Trece horas sin levantar el culo del sofá
Recuerdo la primera vez que ocurrió. Fue el nefasto domingo 3 de febrero de 2013 y yo estaba distraído o no supe oler el peligro. La noche empezó como siempre: entré a Espoiler TV y vi que existía una serie nueva con Kevin Spacey y me dije “qué bien, veamos el piloto y, si me gusta, la seguiré cada domingo”. ¡Qué ingenuo! Eran las once de la noche y mi vida no tendría retorno.
Aún no sabía que esa noche Netflix inauguraba la práctica de poner a disposición de sus suscriptores las temporadas completas de sus series originales de un solo golpe, sin esa costumbre –tan siglo XX– de emitir un capítulo cada semana, como hace el resto de las cadenas del mundo.
Lo que ocurrió en mi cabeza fue irreversible, es verdad, pero ¿cómo podía saberlo? Ahora que ya conozco las consecuencias físicas y psíquicas es muy tarde para volver atrás.
Por eso quiero advertirles a ustedes, que quizá todavía estén a tiempo: cuidado con Netflix, y cuidado sobre todo con House of Cards. Son dos amistades perversas que te inoculan toda la droga de un solo jeringazo, sin parones por el Día de Acción de Gracias, sin fechas salteadas por culpa de la Super Bowl, y sin pausas comerciales para ir a mear.
Una noche cualquiera te distraes, y ¡zas!, los trece episodios de un drama político inigualable aparecen al alcance de tu mando a distancia, para verlos cuando quieras. El veneno está en tus arterias: problema tuyo cómo dosifiques el tiempo que tardarás en morir.
La noche más larga
Ese domingo 3 de febrero por la noche me senté en el sofá a ver House of Cards y, antes de que pudiera darme cuenta, el reloj ya había marcado las ocho de la mañana del lunes 4. El sol apareció bañando los muebles de la casa, los gallos cantaron afuera, el olor a tostadas llegó desde la cocina y yo –con ojeras de drogadicto culpable– iniciaba el episodio nueve y sabía que no iba a parar hasta el trece final.
Eso es lo peor: lo sabía aunque mi razonamiento lo negara. Mi cerebro decía “este es el último capítulo, mañana sigo, tengo mujer e hija, ellas no me pueden ver aquí sentado cuando despierten...”, pero una vez por hora mi dedo índice pulsaba la tecla next y la barra de play volvía a cero.
A las diez de la mañana mi mujer me trajo un café solo sin azúcar y me lo dio a beber con un sorbete de plástico, mientras me quitaba el sudor con una toalla. Yo no podía siquiera decir “gracias” ni mirarla a los ojos: los episodios finales de House of Cards son trepidantes y no te permiten sacar la vista del televisor.
Empecé a ver la serie a las once y cuatro minutos de la noche. Vi trece episodios completos de casi una hora cada uno, con pausas de siete minutos para sentir culpa; hice pis tres veces durante la maratón: las dos primeras en un florero, la tercera, encima; fumé ciento ochenta gramos de tabaco de liar rubio de la marca Manitou; solté cuarenta y dos centímetros cúbicos de baba; mi mujer se despertó cuatro veces a preguntar qué coño me ocurría; respondí “mmmscards” la primera vez; las otras no obtuvo respuesta y se fue llorando.
Terminé de ver la primera temporada completa de House of Cards a las doce y cuarenta y nueve de un mediodía soleado. A las trece y dos minutos me desplomé en la cama con los ojos en blanco. Lo último que escuché fue una frase de mi hija, en catalán: “¿Què li passa al papa, es va a morir?”. No alcancé a oír la respuesta de la madre.
Ni una cosa ni la otra
Mi columna Espoiler de esta semana no trata específicamente sobre House of Cards, ni tampoco sobre Netflix (trata sobre las adicciones y lo que nos cuesta librarnos). Pero aprovecharé los últimos párrafos, ya que estoy aquí, para ofrecer sendos pantallazos sobre la serie y la plataforma.
Pantallazo 1. La segunda temporada de House of Cards ya está online al completo y es, sin duda, la mejor serie política de la historia moderna. Si la primera parte de 2013 me dejó babeando, las trece horas de esta semana tuvieron un ritmo todavía mas bestia. No voy a desperdiciar caracteres para hablar de la trama en detalle, ni de sus interpretaciones monstruosas. El que ya la empezó a ver sabe que aquello es droga de máxima pureza, y, si alguien sigue virgen de la mirada poderosa de Frank Underwood, no entiendo qué hace leyendo la prensa por internet, si hasta Barack Obama pidió silencio el viernes pasado en Twitter. Y eso es porque la carroña política de este siglo no tiene explicación sin esta historia perfecta de circo romano actual.
Lo digo en caliente, por supuesto, porque empecé y acabé la segunda temporada antes de ayer. Sí: otra vez trece horas sin dormir, otra vez las ojeras y el desconcierto familiar. Ya no hay remedio; mi esposa está haciendo las maletas mientras redacto estas líneas. Si ustedes son solteros, o no temen tirar por la borda una relación estable, pueden encontrar todos los episodios, y los subtítulos en español, en la ficha de Espoiler TV. Pero antes preparen litros de café negro.
Pantallazo 2. La plataforma Netflix sigue sin llegar a España de manera oficial (ya no lo digo con rabia, como hace dos años, sino con resignación). Este sistema de visionado a la carta existe con gran suceso en casi todos los países de habla hispana e inglesa, pero no aquí. Igual que lo fue Spotify con la industria discográfica, Netflix es la respuesta más contundente y global al ‘supuesto problemón’ de la piratería audiovisual, pero sigue sin aterrizar en España porque ciertos empresarios y políticos locales sienten que podrían perder dinero con sus chiringuitos desfasados.
Para ver House of Cards en este país estás obligado a hacer una maniobra ilegal: o cambias tu IP para comprar la suscripción como si estuvieras en una región del mundo más decente, o la descargas por torrent esquivando los controles, o la ves en streaming desde webs de linaje dudoso. Así es la vida.
Déjenme señalar, antes de irme, una paradoja recurrente: quienes tienen en su mano permitir el desembarco de Netflix en España están muy ocupados persiguiendo la piratería; por eso no tienen tiempo de solucionarla.