeña Violeta, que contaba solo con cuatro años, sufría de viruela. Pudo recuperarse tras unos meses, pero esta enfermedad selló su cara con cicatrices y también su odio por el colegio: sus compañeros de clase se burlaron de ella hasta tal punto que Violeta mostró a lo largo de su vida un rechazo por la escuela, e incluso, le acabaría transmitiendo este resentimiento a sus hijos. También la fealdad que se atribuía a sí misma debido a las marcas de la enfermedad supusieron un motivo de tristeza constante, según relata en su autobiografía escrita en verso. 

En esta temprana edad, Violeta Parra también vivió de cerca la muerte de uno de sus hermanos a pocos días de nacer. Aquello le causó un fuerte impacto, no tanto por la pérdida en sí misma, sino por el ritual que le acompañó. Tal y como describe Víctor Herrero en la biografía Después de vivir un siglo (Lumen), la familia organizó tras el fallecimiento del bebé el “velorio del angelito” –una costumbre popular entre campesinos y clases bajas de América Latina de aquel momento–: “los niños fallecidos eran vestidos de blanco, se les confeccionaba un par de alas como si fueran ángeles y se los amarraba a una silla para que mantuvieran la posición erguida”, cuenta Herrero.

“Durante la ceremonia, que solía durar todo un día y toda una noche, se reunían los familiares, amigos y conocidos para cantar alabanzas al inocente angelito. El velorio respetaba un protocolo estricto, con cantos a lo divino interpretados solo por hombres, y numerosos rezos a cargo de mujeres. Los roles estaban delimitados por género. Las mujeres, y sobre todo la madre de la criatura, no podían llorar. Si lo hacían, podrían mojarse las alas del ángel y este no ascendería al cielo”. Cuando Parra creció y trató de recuperar el folklore chileno a través de su música, una de sus obsesiones era asistir, para después estudiarlos, a funerales de niñas y niños.

Guitarra antes que colegio

Esa infancia que oscilaba entre alegrías y tristezas se desarrolló además escuchando las discusiones sobre injusticias sociales y diferencias de clase que se daban con frecuencia en las comidas y cenas de la familia Parra junto a sus amistades. Unas conversaciones que cada vez más se fueron llenando de más indignación y desaprobación contra el gobierno del presidente Arturo Alessandri, conocido como el León de Tarapacá, por el giro totalitarista que comenzaba a marcar sus decisiones, a pesar de haber sido elegido democráticamente por una amplia mayoría. “La pequeña Violeta escuchaba a los adultos hablar cada vez más de la crueldad del León, una imagen que reasomaría en sus escritos y sus canciones”, explica Herrero en el mismo libro.

Finalmente, los temores del matrimonio se hicieron realidad cuando, sin aparente motivo, el sucesor de Alessandri despidió a todo el personal civil del Ejército, dejando a su padre sin empleo y precipitando su muerte temprana a causa de la tuberculosis. Violeta tan solo contaba 12 años cuando estos hechos tuvieron lugar: a la inmensa pena que sintió se sumó una complicada situación financiera que pasaba la familia entonces, una falta de recursos que aun sin ser extrema, arrastró el resto de su vida. Y es que por más que hoy la recordemos a la luz de su fama y sus éxitos, y que muchos se hayan referido a la vida de Violeta Parra como una historia de superación frente a la pobreza y las adversidades, en realidad ni su familia fue nunca campesina –de ser así los niños nunca hubieran pisado la escuela–, ni ella consiguió subir grandes peldaños en tal escalera social.

Lo que sí parece cierto es que sus orígenes familiares plantaron la semilla de una constante preocupación política y también, de su pasión por la música y el arte. Violeta prefería cantar y tocar la guitarra antes que ir al colegio, e impregnó del mismo espíritu a algunos de sus hermanos, con quienes formó un cuarteto siendo adolescentes. Chillán, donde la familia se había instalado tras quedarse sin dinero, fue el lugar donde Violeta Parra se dejó atrapar por el folclore chileno: desde las fiestas religiosas y los mercados de campesinos hasta el sacrificio de su madre por cuidar de sus hijos.

A pesar de los años de estudio que vendrían después junto a su hermano Nicanor y su círculo intelectual, el acercamiento a la cultura española que le valió poder ganarse la vida como cantante y la experiencia de las Hermanas Parra como conjunto, los poemas y las canciones de Violeta Parra que aún perduran hoy en nuestro imaginario están situadas en ese escenario rural chileno de Chillán.

Violeta Parra encontró en la música popular, igual que lo hizo su hermano Nicanor con la tradición poética chilena, el pase para la posteridad; pero la decisión de hurgar en las tradiciones de su tierra, preguntando a los mayores de región en región, fue también un camino para llevar su pensamiento al arte: no hay letra de Violeta Parra sin componente político. “Nicanor convidó a su hermana Violeta al 49 cumpleaños de Pablo Neruda. Y Violeta, que no conocía a nadie en esa fiesta, fue con su guitarra”, expone Herrero sobre un episodio que daría lugar al poema Elegía para cantar de Neruda.

“Al cabo de un rato Violeta comenzó a cantar, interpretó viejas canciones campesinas que había recopilado recientemente y también sus propias composiciones. Los comensales, entre ellos intelectuales, poetas, periodistas y dirigentes del Partido Comunista, estaban impresionados con su presencia. La música de esta mujer de ropaje sencillo y apariencia humilde constituía una revelación. A partir de ese momento se abrieron para Violeta las puertas grandes del Partido Comunista, que inclusive proscrito gozaba de excelente salud en el frente cultural e intelectual”.

En su trayectoria, Violeta Parra publicó once álbumes que se vendieron tanto dentro como fuera de las fronteras de Chile, y entre los logros de su biografía destaca también el haber sido la primera mujer latinoamericana en exponer su obra, algunos óleos y esculturas, en el museo Louvre de París. Entre tanto, Parra tuvo varios maridos, amantes y cuatro hijos y, en este aspecto, al contrario de lo que le ocurrió a su hermano mayor, se vio sometida a la presión constante de tener que elegir entre prestar atención a su carrera y a su impulso político y artístico o cuidar de sus hijos.

El sentimiento que leemos en ella tras la muerte a los dos años de la última de sus hijas, Rosa Clara, ahonda precisamente en esa mezcla de tristeza y culpabilidad. Aunque a juzgar por sus palabras, Parra sufría menos por no estar con sus hijos cuando estaba de gira o por no estar de gira cuando estaba con sus hijos, que por el hecho de que esa contraposición se convirtiera, a ojos de del público, en el gran problema de su vida, en la causa de su tristeza patológica. Tanto es así que su suicidio se atribuyó a esta razón, sumada a las penas del corazón, no solo por parte de la prensa, sino por personas cercanas, entre ellas su hijo Ángel Parra, que así lo creían: “Fue una excelente amante, igual que una buena cocinera, pero fue una mujer malherida por amor”, contaba todavía en 2013.

Sin embargo, esta versión, que podría incluso llamarse oficial, quedó desmentida al publicarse en 2019 un libro que incluía la carta de despedida que le dejó a Nicanor Parra: “Yo no me suicido por amor. Lo hago por el orgullo que rebalsa a los mediocres”, comienza a escribir, para continuar con una retahíla de quejas contra el poder: “El presidente Frei es un farsante. Fidel es un romántico. Lenin se equivocó. No quiero que mis hijos sean más cobardes”. Demostrando de manera explícita qué era lo que rondaba su cabeza en el momento que decidió pegarse un tiro en la sien. 

Para comprender la trascendencia de su nombre y su legado solo hay que fijarse en que Violeta Parra cuenta hoy con su propio museo, fundación, un enorme puñado de escritos y canciones dedicadas a su recuerdo, y el día de su nacimiento se celebra el Día de la Música y los Músicos Chilenos. Sería por tanto también necesario recordar a qué se debían sus angustias, por qué luchó durante toda su vida y por qué, a pesar del éxito cosechado, los cambios que ella exigía se han ocultado tras una imagen icónica. Lo que hace, en parte, que aun hoy sea difícil ver realizados los cambios que ella exigía para su país.

Es justo esto lo que reclamaba en una entrevista el agosto pasado su hija Isabel al denunciar que desde 1942 solo tres mujeres han ganado el Premio Nacional de las artes en Chile –que tampoco se le concedió a Violeta Parra–: “Chile tiene deuda con todas las mujeres chilenas, no solo con Violeta Parra, no solo con las artistas. Siempre la mujer ha sido subestimada. No le dieron nunca el premio a la María Luisa Bombal y a muchas otras mujeres brillantes que han terminado pobres, como terminan los artistas por lo general, sin que haya habido un reconocimiento. Esa es la realidad con respecto a la importancia que le da este país a las mujeres creadoras, a las mujeres luchadoras”. Mujeres que, como Violeta Parra, querrían ser recordadas por su compromiso político mucho más que como suicidas que se matan por amor.

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