Así se preparan los migrantes que intentan viajar a España en patera
Esparcidas sobre el suelo hay fotocopias que insinúan por qué están donde están. Los papeles muestran instrucciones de emergencia sobre qué hacer en caso de naufragio, de persona al agua o de fuerte oleaje. “Riesgos, derechos y seguridad en el mar”, se titula el folleto. Allí están los teléfonos a los que llamar, las instrucciones precisas para activar un localizador GPS y alguna frase destacada: “Si la actuación es peligrosa, no dudes en llamar”, se lee en mayúsculas. “Verifica que hay chalecos salvavidas para todos. Un chaleco para todos o al menos un flotador, ¡vuestra vida vale la pena!”.
Como cada año, la llegada del buen tiempo ha provocado un repunte en el número de intentos por alcanzar la costa andaluza en barcazas cargadas con 30 o 40 personas. Las embarcaciones zarpan de la costa de Nador aprovechando el buen estado del mar, que hace la travesía algo menos peligrosa.
“Cuando nos vamos en barco hay dos posibilidades. Puedes llegar a Málaga, Granada o Almería, y ya está; la otra posibilidad es el mar. Y el mar es el mar”, explica alguien que se hace llamar Súper. Este camerunés es uno de los líderes de un campamento situado en las faldas del monte Bolingo (Nador), a unos 30 kilómetros de Melilla. La ciudad autónoma queda a los pies del monte Gurugú, que alberga el campamento más conocido, pero a lo largo de la costa de Nador hay al menos una decena de asentamientos.
En ellos, hombres, mujeres y niños hacen la vida que les permiten las fuerzas marroquíes, que irrumpen regularmente (dos veces durante la semana anterior a la visita) para quemar en una gran pira todo lo que da cobijo o abriga. De estos poblados (Yutía, Bolingo, Batuilla, Petit Gurugú…) apartados de los pueblos marroquíes salen cuando la noche lo permite todos los que cruzan el Mar de Alborán en un barcucho.
En Bolingo conviven unos 300 inmigrantes de distintas nacionalidades (camerunesa, congoleña, maliense, marfileña) con el francés como idioma común. Viven en tiendas a las que con ironía llaman “búnkers” y que a veces aguantan en pie apenas una semana. En el lugar reina una calma aparente que la policía marroquí suele romper al alba. Entonces, reúnen mantas y plásticos y vuelven a levantarlas.
El campamento está custodiado por centinelas dispuestos estratégicamente para dar la voz de alarma. Recogen lo más importante (medicinas, la ropa que puedan, documentos), y los hombres corren monte arriba. Las mujeres y los niños se quedan allí, quietas. Según Súper, a varios minutos hay también un pequeño anexo con mujeres y niños, apartados para evitar que convivan con la violencia.
“Los niños aquí crecen como mayores. Puedes encontrarte a un niño así [señala una altura de apenas un metro] y te habla como un grande. Te cuentan cómo vio pegar a la policía”, explica. La visita a ese lugar se cancela porque al día siguiente algunos zarparán rumbo a España.
Después de varios meses al raso, dejarán atrás el bosque. Han cruzado miles de kilómetros para llegar a un monte, sin apenas saber que lo que encontrarían en su camino sería esto. La información que reciben antes de partir es muy escasa. Apenas un esbozo de cómo llegarán a las puertas de Europa y poco o nada del mar o la valla que se encontrarán de frente. “No sabía que viviría en un bosque. Si lo llego a saber, no hubiera venido”, lamenta Julie, una mujer de Yaundé (Camerún) que vive en Bolingo desde hace un año (y un mes, insiste).
Para casi todos, la aventura europea representa también la posibilidad de mejorar la vida de la familia en sus países de origen. Julie relata que es madre de dos hijos a los que dejó con la abuela en Camerún. Antes le enviaban dinero desde allí, pero ahora destinan esos ahorros a los médicos para la abuela: “Me despierto por las noches llorando por mis hijos”.
Tresòre es un camerunés educado y de gesto amable y melancólico. Viste una gorra con pequeñas calaveras incrustadas y una camiseta de unos “talleres didácticos” del Museo de la Universidad de Alicante. Ofrece un trago de Red Bull (“aquí necesitamos bebidas que nos den energía”) y asegura que lleva cuatro años viviendo entre Bolingo y Gurugú. ¿Tienes familia? “Sí. Embarqué a mi mujer y a mis hijos el 6 de mayo. Llegaron a la Isla de Alborán y ahora están en Sevilla. Nunca pasé tanto miedo”. Los niños también se juegan la vida en el mar. Cerca corretean dos pequeñas. Acaban de llegar.
Ya en Melilla: “Podríamos estar todos muertos”
“Salimos a las dos de la madrugada y a las nueve se paró el motor. Estábamos perdidos. Intentamos mantener la calma, porque sabemos que si no, es peor. Estuvimos cuatro o cinco horas sin saber dónde íbamos. Si no nos hubieran rescatado, ahora estaríamos todos muertos”, dice Dramé a las puertas del Centro de Estancia Temporal de Melilla, apenas 24 horas después de llegar a Melilla con otros 33 migrantes, uno de ellos un bebé de 75 días.
Es la narración, abreviada, de las cuatro o cinco horas que pasaron a la deriva hasta que un avión los localizó a unas 13 millas de la ciudad autónoma. Salvamento Marítimo los sacó del mar. A él, a esa niña de apenas dos meses, a su madre y a otras 31 personas que quizá se hubiesen ahogado sin la ayuda. Sin motor no hay travesía posible, y en esos casos la única posibilidad de supervivencia es pedir auxilio.
El día anterior al rescate de Dramé y sus compañeros ochenta personas que viajaban en tres barcazas llegaron a la franja de costa entre Motril y Málaga. Pero a veces, como aquel día, el motor falla; o falla la previsión marítima. Y entonces son ellos contra el mar.
Según Acnur, más de 10.000 personas han muerto desde 2014 intentando cruzar el Mediterráneo, 2.814 de ellas desde que comenzó 2016. En la trágica última semana de mayo se ahogaron 890 personas, según Cruz Roja. Las cifras empeoran cada año y cada mes. Frente a la travesía entre Libia e Italia, la ruta Marruecos-Andalucía arroja menos, pero tiene un grave inconveniente: la policía marroquí hostiga a los migrantes y, cuando los atrapa, los envía a las ciudades del sur, lejos del mar.
El precio de llegar a España
Y pese a todo, jugársela contra el Mediterráneo es más barato que atravesar la frontera en un salpicadero: frente a los 2.000 euros que puede costar el viaje en coche (el precio está bajando, según los testimonios que ha recabado este medio), por la travesía pagan unos 1.500 euros a traficantes marroquíes, que ponen a su disposición una barcaza y poco más.
Según el reciente informe del Servicio Jesuita a Migrantes ('Sin protección en la frontera'), quien paga tiene derecho a intentarlo dos veces. Si no lo logra, deberá pagar de nuevo. El recurso para quienes ya no tienen nada que pagar a las mafias es la valla, convertida hoy en un método residual. Diecisiete inmigrantes han entrado saltando la valla de Melilla en 2016, una ínfima parte de los más de 2.000 que lo hicieron en 2014.
Las condiciones de la travesía son penosas y los riesgos aparecen desde el momento en que suben a la patera. “No hay un capitán. Se pregunta quién quiere dirigir y si alguien sabe, mejor. Si no, se hace entre todos”, explica un chico de Guinea Conakry que ya está en la Península.
El chico guineano recuerda que llegó a Melilla afónico de humedad y miedo. En Mali le recomendaron la vía libia, pero entendió que allí la muerte le rondaría más cerca. “No volvería a hacerlo ni aunque me pagaran un millón”, dice entonces. Cada vez que habla con su tía ella le pide noticias de su primo: dejó su campamento en Nador tres días antes que él y debían encontrarse en el CETI. Eso no ocurrió. No sabe nada de él desde hace dos meses. “Y a mi tía nunca sé qué decirle”.