Retrato de una mujer moderna
Mi recuerdo musical más antiguo viene de un patio de luces donde las vecinas tendían la ropa y cantaban canciones antiguas con la voz en trémolo; hilos de oro y plata que llevaban y traían historias de celos y tormento; mujeres con nombres sonoros como la Lirio, la Bizcocha, la Parrala y ese tono narrativo que forma parte de la memoria sentimental de tipos como yo, con más tacos de almanaque Myrga por detrás que por delante.
En fin, que estos días he vuelto a revivir aquellos tiempos en los que yo andaba a gatas por el pasillo de casa de mi abuela, todo un mundo donde había un mueble con sus tazas y cucharillas, sus figuritas de yeso y su aparato de radio de madera por donde salían aquellas canciones envueltas en el sonido a freidura de verbena; coplas que a mí me encogían el pecho y que hoy vuelven a resonar en mi caja torácica por obra y gracia de la poderosa fuerza narrativa de un valenciano, llamado Manuel Vicent, que vino a Madrid dispuesto a cazar al vuelo el último disparo que Hemingway se sirvió como desayuno.
Porque Manuel Vicent, en su última novela titulada Retrato de una mujer moderna, ha conseguido trazar algo más que una biografía de la Piquer. Ha conseguido traer hasta el presente un retrato sentimental de aquellos tiempos de copla y huertas; una España donde cabía todo y faltaba de todo igual a una tienda de ultramarinos en liquidación de existencias.
El libro arranca con Concha Piquer en Nueva York, unas navidades de Ley Seca, cuando el alcohol se servía en la trasera de las funerarias y los mafiotes italianos se gastaban chistera y clavel blanco en el ojal. Ella es una mujer joven, decidida, que se ha abierto paso en la sociedad del espectáculo de Broadway, pero que arrastra una pena que es reflejo de lo que sucede cuando se vende el alma al diablo a cambio de algo tan efímero como lo es la fama.
No quiero revelar detalles de la novela, spoilers que llaman ahora, una más de tantas palabras extranjeras que alfombran nuestro idioma como las cáscaras de gambas alfombran el suelo de nuestros bares más castizos, esos que tanto critica Vicent desde sus columnas, junto a los toros, los zapatos de rejilla y los palillos en la boca.
A pesar de que Manuel Vicent critica los elementos con los que yo construyo mis historias, siento verdadera debilidad por su obra escrita, ya lo he dicho muchas veces; hay un hilo que engarza mi memoria con su literatura y que, en esta ocasión, me ha llevado a escuchar de nuevo el sordo rumor de las conversaciones de un patio donde la ropa se seca al sol de la meseta mientras mi abuela fríe pan en la sartén para darme el desayuno, y luego me echa al pasillo donde yo gateo al compás de canciones que hablan de mujeres de ojos verdes, verde limón, y de marineros con el pellejo tatuado por el fuego secreto de los achares.
En el fondo Manuel Vicent es un pesimista lúcido que vino a Madrid hace la tira de años, cuando aún había tranvías y los cigarrillos se vendían sueltos en los puestos de pipas. Entonces, era un joven con perilla de Mefisto que llegaba de Valencia dispuesto a convertir en oro la chatarra que cubre nuestra historia más reciente. Con su literatura ha conseguido que veamos el almanaque de otra manera, no sé si me explico, pero en vez de contarnos las hojas que le quedan, Manuel Vicent nos cuenta las que le faltan. Por algo así, es nuestro escritor de la memoria. Los demás son sucedáneos.
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