El vigor de los cuerpos: breve historia del traje de baño
Durante siglos, el mar fue un lugar de muerte segura, donde solo se adentraban los aventureros. Era el lugar de las tormentas y las rompientes y las criaturas ignotas ocultas bajo su superficie, el sitio donde el menor error te conducía a la tragedia. Meterse en el mar por gusto fue un logro de la ingeniería. Fue la máquina de vapor la que amansó el mar, garantizando la victoria en la lucha contra los elementos. Con el mar domado, pudo la gente acudir a las playas.
Primero, por prescripción médica: los médicos recomendaban 'baños de mar' por sus beneficios en la salud y en la procreación. Michel Foucault dejó escrito que la nobleza se refugió en el derecho de sangre, con sus ascendencias y sus alianzas, y la burguesía lo combatió haciendo suyo el vigor: la longevidad, la higiene, los métodos para tener hijos saludables. La novedad del baño se inscribió en esa novedad del cuerpo triunfando sobre la sangre. Las clases acomodadas acudían a los balnearios a hacerse curas de mar, décadas antes de que se formulase el concepto laboral de 'las vacaciones'. Las aguas que quitaban la vida ahora la daban, y atesoraban en su oleaje la solución a los cuerpos enfermos. El mar era el lugar donde los desvaídos se revigorizaban.
El primer traje de baño fue, digámoslo así, de madera. Las mujeres tomaban el baño ocultas por mamparas, metidas en unos carromatos que se adentraban en el mar. En la época se valoraba la piel blanca y se dejaba el bronce para los trabajadores de intemperie, así que todo refugio del sol era visto con buenos ojos. Poco a poco, apareció la ropa creada especialmente para el baño: vestido corto sobre pantalones anchos y largos, que el recato remataba con una sobrefalda. Los atuendos impropios eran motivo de multa y se acordonaban las playas según el sexo de los bañistas.
Con la llegada del siglo XX apareció el interés por el deporte, que impondrá progresivamente la efectividad sobre el pudor. Con la natación llega el maillot de lana, que seco quedaba ceñido al cuerpo, pero que empapado multiplicaba su peso y lastraba los tirantes, que arriesgaban mostrar en exceso. En los años veinte, las perneras fueron menguando mientras se ampliaban los escotes. En los treinta, los hombres perdieron los tirantes, que ya se bajaban en los primeros escarceos con el bronceado, y el bañador se redujo hasta un boxer con cinturón.
Esa misma década, ciñó las formas definitivamente la aparición del lastex. Esta combinación de goma y algodón pesaba menos, secaba antes y comprimía con firmeza los lugares que modelaban de civil los sostenes y las fajas. Los trajes de lastex no se compraban por talla sino por peso corporal, y había quien se calculaba a la ligera para que el estiramento aumentase los escotes y ajustara las hechuras. Son las modelos vestidas con lastex quienes decorarán los laterales de los aviones bombarderos y las paredes de los regimientos con sus posados de revista, las pin-up girls.
En 1946 apareció el Átomo, el bañador de dos piezas, que fue como el francés Jacques Heim lo bautizó. Fue creado en 1932, pero lo recuperó cuando inauguró una cadena de tiendas después de la guerra mundial. Luis Réard creó la variante que todos conocemos: cuatro triángulos de tela conectados con tiras que, a diferencia de su predecesor, dejaban el ombligo al aire. Por su coincidencia con la explosión atómica en el atolón, bautizó su modelo como Bikini. Era tan excesivo para la época que las maniquís se negaron en redondo a mostrarlo en pasarela y tuvo que contratar para el desfile a una bailarina exótica, Micheline Bernardini, la primera mujer que lo lució en público.
El bikini tuvo dos embajadoras de pantalla grande que lo extendieron por el mundo. La primera fue Brigitte Bardot, que lo vistió en 1952 en la película Manina, La fille sans voile (en España se tituló precisamente La chica del bikini) y que causó escándalo cuando lo paseó en el Festival de Cannes. La segunda fue, diez años después, Ursula Andress en la primera película de James Bond. En poco tiempo, la censura del bikini se peleó en paralelo con los derechos de la mujer. Las zaragozanas que participaron en la famosa 'revolución de los bikinis' del Stadium El Olivar en 1970 no solo defendían los baños de sol.
El nylon fue el tejido de los bañadores deportivos desde 1955 hasta la llegada en los setenta del elastano, que se pegaba como una segunda piel y que se presentó con el nombre comercial de spandex. La marca Speedo, que era la más extendida entre los medallistas olímpicos, se convirtió en sinónimo de slip para baño.
En 1964 el austríaco Rudi Gernreich presentó el monokini, que dejaba los pechos al aire entre dos tirantes en uve que partían del ombligo. El mismo Gernreich comercializó el tanga, que formuló en Brasil en 1974 el italiano Carlos Ficcardi. Estos dos extremos fueron cruciales para el desembarco de la moda de los ochenta, que fue reduciendo las telas hasta el extremo de requerir la depilación de zonas íntimas para conservar la estética del bañador. El tanga carioca forzó las ingles brasileñas; el cuerpo se terminó ajustando al vestuario.
El recorrido del traje del baño ha dado dado la vuelta al periplo del bañista. Cuando empezaron los baños en el mar se acudía a la playa para mejorar el cuerpo, pero hoy se propugna lo contrario: mejorar el cuerpo con la intención de acudir a la playa. Una convicción que tiene nombre oficial: “operación bikini”. Es la victoria final del vigor de los cuerpos: la obligación de traerlo ya tonificado de casa.