Javier Gutiérrez hunde en ginebra la tragedia del amor en 'Principiantes'
La obra teatral comienza con una declaración de intenciones. No engaña. Juan Cavestany, que ha realizado la adaptación del cuento de Raymond Carver Principiantes, ha preferido arrancar con un prefacio de otro texto del mismo libro, un cuento tótem de este escritor norteamericano fundamental del siglo XX, adorado por el cineasta Robert Altman, padre del realismo sucio e hijo putativo de Hemingway, titulado Una cosa más.
Son cuatro páginas en las que Carver introduce al lector en la casa de un hombre arrasado por el alcohol que maltrata a su mujer y a su joven hija. Después de una secuencia de violencia, la mujer lo echa de casa. A punto de irse, el cuento acaba así: “L. D. se puso la bolsa bajo el brazo y cogió la maleta. Dijo: 'Solo quiero decir una cosa más. Pero le resultó imposible imaginar cuál podría ser aquella cosa”. Punto final. “Es el clásico Carver. Miserias de una humanidad desarmada y sin palabras. Nada sucede y todo podía suceder. Final mudo. El mundo es una tragedia estática”, escribía el novelista, dramaturgo y periodista Alessandro Baricco en un artículo en La Repubblica en 1999.
Javier Gutiérrez interpreta en la segunda parte de la obra que aborda el cuento de Principiantes a Herb, un cardiólogo que dice creer en el amor puro pero se halla en un cuerpo ya herido, atormentado. “Mi personaje está teñido desde el comienzo de una desesperanza, de una grieta, de una melancolía profunda que intuimos que está llena de dolor”, explica en conversación con elDiario.es, tras el primer pase de la obra en Madrid.
Los dos Carver
En 1989 Raymond Carver publicó De qué hablamos cuando hablamos de amor, un contenedor de relatos que incluye los dos cuentos en los que se basa esta obra. En 2011, se publica el mismo libro pero con otro título, Principiantes: se trata de la versión original del manuscrito de Carver sin editar, el cual contiene los mismos relatos pero el doble de páginas.
En la versión de 2011, el cuento Una cosa más acaba de una manera muy diferente: “Escucha, Maxine. Recuerda esto. Te amo. Te amo pase lo que pase. Y también te amo a ti, Bea. Las amo a las dos'. Se quedó de pie en el umbral y sintió que los labios empezaban a temblar mientras las miraba en la que, pensó, sería la última vez. ‘Adios’, dijo”.
Cuando en 1999 comienzan a surgir los rumores de que el talento de Carver no se debe únicamente a sí mismo, Alessando Baricco decide visitar la biblioteca de Bloomingtonque custodia las cartas y los manuscritos a máquina del autor, para cotejarlos con los pubicados. Cuando se topa con un final diferente para el mismo cuento, Baricco dice: “Leí y releí este final ¿No es extraordinario? Es como descubrir que, en su versión original, Esperando a Godot termina con Godot que efectivamente llega y dice cosas sentimentales o sensatas (…) Le dice 'Te amo', ¿entienden? Aquel silencio del personaje en el umbral de su casa parecía la última estación de la humanidad y de la esperanza. Y solo era un hombre que retomaba el aliento”, explica.
Baricco, posicionado como carveriano traicionado, llega a decir: “Descubrí que uno de los máximos modelos de la cultura narrativa contemporánea era un modelo artificial. Nacido en laboratorio. Y sobre todo: descubrí que el mismo Carver no estaba capacitado para mantener aquella mirada impasible sobre el mundo que sus cuentos ostentan (…) Como si tuviera miedo. Construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera la necesidad de convencerse que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables. Humanos. Al final, la gente llora. O te dice te amo. Y la tragedia es explicable. No un monstruo sin nombre”.
Cuál es el Carver de Andrés Lima
El espectador que acuda al teatro esperando encontrar el Carver puro, de final fulminante y una última frase perfecta cortada como un diamante, helada, se decepcionará, como poco, y posiblemente salga un tanto iracundo. En el prefacio, como si se tratase de un aquelarre contra el Carver editado, Andrés Lima hace que el padre viole a la hija sobre una mesa bajo la música atronadora del Whole Lotta Love de Led Zeppelin. Desde el primer momento sabemos que estamos en otro Carver, más explícito pero también más humano, un autor que intenta comprender a esos personajes desesperanzados y a la deriva que llenan su universo. Y así, en vez de dejar a los personajes de Principiantes borrachos, ya sin ginebra, en una cocina en la que anochece y queda a oscuras, veremos qué pasa después. De la mano de cuatro más que solventes actores: Javier Gutiérrez, Vicky Luengo, Mónica Regueiro y Daniel Pérez Prada, descubrimos cómo Carver, de algún modo, intenta salvarlos. La gran “misión” del proyecto, explica Gutiérrez, era precisamente “cómo llevar estos personajes tan carverianos a escena”.
Lo que encontrará es ese otro Carver con el que Alessandro Baricco, pese a la sorpresa, finalmente se reconcilia: “Me releí los dos cuentos en la versión original de Carver. Bellísimos. De manera distinta, pero bellísimos ¿Saben qué había de diferente? (…) Que hay compasión por sus personajes y una compresión de ellos, que logra la acrobacia insensata de hacerte sentir parte del malo (…) En el original Carver busca desesperadamente hallar el revés humano del mal, demostrar que el mal es inevitable pero que dentro de él hay un sufrimiento y un dolor que son el refugio de lo humano, el rescate de lo humano en este paisaje glacial que es la vida”. Ese otro Carver está esbozado, con mayor o menor acierto, en el montaje teatral que dirige Andrés Lima. El espectador puede decidir qué le convence más, si el Carver minimal y quirúrgico o este otro que se embarra hasta el final con sus personajes. O puede quedarse con ambos.
Actoralmente el montaje es complicado. Cuatro personajes desubicados —dos parejas: una veterana, otra comenzando relación—, se reúnen frente a una mesa entre botellas de ginebra. Situada en una América difusa, estos personajes hablan en torno al amor y ahogan esperanzas y anhelos entre vaso y vaso. La acción no existe, tan solo hablan; pasar, no pasa nada. Al mismo tiempo, los diálogos sugieren profundos vaivenes en el interior emocional de cada personaje. Andrés Lima ha optado por insertar acciones y movimiento a la escena que van reflejando los viajes interiores de los personajes. Cuenta, además, con la potencia de la escenografía de Beatriz San Juan, presidida por una ventana en la que vemos diversos paisajes saturados de luz, que se inician con una geografía americana a lo Sam Shepard y que acaban en pura iconografía mental.
El brillo en los ojos
La obra se apoya en las interpretaciones de los cuatro actores y en especial, como explica muy sintéticamente Javier Gutiérrez: en los ojos, el semiaparte teatral y la acción.
Llama la atención un momento de la obra en que este actor, tras un largo monólogo devenido en diálogo, en mitad de este, se gira y mira a platea. Una ruptura de la cuarta pared que no es total pero que interpela al espectador. “Es una elección actoral consensuada con dirección. El texto de Carver es muy literario. Son cuatro personajes sentados en la mesa de una cocina y se necesitaba acercarlo mucho al público”, aclara. “Al comienzo de la función, por ejemplo, hay dos monólogos muy importantes y tenían que llegar al público. Había que meter al espectador en esa cocina. De ahí la decisión de interpelar directamente al espectador y además así poder hacer presentes los ojos del actor, que en esta función creo que son fundamentales”, explica Gutiérrez. “La obra es en cierto modo muy cinematográfica y poder contar con ese 'primer plano' de los ojos era importante. El brillo de los ojos en este montaje es vital para comprender qué les pasa a estos personajes tan atormentados”.
La obra, si bien tiene momentos álgidos y textos de gran hondura no consigue la tensión del teatro de Edward Albee, Arthur Miller y Tennesse Williams en el que parece mirarse. Ahora bien, uno puede engancharse a cada una de las interpretaciones, a la manera de hacer de Javier Gutiérrez o a la sorprendente Vicky Luengo que consigue en esta obra escaparse por una rendija y, sin estar en el centro del foco, ir componiendo a través del gesto y la presencia un personaje lleno de matices.
La tradición de López Vázquez y Landa
Principiantes, en cartel en los Teatros del Canal de Madrid hasta el 5 de febrero, está engrasada, asentada. El montaje cuenta ya con más de setenta funciones realizadas por toda España. Después de Madrid viajará a varias ciudades españolas (Barakaldo, Zaragoza o Marbella entre otras) para en abril volar hasta el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá en Colombia.
Javier Gutiérrez, gallego nacido en Asturias, conocidísimo por papeles de la televisión en series como Aida, Los Serrano, Aguila Roja o Estoy vivo, sigue apegado al oficio de las tablas que comenzó bajo la batuta de Ángel Gutiérrez, “el ruso”, aquel gran director de actores que fue niño de la guerra mandado a Moscú y más tarde introductor del método Stanislavski en España. El actor es capaz de dotar de humanidad y naturalidad a cualquier personaje y el público lo quiere como a pocos. Por ejemplo, su Satur de Águila Roja, que borda la tradición más rica del sanchopanzismo, ha calado bien hondo en los españoles.
Al intérprete le gusta elegir con detenimiento los proyectos teatrales en los que se embarca. “Llevo desde 2011, coproduciendo los espectáculos en los que me involucro como actor. Trato de cuidar compañeros de viaje, textos, tiempos que pueda manejar… Y prefiero formar parte del proceso de toma de decisiones”, explica Gutiérrez, que también está embarcado como productor en el montaje de Principiantes desde que Mónica Regueiro, actriz que interpreta a su mujer en la obra, le presentara la versión escrita por Cavestany.
2022 viene cargado para él. En torno a septiembre, estrenará tres películas: una nueva junto con el director de La isla mínima, Alberto Rodriguez, Modelo 77, sobre la condición de los presos en la época franquista; una comedia junto a Carmen Machi, Mañana es hoy, producida por Amazon y dirigida por Nacho G. Velilla; y Lobo feroz, un oscuro thriller junto a Adriana Ugarte, dirigido por Gustavo Hernández. Además, en abril, en el Teatro Calderón de Valladolid, estrenará Los santos inocentes, adaptación teatral del libro de Miguel Delibes, una obra agarrada a la memoria sentimental y política de este país a través de la película de Mario Camus. En ella interpretará a Paco el Bajo, el personaje que también encarnó Alfredo Landa. “Luis Bermejo hará Azarias, el señorito Iván lo hará Jacobo Dicenta y Pepa Pedroche hará Regula. Ya tenemos una inmensidad de bolos contratados, se nos ha ido de las manos, la verdad”, confiesa ilusionado. “No hemos empezado, por ahora tan solo tenemos un muy buen elenco y una estupenda versión teatral. A ver si conseguimos estar a la altura. Sin querer competir con la novela ni con la película, en la que todos los actores están en estado de gracia, creo que podemos aportar algo. Además, creo que llega en un momento adecuado, los de arriba siguen pisando el cuello a los de abajo, lamentablemente la obra habla de cosas que no han desaparecido”, explica.
Javier Gutiérrez ha recogido el testigo de una manera de entender la profesión actoral que dice tiende a desaparecer. Él defiende una profesión sin tanta alfombra roja ni tantos likes donde uno tiene que empezar desde abajo, ir mamando el oficio. Dice mirarse en el espejo de actores como López Vázquez, Paco Rabal, Fernando Fernán Gomez, Agustín González, Alfredo Landa, José María Rodero, Julia Gutiérrez Caba, Amparo Rivelles o María Luisa Ponte. “Es que hemos tenido lo más granado”, asegura. Pero al apretarle y preguntarle en quién de todos ellos se mira, lo tiene claro: “José Luis López Vázquez y Alfredo Landa, claramente”. “Me reconozco mucho en ellos, primero, por mi fisionomía, de españolito medio y, por otro lado, por ese ADN que les permitía hacer durante media década películas totalmente olvidables y luego hacer Mi querida señorita y La cabina el mismo año. Cuando tenían oportunidad de demostrar su talento, lo bordaban. Me miro mucho en ellos, los estudio”, confiesa. Eso mismo, de algún modo, le pasó a él. Pocas veces un actor puede hacer sentir al espectador un orgullo patrio como el de verle interpretando a aquella rata policial franquista en La Isla Mínima que él convierte en poliedro emocional sosteniendo largos y primerísimos planos actuados desde el interior.
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