El realismo mágico de Manu Chao
Con dos puñados de arena y un escroto de cuero, los latinos conquistaron el mundo en su dimensión sonora. Las maracas, sonajero de las orquestas indígenas, marcarían el ritmo de los años 40. Con ello, el jazz latino pondría a la gente a menear caderas al compás del sonido de una serpiente venenosa.
Bien lo sabía el escritor Alejo Carpentier cuando apareció por la casa de Ramón Chao con unas maracas que regaló al pequeño Manu. Allí empezó todo para uno de los artistas más combativos de los últimos tiempos que no tardaría en echarse a la calle con el veneno de la música recorriéndole el espinazo.
Hot Pans y Los Carayos serán el embrión de lo que vino después con Mano Negra, la banda colorista que mezcló música de origen y realismo mágico a partes iguales. Porque, si hubo un inspirador de Mano Negra, ese fue, sin duda, Gabriel García Márquez. Llevado por su literatura, Manu Chao recorrerá con su banda los rincones de la Colombia más profunda. Lo cuenta Peter Culshaw, el Indiana Jones de las músicas del mundo, en la biografía de Manu Chao que acaba de ser publicada en castellano por libros del Kultrum.
Mano Negra se separaron en 1995. A partir de ese momento, Manu Chao se lo hace de cantautor con su guitarra, recorriendo los caminos que van de Finisterre a los Urales pasando por Chiapas. Canta por los Chunguitos y por Bob Marley, lleva su voz por los rincones más necesitados y duerme de cualquier forma y postura. Fuma yerba y experimenta con peyote y ayahuasca.
Manu Chao es un espíritu libre que nunca lee la carta de los restaurantes. Para qué. Él prefiere leer a su amigo García Márquez, al que conoció cuando era un niño en París. “Eras un dolor de cabeza cuando tenías cuatro años y aún lo sigues siendo”, le dijo el Nobel colombiano cuando lo vio llegar a bordo del buque de carga bautizado como Melquíades en homenaje al brujo gitano de “Cien años de soledad”; una caravana náutica donde los Mano Negra compartían escena con la compañía de danza de Philippe Decouflé y las marionetas de Philippe Genty.
Tras esta aventura, Manu Chao seguirá viviendo los pasajes de “Cien años de soledad”. Esta vez se lo hará montado en un tren que él mismo echa a rodar por las vías abandonadas de Colombia; una máquina humeante que transporta una escultura de hielo de grandes dimensiones, un guiño al momento mágico en el que José Arcadio Buendía descubre el milagro del hielo. Por cerrar el círculo, la gira del tren terminó en Aracataca, lugar de nacimiento del Nobel.
De Santa Marta a Bogotá, el grupo de Manu Chao ofreció su espectáculo gratis: un circo de música y fuego, bañado por la lengua de un dragón mecánico. Lo cuenta Peter Culshaw en su libro y también lo contó Ramón Chao en otro libro, hace ya casi treinta años. Se tituló “Un tren de hielo y fuego” y salió publicado en la editorial que la revista El Europeo montó con El Canto de la Tripulación, colectivo capitaneado por Alberto García-Alix y al que se acercó Manu Chao en su estancia en Madrid a mediados de los 90.
De aquellos días quedan las fotos que Alberto hizo a Manu en el extrarradio madrileño. Son fotos en blanco y negro donde el músico mira a la cámara con el veneno en los ojos del que sabe que, con dos maracas, se puede conquistar el mundo. No hay otra manera.
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