Evens Delva cruzó el Río Grande con su mujer y sus dos hijas con el sueño de empezar una nueva vida en Florida. Menos de una semana después, él y su familia pisaban el asfalto de Puerto Príncipe, la sofocante y caótica capital de Haití, sin nada más que amargos recuerdos y un sentimiento de rabia a flor de piel.
Delva, junto con otros casi 2.000 haitianos, fue deportado esta semana a Haití desde el estado sureño de Texas, a pesar de haber vivido en Chile durante los últimos seis años y de tener pocas conexiones con su país de origen. Su hija menor, de cuatro años, no tiene la nacionalidad haitiana, ya que nació en Chile, y su español es mejor que su criollo haitiano.
“No sé qué vamos a hacer, no tenemos dónde quedarnos ni a quién llamar”, explica el hombre de 40 años, momentos después de bajar del avión, en medio del sofocante calor caribeño. “Sólo sé que éste es el último lugar en el que quiero estar”.
No es difícil entender por qué. Haití, el país más pobre del hemisferio occidental, está sumido en crisis que se superponen. La escasez de gasolina y los apagones son una realidad cotidiana, mientras que las bandas callejeras rivales raptan sistemáticamente para pedir rescates y se pelean en las calles.
La situación empeoró cuando Jovenel Moïse, el presidente, fue asesinado en su casa el pasado 7 de julio, lo que desencadenó una lucha por el poder político, y una mayor inestabilidad y violencia callejera. El 14 de agosto, un terremoto de magnitud 7,2 sacudió la pobre península del sur del país, con un balance de más de 2.200 víctimas mortales y decenas de miles de personas sin hogar.
Las reacciones
La decisión del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, de deportar a miles de haitianos en tales circunstancias ha suscitado rechazo a nivel mundial y ha llevado al enviado de Estados Unidos a Haití a dimitir en señal de protesta. Haití es “un país en el que los funcionarios estadounidenses viven confinados en recintos cerrados debido al peligro que representan las bandas armadas que controlan la vida cotidiana”, escribió en su carta de dimisión. “El aumento de la migración hacia nuestras fronteras no hará más que aumentar la inaceptable miseria de Haití”, decía.
La semana pasada, el mundo se conmocionó con las imágenes de policías estadounidenses montados a caballo que cargaban contra migrantes haitianos desesperados cerca de un campamento de 12.000 personas, instalado bajo el puente fronterizo en Del Río, Texas, y Ciudad Acuña, Coahuila. De hecho, Delva se dirigía a comprar comida y agua para su familia cuando la carga de la caballería hizo que él y docenas de sus compatriotas corrieran en desbandada.
“Nos acorralaron como si fuéramos ganado y nos encadenaron como a delincuentes”, explica, tras haber pasado las seis horas de vuelo desde San Antonio con las manos y las piernas atadas. “Nos trataron como animales”, lamenta María, su mujer. “Nunca olvidaremos cómo nos hemos sentido”.
Un angoleño deportado a Haití
Las autoridades estadounidenses fueron tan torpes en su deportación de los emigrantes que también arrastraron a un angoleño que nunca había pisado Haití. “Les dije que no soy haitiano”, indica Belone Mpembele, al salir, aturdido, de la terminal: “Pero no me escucharon”.
Fuera del aeropuerto, varias decenas de haitianos deportados esperaban, inquietos y enfadados, a que les ayudaran. “¡Que se joda Biden!”, gritaba un deportado mientras dos mototaxistas se peleaban por los clientes. De una pila de basura ardiendo salían columnas de humo blanco y maloliente.
Cada deportado recibió unos 50 dólares en efectivo, así como un kit de higiene con papel higiénico, jabón y un cepillo de dientes, con el logotipo de USAID y el lema: “Un regalo del pueblo estadounidense”.
“Este es mi país y no me asusta, pero es un país sin futuro, aunque quieras trabajar”, señala Fanfan Clerveaux, que desde que llegó hace unos días ha estado durmiendo en la casa de un primo cercano. “No entiendo por qué han tenido que deportarnos así”.
Desde Chile y Brasil
La gran mayoría de los deportados llevaban varios años viviendo en Chile y Brasil tras el terremoto de 2010, que arrasó gran parte de Puerto Príncipe, mató a más de 200.000 personas y sumió a Haití en una espiral de inestabilidad de la que nunca se ha recuperado.
Los que llegaron a América del Sur intentaron rehacer sus vidas, pero cuando la pandemia de COVID-19 acabó con muchos trabajos de la clase media y trabajadora de América Latina, volvieron a sumirse en la pobreza. Fue entonces cuando muchos haitianos decidieron dirigirse a Estados Unidos. La larga ruta hacia el norte los expone a bandidos, traficantes y funcionarios de inmigración que se aprovechan de los migrantes.
Tal vez la peor parte del viaje sea el temido Paso del Darién, una zona de selva montañosa sin ley entre Colombia y Panamá. “Por el camino te encuentras con muchos cadáveres, y los ríos engullen a un montón de gente”, dice Delva. “Y luego están los ladrones, que roban a todo aquel que pasa por allí”.
Después de que llegara el último avión del día, una joven se abrió paso entre una multitud de taxistas y rompió a llorar cuando vio a su madre, de la que se separó en Texas: “¡Estás aquí!”.
Más atrás, un conductor escuchaba las noticias de la radio y se enteraba de otro secuestro en la capital, mientras la familia Delva empezaba a amontonarse en un maltrecha camioneta.
“No sé si Biden sabe lo que nos pasó, pero nos trataron como a objetos”, lamenta Delva. A pesar de lo traumático que ha sido este viaje está muy seguro de que el futuro de su familia no está en Haití: “Nos quedaremos un mes, más o menos, y luego lo volveremos a intentar”.