Revolución, cuando la historia rompe el tiempo
Louis Aragon atravesó fulgurante algunas de las principales vanguardias del XX. Dadaísta de primera hora, fundador del surrealismo, militante anticolonial. Además de poeta de envergadura, uno fundamental de la lengua francesa, fue desde 1927 -tenía entonces 30 años- militante del Partido Comunista Francés. Solo una década antes se enfrentaba a las dificultades de entender la historia en tiempo presente. Incluso la historia del movimiento político cultural al que se adscribiría hasta su muerte en 1982. “Una vaga crisis ministerial” fue su manera de describir los acontecimientos que llegaban de Rusia en octubre de 1917, tal vez el suceso más decisivo del siglo pasado. La anécdota la relata el profesor italiano Enzo Traverso en su monumental e inagotable Revolución (Akal, 2022), subtitulada Una historia intelectual, un volumen de 500 páginas en el que repasa “ese acto colectivo a través del cual los seres humanos se liberan de siglos de opresión y dominación”. “Las revoluciones son la respiración de la historia”, añade. Si no ocurriesen, la historia se ahogaría.
“Al provocar el estallido del continuo de la historia, las revoluciones rescatan el pasado”, escribe Traverso al final de la introducción de su libro, “contendrán en sí mismas -sean o no conscientes de ello- la experiencia de sus ancestros”. El Octubre Rojo incorporaba las revueltas de siervos, el populismo Naródnik -no el de Laclau-, el protoanarquismo, los socialdemócratas derrotados de 1905. Irrumpía en el tiempo de la contemporaneidad, hija de la terrible guerra del 14 y de la organización obrera y campesina. La Revolución contra el Capital, sintetizó de manera un poco efectista Antonio Gramsci, porque Marx no había redactado un manual de instrucciones. Lo que sí había hecho el capital es implantar el tiempo homogéneo y global, que Traverso estudia a través de la metáfora de la locomotora, omnipresente en el período de ascenso del capitalismo y de su antítesis proletaria. “En 1800, el tiempo se sincronizaba local o regionalmente, pero los trenes no podían funcionar sin un horario nacional”, recuerda, “lo cual implicaba la eliminación de cualquier diferencia temporal entre diferentes ciudades”. A finales del siglo XIX, “las mediciones del tiempo se habían coordinado y regulado a escala internacional”. La extracción de plusvalía y el reloj que marca las horas.
Hasta que, indica, el tiempo estalla. El eco de los pasos de Walter Benjamin se oye a lo largo de todo el libro. No es ningún secreto. “Fiel a la tradición intelectual de [Karl Marx y Walter Benjamin, este ensayo histórico] aborda la revolución como una interrupción repentina -y casi siempre violenta- del continuo histórico, una ruptura repentina del orden social y político”, escribe Traverso. Y fue precisamente Benjamin quien ilustraba una de sus Tesis sobre el concepto de historia con los obreros parisinos que, en julio de 1830, 41 años antes de la Comuna, disparaban a los relojes de las torres. Era durante la revolución contra el último Borbón francés y era una revolución -como todas, viene a sostener Traverso- contra el tiempo homogéneo y vacío de la dominación.
Traverso entiende que fue Marx, a quien tantas veces invoca a lo largo del libro, el que introdujo “el tiempo concreto, kairótico y disruptivo de la revolución” en el pensamiento sobre la historia. Y este tiempo difiere del largo plazo de los historiadores -algunos historiadores- y del tiempo abstracto del capital, añade. “Al sobrepasar los ciclos históricos largos y provocar el estallido del movimiento espasmódico del capital”, escribe, “la revolución tenía su propia autonomía, un tiempo autorregulado de la emancipación y la agencia humanas”. El topo que no cesa de cavar y emerge cuando nadie lo espera. La intempestividad que defendía el filósofo Daniel Bensaïd, marxista heterodoxo de la misma geografía política que Traverso. Y eso que Lenin había avisado sobre el deber del revolucionario: estar siempre preparados para, precisamente, el estallido. A partir de esta idea del tiempo que se rompe, se acelera y se reconfigura a las órdenes de las fuerzas revolucionarias, Enzo Traverso explora los ángulos ocultos, los cuerpos entregados, los intelectuales, las historizaciones de la revolución. Pero de la revolución socialista de horizonte comunista: “Las revoluciones titubean en el filo de la navaja (…) rescatan el pasado al inventar el futuro”.
Es ese filo de la navaja en el que probablemente pensaba el escritor gallego Carlos Meixide cuando definía la Comuna de París como “la última revolución romántica y la primera revolución obrera”. A ella ha dedicado una documentada y eléctrica novela de 600 páginas, Viva a Comuna! (Xerais, 2023, en gallego; todavía sin traducción a otras lenguas), que repasa aquellas 71 jornadas de gobierno obrero y popular, su antes y su después. El tiempo de las cerezas, como lo definió la canción del communard Jean Baptiste Clément, uno de las decenas de personajes históricos que pululan por el libro de Meixide. El caso es que los dos meses de experiencia revolucionaria -del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871- equivalieron, como decía un revolucionario, a décadas anodinas. La intensificación de la vida cotidiana hizo chirriar los ejes del tiempo histórico: la Comuna limitó el precio de los alquileres, estableció pensiones para las viudas de miembros de la Guardia Nacional, abolió el trabajo nocturno en las panaderías, devolvió las herramientas a los trabajadores, retiró la guillotina, eliminó los intereses de las deudas, estableció el derecho de los obreros a adueñarse de las fábricas si los propietarios huían, cerró las escuelas dependientes de la Iglesia, decretó igualdad de salario entre los maestros y las maestras. Otra ensayista, Kristin Ross, recordaba en Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París (Akal, 2016) los hilos rojos del proceso: “Una fuerte estructura revolucionaria descentralizada, organizada por distritos y vinculada a las preocupaciones populares, como el pan y el odio al clero”. Programa revolucionario: pan y odio al clero. El tiempo de las cerezas.
La Comuna de París, una revolución obrera nacida en el vientre de una guerra -la francoprusiana-, acabó en baño de sangre. El propio Meixide defendía en una entrevista reciente en Faro de Vigo que su carácter pacífico -la abolición de la guillotina- fue su mayor virtud, pero también su gran debilidad. Al permitir la huida a Versalles de las tropas de Thiers a primera hora, el gobierno revolucionario permitió la reconstitución de la reacción. Empezó a cavar su propia tumba. Prosper-Olivier Lissagaray, communard socialista y su primer historiador, cifró los muertos de la represión en un arco que va de los 20 a los 30.000. “La Comuna resistió mientras tuvo munición”, escribe Meixide, que rescata el episodio de 200 federados en el cementerio de Père-Lachaise, asediados por los versalleses. “Combatieron bravamente mientras les quedó algo de pólvora. Cuando se agotó, resistieron ocultos tras las lápidas, armados de palos y piedras. No se rindieron, en todo caso. Los ajusticiaron contra el muro del cementerio”. No hubo piedad. El orden volvió a reinar en París. Los relojes, de nuevo en hora, la hora del capital.
Y pese a todo, la Comuna no desapareció. La fractura que provocó en el tiempo de la dominación difícilmente volvió a suturarse. La leyenda asegura que Lenin bailó sobre la nieve de la Plaza Roja de Moscú cuando la revolución que entonces él dirigía cumplió 72 jornadas en pie, una más que en el París de 1871. Y ni siquiera toda la sangre derramada fue capaz de ocultar que entonces París había sido una fiesta. El filósofo francés Henri Lefebvre la describió así, según recoge Los escritores contra la Comuna (Los enemigos de Thiers Editora, 2021), de Paul Lidsky: “Fue, para empezar, una inmensa fiesta, una fiesta que el pueblo de París, esencia y símbolo del pueblo francés y del pueblo en general, se ofreció a sí mismo y ofreció al mundo. Fiesta de la primavera en la ciudad, fiesta de los deheredados y de los proletarios, fiesta revolucionaria y de la revolución, fiesta total, la mayor de los tiempos modernos, que se celebra en la magnificiencia y la alegría”. Y es sabido que en las fiestas, como en las revoluciones, el tiempo pasa de otra manera.
En otro ensayo milagrosamente inagotable, Melancolía de izquierda. Después de las utopías (Galaxia Gutenberg, 2019), Enzo Traverso reflexiona sobre la memoria de la izquierda. Y la memoria es también un trayecto en el tiempo, a veces vacío y homogéneo, a veces cargado con el tiempo-ahora. “La melancolía de izquierda no significa el abandono de la idea del socialismo o de la esperanza de un futuro mejor”, escribe, “significa repensar el socialismo en un tiempo en que su memoria está perdida, oculta y olvidada y necesita ser redimida”. A ello dedica su historia intelectual de las revoluciones, cuyo Epílogo menciona la alterglobalización, los Indignados, los movimientos feministas y LGTB, los Chalecos Amarillos, Ocuppy Wall Street o el Black Lives Matter como “discontinuos pasos en el proceso de construcción de una nueva imaginación revolucionaria”. Su última frase, casi 500 páginas después, invoca al viejo e intempestivo topo: “Las revoluciones no pueden programarse: siempre vienen cuando menos se las espera”.
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