No hay ojos más tristes en este campo de Somalia que los de Ebba. “Aquí los niños se mueren diariamente de hambre”, dice la mujer cuando habla del campamento de Waliyow, a apenas unos cientos de metros del Palacio presidencial de Mogadiscio, donde hace ya más años de los que puede recordar fue a parar su familia huyendo de la violencia de Al Shabab. Ebba detalla el tiempo que, relata, transcurre hasta que a otro de los chiquillos que corretean por la barriada se le apaga la mirada.
Según Acnur, la mortalidad infantil en los campos de desplazados está “seis veces” por encima de una media que ya es una de las más altas del mundo: 137 niños por cada 1.000 nacimientos.
Tras más de veinticinco años de conflicto armado, en Somalia han aprendido a vivir sin esperar: no esperan la lluvia ni la paz. Mucho menos noticias de sus muertos. Porque, para Ebba, los que quedaron atrás, en Barawe, en la costa de su infancia, están muertos. Muertos en vida o muertos en la memoria.
La vida nunca fue fácil en el sur de Somalia. Pero, al menos, en Barawe había buenas faenas para los pescadores y la cosecha era abundante en maíz, patatas y mangos en los campos del valle del Shabelle. “Aquellos eran buenos tiempos en los que podía alimentar a mi familia”, afirma Ahmed Alasar, otro de esos habitantes de Waliyow a los que obligaron a dejar de esperar a los vivos. A él la desmemoria que dibujan las guerras le llegó hace diez años, meses después de que la Unión Africana desplegase en Somalia su misión militar, la AMISOM, para derrotar a la Unión de Tribunales Islámicos que se había hecho con el control de Mogadiscio.
En su retirada a las comunidades rurales del valle del Shabelle, el brazo militar de los extremistas, que años más tarde se daría a conocer internacionalmente como Al-Shabab, filial de Al Qaeda en el cuerno de África, impuso el olvido a los disidentes. A Ahmed le dispararon a quemarropa: una mancha oscura, la sombra tirante de una cicatriz, es toda la memoria que le queda.
Como él, fueron miles los somalíes que huyeron de sus casas a consecuencia de la violencia. Más de dos millones. Alrededor de 800.000 personas encuentran refugio en países como Kenia, Etiopía o Yemen, pero la mayoría se quedó atrapada en el horizonte de plástico de los campos de desplazados internos que jalonan el sur de Somalia.
El hambre, el pan nuestro de cada día
En Waliyow la gente tiene hambre. Mucha. “Sólo comemos una vez al día”, se lamenta Khadr Abdi Ismail. Hace tres meses que no consigue trabajo y el Gobierno de Mohamed Abdullahi “Farmajo”, que ni siquiera tiene el control del territorio, no tiene recursos para ayudarlos.
La autoridad del Ejecutivo federal no alcanza más allá de las fronteras militares delimitadas por las conquistas de la AMISOM. El resto del país está en manos de los clanes y las milicias tribales. Al norte, en el antiguo protectorado británico, Somaliland reclama el reconocimiento internacional a una independencia de facto, mientras en Hoybo son los piratas los que imponen su ley. En este vacío de poder, los yihadistas se han adueñado de su propio espacio: el ISIS al norte, en Puntland, y al Shabab en el valle del Shabelle.
En pleno centro de Mogadiscio, la filial de Al Qaeda sigue contando con un importante control del territorio. “En diez minutos podrían presentarse aquí”, explica el enlace de prensa de la AMISOM. Poco importa que dos blindados cargados con soldados permanezcan vigilando la entrada a Waliyow. Dos días después de estas entrevistas, a menos de cuatro kilómetros de este campo desplazados internos, un camión bomba explotó en el K5, una concurrida zona de Mogadiscio llena de restaurantes y edificios gubernamentales, causando 512 víctimas mortales y 316 heridos.
Un millón desplazados internos en Somalia en 2017
Desde hace unos meses, los bombardeos de los drones norteamericanos y las operaciones de la AMISOM en el valle del Shabelle se han intensificado y con ellos el flujo de desplazados: 1.062.000 en lo que va de año, según Acnur. Dos años sin lluvias no han hecho más que agudizar una “crisis humanitaria sin precedentes”, que lleva gestándose desde 2011, cuando la hambruna dejó más de 250.000 muertos, asegura la organización International Crisis Group.
Como entonces, guerra y sequía van de la mano en el cóctel maldito somalí. Sin lluvias en Deyr (octubre-diciembre) ni en Gu (abril-junio) la agricultura de subsistencia ha desaparecido, el precio de los cereales y el maíz se ha duplicado, el kilo de arroz ronda los 4 dólares y los rebaños han ido menguando hasta casi desaparecer. El resultado: 6,2 millones de personas, casi la mitad de la población del país, necesita asistencia humanitaria y 2,9 millones se encuentran en riesgo de hambruna.
La ayuda no llega. Los fondos de la cooperación internacional solo alcanzan el 44% de los 118,7 millones de dólares requeridos y lo que hay apenas puede ser distribuido: tras su derrota urbana de 2011, Al-Shabab ha cortado cualquier relación con las ONG, también con las entidades musulmanas, e impide que la asistencia humanitaria llegue a sus territorios: incluso ha emitido un edicto en el que advierte a los ciudadanos de que no acepten limosnas de “cruzados y apóstatas”, en alusión a las organizaciones extranjeras y al Gobierno federal.
Cuando tratan de huir o cuando se acercan a los soldados de la AMISOM en busca de ayuda, son hostigados o detenidos. En su delirio, comenta uno de los uniformados desplegados en la base avanzada de Arbiska, en pleno valle del Shabelle, han llegado a destruir algunas infraestructuras de abastecimiento de agua. Para frenar el éxodo de refugiados, Al-Shabab ha puesto en marcha su propio sistema de ayudas: proporcionan ganado, alimento, agua y hasta dinero a los vecinos afectados por la sequía.
Pero a rincones como este, Waliyow, no llega nada.