La ópera más odiada por Stalin inaugura la temporada del Liceu con la voz de “una mujer fuerte que desafía la autoridad”
El Gran Teatre Liceu inauguró temporada este miércoles con una gran producción propia, Lady Macbeth de Mtsensk, obra de Dimitri Shostákovich que era la segunda vez que se representaba en el coso barcelonés. Una producción por todo lo alto (1,5 millones de euros de presupuesto) y que apostó por los valores locales: el director de orquesta Josep Pons y el director de escena Àlex Ollé. Su director artístico, Víctor García de Comar, arriesgaba con una ópera complicada y poco conocida. Y sin que la noche supusiera un gran triunfo de grandes aplausos, el Liceu pasó con nota con un estreno de gran factura en el que reinó la apabullante música sinfónica del ruso.
Comenzó la noche con la recepción de toda la burguesía catalana, acto regado con un abundante cava servido a unos perfectos seis grados. El presidente de la Generalitat, Salvador Illa; tres expresidentes, Jordi Pujol, Artur Mas y José Montilla; el alcalde de Barcelona, Jaume Collboni; gente del cine como Juan Antonio Bayona y toda la plana mayor de la industria y la abogacía catalana, como Miquel Roca, recibieron este comienzo de temporada que celebra los 25 años de la reapertura y reconstrucción de este gran teatro tras su incendio en 1994. Algo que demuestra la fuerza institucional del Liceu y la relación de la sociedad catalana con la cultura.
Tras la recepción social, el público asistió a esta ópera donde predomina la orquesta sobre el canto y en el que la música del compositor ruso hace avanzar al galope la trama como un thriller vertiginoso y psicológico que esconde una mirada lacerante hacia la sociedad. Lady Macbeth, con música de Shostákovich y libreto de Alexander Preis, cuenta la historia de Katarina, casada con un empresario, Ismaliov. El libreto está basado en la novela del mismo título del escritor ruso Nikolái Leskov, contemporáneo de Dostoievski, que se basó en un caso real para reflejar la historia de una mujer oprimida por un régimen tradicionalista y patriarcal.
Del folletín ruso al thriller sinfónico
Katarina (una estupenda Sara Jakubiak) se aburre, su marido es un melifluo, se la humilla por no quedarse embarazada y se la usa como objeto de deseo sexual. Ella descubrirá a través de un obrero de la fábrica, Sergei (imponente Pavel Cernoch que además es puro potencial de icono gay, parece un renacido Stanley Kowalski), la liberación sexual que la sumergirá en un enamoramiento enfermizo que acabará por convertirla en una asesina es serie. Katarina es una Madame Bovary negra y un tanto gore, más que un personaje shakespeariano. Un personaje que no tendrá remedos en asesinar a su suegro, a su marido e incluso al hermano pequeño de su marido, quien tiene derechos hereditarios y es todavía un niño, para obtener lo que quiere.
Shostákovich, sin embargo, suprime el episodio del infanticidio y añade una escena de una comisaría donde muestra una policía corrupta. La finalidad de la obra era denunciar una época, la zarista, abyecta y antirrevolucionaria. La ópera era la primera parte de una trilogía donde el ruso ya había ideado otras dos piezas, una sobre la mujer revolucionaria y otra sobre la mujer del futuro. No podría hacerlo, esta sería su última ópera. Stalin, después de ver la obra, levantó una operación de acoso y derribo que el compositor tardó años en esquivar siempre con el temor de ser exiliado a Siberia presente.
La ópera estuvo prohibida en la URSS hasta 1953. “Creo que Shostákovich quería que simpatizases, sin justificarla, con Katarina”, afirma el director Àlex Ollé a este periódico. “El ruso crea una mujer fuerte, capaz de desafiar a la autoridad y luchar por su libertad, pienso que esto fue lo que pudo molestar a Stalin, además critica una sociedad patriarcal y corrupta que seguía operando y no estaba erradicada”, señala.
Àlex Ollé lleva desde 1996 dirigiendo óperas desde que Gerard Mortier invitó a la Fura del Baus a dirigir Atlántida, ópera que con música de Manuel Falla se estrenó en Granada. “Aquel proyecto nos abrió las puertas de la ópera”, recuerda este director que hace un año dejó voluntariamente la compañía que trastocó la escena nacional en los años ochenta con espectáculos que eran puros happenings del teatro de la crueldad artaudiano que se llevaban a cabo en mataderos y fábricas abandonadas. Luego llegaría la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona en los que trabajó justamente con el director Josep Pons y una larga carrera de óperas estrenadas en Londres, París, Milán o Fráncfort. Ahora afronta su penúltimo año como artista residente del Liceu.
Ollé ya había montado la primera ópera de Shostakóvich, La nariz, basado en un cuento de Nikolái Gógol y que pudo estrenar en Copenhague y Bruselas hace tres años. “Esa fue mi primera inmersión en la música del ruso, así que cuando el director del Liceu me ofreció elegir un título no tardé ni dos segundos en decir Lady Macbeth”, señala Ollé. Al hablar de las virtudes esenciales de esta ópera, el director destaca su música “brutal, muy cinematográfica, moderna, apabullante”. “Es una obra, lamentablemente, de total actualidad, contra el patriarcado y el machismo”, añade sobre esta ópera en que el espectador podrá realmente tener la sensación de estar oyendo una banda sonora de Alfred Hitchcock. No en vano el compositor del director inglés, Bernard Hermann (compositor además de películas como Ciudadano Kane o Kill Bill), era gran admirador del ruso.
10.000 litros de agua freática
Así, cabalgando sobre la espectacular música que desde el foso llenaba todo el Liceu, Ollé supo disponer un escenografía simbólica y sugerente. Numerosos paneles móviles de metal oxidado iban componiendo un espacio que ya en el segundo acto se liberó de la limitación representativa para convertir el escenario en un espacio mental, el de la propia Katerina, que además Ollé cargó simbólicamente de un suelo inundado con un palmo de agua.
Toda la obra chapotea, los cantantes hacen caso omiso, como si la ciénaga en la que están inmersos no existiera. El efecto es considerable. Ollé ya lo había utilizado hace dos años en Pelléas et Mélisande, ópera de Claude Debussy. En la obra, se aprovechan los 10.000 litros del agua freática de los subsuelos del Liceu que normalmente se utilizan para riegos de la ciudad de Barcelona. Y de manera sostenible (el agua será reutilizada en cada función y al final de las ocho funciones previstas entregada al Ayuntamiento), se crea un ambiente simbólico de aúpa que el iluminador Urs Schönebaum aprovecha sobre manera. En el primer acto, donde vemos a Katerina sucumbir a un futuro que la llevará al exilio a Siberia y su suicidio, las aguas reflejadas en los paneles de metal se convierten en garras amenazadoras.
Aprovecha también Ollé, yendo a favor de la música de Shostakóvich, todos los momentos corales. Impresionante las escenas de los trabajadores del principio y la composición de la boda de Katarina con Sergei una vez asesinados marido y suegro. Tampoco desdeña el humor y el cuño de enfant terrible que lo caracterizan. Las escenas sexuales son de pura carnalidad, impresiona ver la capacidad interpretativa de los cantantes bajo la dirección del barcelonés. La primera cópula entre Sergei y Katarina, realzada por los tambores de Shostakóvich que son el doblez sexual de la ducha de Psicosis, es explicita y quizá incómoda, visto el ruido de ciertas butacas en platea, para ciertos asiduos al Liceu.
En la boda destaca la interpretación musical, de puro bajo, pero también actoral, de Goran Jurić, un beodo sacerdote que Ollé hace olisquear a las mujeres por debajo de sus faldas. Toda la obra está llena de guiños irreverentes como el momento en que Katerina, en una escena de cama, afea a su amante el dormir cuando tiene sus besos tan cerca. Ollé hace que esa frase llegue justo después de una felación. La escena no está remarcada, la felatio, aunque es explicita, dura bien poco, aun así más de un espectador rio de manera cómplice.
Cabe destacar también el vestuario, a cargo de Lluc Castells, que como apunta Ollé, “bien pudiera ser de un país del Este, de la posguerra de aquí o totalmente actual”. El marido de Katarina, vestido con un muy actual fachaleco, es toda una declaración de intenciones. Pero a parte de todos estos necesarios aditamentos, que no salen siempre bien, la comisaria escenificada con una tortura con porras de goma es naif y nada eficaz, el poder de la apuesta de Ollé se plasma sobremanera en el último acto en el que, descubiertos los amantes, son condenados a trabajos forzados en Siberia.
Un pueblo de presos camina hacia la nada, cenitales blancos iluminan un espacio helado, un viejo prisionero, el bajo Paata Burchuladze, canta con toda la tristeza del mundo “un camino empapado de sangre en el que resuenan gemidos de muerte”. Entra el coro, las cuerdas de la orquesta, el omnipresente viento de esta ópera. Es uno de los grandes momentos de este Lady Macbeth, poético, totalmente escénico, y que va más allá de las discordias sobre el feminismo de esta obra. Ahí se impone la vibrato filosófica de Shostakóvich, aquella que refleja a un ser humano sin finalidad ni principio que fundamente un sentido de vida.
Todos los personajes de la obra, el suegro que intenta beneficiarse a Katarina (Alexei Botnarciuc), el amante que seduce y engaña, la policía que avasalla, los obreros que violan a sus compañeras en el trabajo, y la propia protagonista que acaba asesinando, lo hacen por “aburrimiento”, se dice en la obra. Un aburrimiento que denota la falta de aspiración o de un principio vital que justifique la vida. El ser humano es una pequeña rama lanzada a la corriente. Y esa visión va mucho más allá de la crítica a la sociedad zarista presente cuando se estrenó en 1934 en Leningrado, o a la sociedad actual que como bien dice Ollé, “está en retroceso en muchos aspectos” en el trato hacia la mujer. La desesperanza de Shostakóvich, después de dos horas y pico de una sinfonía espectacular, de unos interludios magníficos, se impone.
Otra historia es el final. El libreto señala que Katarina empuja a la nueva amante de Sergei a un lago helado para luego sucumbir ella. Ollé hace que la protagonista asesine a la nueva amante en una cama con un puñal que luego inflige sobre ella misma. La escena, además de estar escenificada confusamente no añade nada, es más, borra un potencial trágico y simbólico. Queda pues en la memoria esta inauguración arriesgada, exigente y nada complaciente. Queda, sobre todo, la potencia musical de Shostakóvich que reina por encima de todo y su visión descarnada y nada optimista del ser humano.
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