“En los campos de refugiados de Hungría nos han tratado como si fuéramos animales”
La arbitrariedad del azar golpea cotidianamente a los refugiados, para bien o para mal. Que las autoridades húngaras les tomen una huella dactilar puede cambiarlo todo. A Zenah le ocurrió. Esta joven siria, pequeña, tímida, sonriente, embarazada de cinco meses, nos cuenta su historia en susurros mientras caminamos con cientos de refugiados más en una marcha iniciada desde el centro de Budapest. Su marido la observa con ternura mientras ella desbroza el relato de su viaje. Zenah quería viajar a Suecia, donde tiene amigos y familia, y estudiar en la universidad. “Incluso ya tenía mi especialidad elegida”, explica.
“Cuando me quedé embarazada decidimos que era el momento de huir. La guerra está ahí, siempre amenazando. Cruzamos el mar, llegamos a Europa, pasamos por varios países hasta llegar aquí. Este país no nos gusta, solo queremos escapar de aquí cuanto antes”, prosigue.
Zenah y su marido fueron trasladados por las autoridades húngaras a uno de los campos de refugiados del país. “Nos trataron de forma humillante, como si fuéramos animales. Teníamos que ir acompañadas siempre de un policía para ir al baño, golpearon a varias personas, nos daban de comer un trozo de pan con una pequeña loncha de queso”, cuenta la joven. En el campo les tomaron las huellas dactilares, y eso cambió sus planes. El tratado de Dublín establece que los extranjeros que entran clandestinamente en la Unión Europea deben pedir asilo en el primer país europeo que pisan, y permanecer allí.
Hasta llegar a Hungría el paso de Zenah por territorio europeo no había sido registrado oficialmente. Pero en el momento en el que las autoridades húngaras le tomaron sus huellas dactilares, su plan de viajar a Suecia para construir una nueva vida quedó en suspenso. “Ahora solo nos queda Alemania”, dice, ya que el gobierno alemán ha suspendido temporalmente el tratado de Dublín para llevar a cabo su plan de acoger a varias decenas de miles de refugiados. “Así que en vez de tener un hijo sueco tendré un hijo alemán”, exclama.
Ya casi es de noche cuando la marcha hace una parada a pie de carretera para comer algo. Hemos recorrido unos seis kilómetros, y el destino final de la caminata es aún incierto. Aunque dicen estar dispuestos a llegar andando hasta la frontera austriaca, los más de 300 refugiados que integran la marcha confían en que las autoridades húngaras terminen recogiéndoles en autobuses, como ocurrió en la madrugada del sábado con los 3.000 refugiados que permanecían acampados en la estación de tren de Keleti en Budapest.
Unos metros más atrás de Zenah están Mohamed y su mujer. Ella porta un cartel en el que se lee “Queremos un autobús”. Caminan cogidos de la mano y no llevan más que una mochila a sus espaldas. Al igual que Zenah, quieren que los periodistas hablemos del trato que han recibido en los campos húngaros.
“Vinimos desde Turquía por mar, navegamos durante más de cuatro horas, en un pequeño bote, después cruzamos las montañas, caminando durante más de diez horas, y llegamos a un campo en Grecia. Allí el Gobierno nos ayudó, nos puso un barco grande para llegar a Atenas y de allí salimos hacia Serbia. Serbia bien, pero Hungría no. Varios amigos nuestros fueron apresados en los campos húngaros, recibieron golpes de la policía, y les tomaron las huellas dactilares. Nos han contado que incluso golpeaban a menores”, denuncia Mohamed. Su testimonio coincide con el de otros refugiados que también han estado retenidos en campos.
“Hemos caminado más de lo que puedas imaginar. Estamos tan cansados, muy cansados. Queremos ayuda de cualquier gobierno”, dice. “Escapamos de Siria porque hace cuatro meses el Daesh [Estado Islámico] mató a varias personas en nuestra ciudad y tuvimos que huir. Nos gusta Siria, pero el Gobierno y otros...”, explica y no prosigue porque se emociona.
Ya es de noche y la marcha a pie avanza más silenciosa. Algunos refugiados portan carteles en los que advierten del peligro de viajar en un camión frigorífico: 71 personas murieron asfixiadas hace una semana en Austria por viajar en estas circunstancias.
En torno a las ocho y media la policía húngara custodia a los refugiados y desvía la caminata hacia la estación sur de trenes, situada a seis kilómetros y medio del centro de Budapest, de donde partió la marcha. Un joven húngaro que colabora con la organización Migration Aid les explica que las autoridades les llevarán en tren hasta la ciudad de Gyor, y de allí a la frontera austriaca. Zenah sonríe aliviada mientras acaricia su vientre.
Con cierto nerviosismo los refugiados toman rápidamente asiento en los vagones del tren y muestran con los dedos la señal de victoria. Yasser, un palestino sirio procedente del campo de refugiados palestinos de Yarmuk (Damasco) pide a los periodistas que nos subamos al tren. “Con la presencia de los periodistas vamos más seguros. Hungría no nos ha tratado bien”, dice.
Poco después el tren emprende su marcha. Desde una ventanilla Mohamed se despide de Martha, una de las voluntarias húngaras que estos días les han acompañado: “Gracias por vuestra solidaridad. Pero al gobierno húngaro no puedo dárselas”, le grita sonriendo. Ella asiente y le devuelve la sonrisa. Sabe que si el gobierno húngaro cumple su palabra, este sea quizá uno de los últimos trenes que las autoridades de este país ponen a disposición de los refugiados.