Mariama Dème tiene 57 años y ocho hijos. Este año, en mayo, el primer día de Ramadán, su segundo hijo, de 36, tomó un vuelo desde Dakar a Casablanca, capital económica de Marruecos. Se gastó 370.000 francos CFA (562 euros) en un billete de ida y vuelta. Todo el mundo sabía que solo cogería un avión.
Su plan: el mismo que el de tantos. Aprovechar la exención de visado de los senegaleses para tomar un avión a Casablanca, montarse en un autobús hasta Tánger y aguardar el mejor momento para subirse en una patera rumbo a las costas españolas. Mariama recuerda las llamadas de su hijo durante su espera y, sobre todo, ese mensaje Whatsapp recibido en el móvil de uno de sus hermanos pequeños para decirles que lo había conseguido. Que estaba en España sano y salvo.
Los nervios de Mariama desaparecieron, aunque no tardarían en brotar de nuevo. A finales de agosto, el día de la fiesta musulmana del cordero, su tercer hijo, de 28 años, imitó los pasos de su hermano. Querían haber viajado juntos, pero no lograron recopilar el dinero para financiar al mismo tiempo dos billetes de avión.
Pero las cosas habían cambiado en Marruecos en agosto. Tras el aumento de la llegada de pateras a las costas andaluzas, las autoridades marroquíes reforzaron los controles migratorios tras nuevas promesas de financiación europea. El tercer hijo de Mariama continúa en Tánger en su intento de ser uno más de los 53.114 migrantes que han alcanzado España de forma irregular en 2018.
Cuando hablan, Mariama insiste: “Ten cuidado”. “Si es muy peligroso busca trabajo en Marruecos y quédate allí”, repite su madre, con el temor en su espalda de que su hijo se convierta en otra de las cifras que engrosan la otra lista. La de quienes se fueron y se quedaron en las aguas del Mediterráneo. En lo que va de año, al menos 567 personas han muerto en el intento de llegar a las costas españolas. 18 de ellas han fallecido y más de una decena ha desaparecido este lunes tras el naufragio de tres pateras. Según la ONG Caminando Fronteras, 85 personas han perdido la vida en aguas fronterizas en la última semana.
La situación de la familia de Mariama es complicada. Su marido está jubilado y percibe 45 euros cada tres meses. Ella vende verduras en la puerta de casa para salir adelante. Tener hijos en Europa, con sus consiguientes remesas, supone una enorme ayuda económica.
Moustapha enviaba cada mes entre 250 y 300 euros a su familia. “Tienes que ayudar porque aquí tenemos esa costumbre”, explica en su lugar de origen. Después de trabajar varios años en España como albañil, creó su propio negocio de venta de piezas de coche y ruedas en Senegal procedentes de los desguaces españoles.
Su trabajo le permite pasar unas temporadas en España y otras en su país, donde tiene a su familia, su mujer y sus hijos. Moustapha es un ejemplo de “migrante de éxito” en su barrio, donde ha construido una casa para su familia.
Todos sus hijos –tres niñas y un niño– van a la escuela, al instituto o hacen formación profesional. “Los demás ven que tengo una casa, cayucos y un coche, ¿y qué piensan? Voy a irme yo también para tener lo mismo que él”, confiesa. Para la familia de Moustapha ha sido una bendición que su hijo intentara y consiguiera llegar a España hace 18 años.
“Se fue para ayudarnos, pero su barco se hundió”
No siempre es así. Son muchas las familias que recuerdan con impotencia el día en el que sus hijos iniciaron su viaje. Issobho Thioub, de 57 años, obrero y padre de cuatro hijos, perdió en 2007 a Babacar, su primogénito. Tenía 18 años.
“Salió el mismo día que mi cuñado Abdoulaye (22 años). Fueron a St. Louis –norte de Senegal– para desembarcar en Mauritania y continuar hasta Marruecos, a Tánger. Nos comunicábamos todo el rato, pero cuando llegaron a Marruecos no volvimos a saber nada de ellos”, relata Issobho en Dakar. “Más gente del barrio viajaba junto a ellos. Los vieron en Marruecos los días previos a cruzar. Luego nadie los volvió a ver. Entonces supimos lo que había pasado”.
“Se fue para ayudar a la familia, como todo el mundo hace, pero su barco se hundió en el mar”, continúa el padre de Babacar.
El dolor le impidió dormir bien durante un año. El mismo dolor con el que convivirán, desde esta semana, las familias de los últimos que murieron en el intento de pisar suelo español. Su mujer lloraba cada día. Issobho detalla que fue ella quien reunió los fondos para que su hijo viajara a Europa. Él, añade, no sabía que estaban organizando ese viaje. “No me enfadé con ella, era algo que tenía que pasar. Hay gente que se va y vuelve con fortuna”.