Ya estaba, ya estaba casi. Pierre -nombre ficticio- nunca había llegado tan cerca. Su mano tocó la valla de Melilla. “Estamos en España, hermano”. Sus pies, descalzos para trepar mejor, se posaron sobre el embrollo de alambre de cuchillas que nunca se retiró de la base de la alambrada. “No me importaba, pensé que las heridas se podrían curar. Yo veía España”.
Su mano tocó la valla de Melilla, pero sus dedos no entraban entre sus huecos. No podía escalar. “Todos nos quedamos frente a la barrera, mirándonos los unos a los otros sin entender nada. No sabíamos que España había puesto esa cosa nueva”, describe el joven camerunés. Habla de la famosa malla anti-trepa.
Aquel día, que se remonta a finales de abril, asegura, funcionó: ninguna persona de las cerca de 1.000 que se habían reunido para saltar aquel día lo logró. Pero la continuación de la frase de Pierre desliza que su eficacia no es eterna: “Nos dimos cuenta de que nos faltaba un garfio, una especie de pincho”, recuerda. “Ahora todo el mundo que lo intenta, lo hace así”. El Gobierno se gastó en las últimas obras de colocación de este elemento 1.252.800 euros.
Pierre sabe de lo que habla y, tras el intento de salto del pasado miércoles, las imágenes reforzaron sus palabras, como ya se había comprobado en tentativas anteriores: las personas que intentaron acceder a Melilla contaban con garfios, cuerdas, enganches para amarrarse en la valla... La Delegación del Gobierno en la ciudad autónoma había explicado en un comunicado que los inmigrantes también portaban “cuchillos y elementos contundentes”, pero estos enseres no aparecen en el vídeo difundido de los elementos confiscados. Solo había los objetos que, tal y como contaba el camerunés, emplean para trepar.
“Tu mano no puede entrar, tu no puedes subir. Ahora fabricaban ganchos en Marruecos y logran pasar”, explica el camerunés a eldiario.es en Marruecos. Él no ha vuelto a probar suerte en la alambrada melillense. Nos lo cuenta en Tánger, con la mente en Ceuta o en la “Grand Espagne” -como llaman algunos a la Península-, para intentar acceder a Europa. Su experiencia en Nador -ciudad marroquí desde donde los inmigrantes tratan de llegar a Melilla- le resultó tremendamente dura y ha optado por continuar con su empeño a través de esta otra ruta.
Nos relata, paso a paso, cómo se desarrolla y organiza un intento de salto a la valla melillense a partir de su experiencia.
Paso uno: secretismo en la organización
No recuerda exactamente cuándo sucedió, pero sí mantiene un dato en su mente: habían pasado “varias semanas” del gran salto, el día en el que más de 500 personas lograron acceder a Melilla. “Se corrió la voz y muchos compañeros que vivían en diferentes ciudades de Marruecos llegamos al monte Gurugú -próximo a la frontera-”, describe el joven que partió hace tres años de Camerún en busca de un buen trabajo.
La organización es clave en cada intentona. Para evitar los chivatazos de “infiltrados” de la Gendarmería marroquí, las personas que planean cruzar mantienen un estricto secretismo. Con este objetivo, nombran a una serie de 'jefes', explica Pierre para que solo ellos conozcan el el día y la hora exacta. Saben que va a ocurrir algo pronto, desconocen cuándo.
“Es como un Gobierno, solo saben los detalles el jefe y sus 'oficiales'. El resto, nosotros, la 'población', no sabe nada. El jefe es una persona fuerte. Si se comunica, podría haber gente infiltrada que cobra de Marruecos para informar a la policía marroquí. Y lo hacen, porque tienen hambre”, describe.
Llega la noche del salto
“El jefe manda a sus oficiales a donde duerme cada uno. Levanta, levanta.. y en ese momento, no dicen mucho más”, explica, manteniendo la intriga en el relato. “Cada uno anda poco a poco, sin hacer ruido... Él baja la voz y ya nos dice por dónde tenemos que ir. Salimos a las doce de la noche o a la una de la madrugada. Cuando la mezquita llama a las cinco, teníamos que ver la valla. Empezamos a andar, a andar, a andar...
Y la mezquita sonó. “Estamos a unos quince minutos de la valla”. Empezamos a correr, a cantar. Y comienzan a salir de sus casas algunos ciudadanos marroquíes; les gusta ver a los negros que están luchando por la libertad. Algunos se acercan y preguntan que si queremos agua, nos saludan...“, describe Pierre con una sonrisa de orgullo.
La valla se acerca: 'Bossa, bossa'
Según describe, durante este largo trayecto de cerca de 100 kilómetros -porque, asegura, suelen tener que rodear la carretera a través del bosque- se animan unos a otros, hay mucha adrenalina. Y llegan a la carretera por la que se accede a Melilla.
“Cuando vemos los coches que se dirigen a cruzar la frontera, éstos se paran. Salimos donde están los militares y cantamos: 'Libertad. ¡Bossa, Bossa!”
En su camino hacia la cercana alambrada, se encuentran un gran foso. “Muchas de las personas que son nuevas, las que saltan por primera vez, suelen caerse ahí, y se hacen daño”. Es uno de los puntos, asegura, donde el grupo va perdiendo gente. Otros continúan aunque ya estén heridos. En ese momento, reconoce, tan solo ven la alambrada que separa Marruecos de Melilla. No hay nada más. No hay compañeros, no hay amigos, no hay hermanos. Hay una valla de seis metros de altura por sortear, y una idealizada Europa por alcanzar.
“Cuando estamos a cinco metros e la valla, nadie es tu hermano. Puede ser que, mientras corre, te empuje y tú te caigas. Ahí cada uno tiene su vida en la mano... Yo no te puedo ayudar, tu no me puedes ayudar. Nos vemos en Melilla, si conseguimos pasar”, analiza antes de esbozar media sonrisa.
Alcanzan la frontera. Su amigo, su hermano, reaparece a su lado. “'Petit frère', estamos en España”. Tocan la valla, hay algo raro, algo nuevo, no son capaces de introducir los dedos entre las rejas para trepar. “¿Que es esto? ¿La barrera por la que subes y entras en España ha cambiado?”
En medio de todo este jaleo, recuerda a un chico camerunés que había logrado subir una parte de la primera alambrada. “Estaba un poquito arriba y los Ali le lanzaron una piedra. Ellos pueden tirarte una piedra a cinco metros de distancia y te rompen la cabeza. Yo vi cómo la piedra le golpeó en la cabeza y escuché un grito. El chico se cayó al suelo”, continúa narrando. “Yo me agaché y me tapé la cabeza para que esa piedra no me diese. No sé qué ha sido de él. Había muchísimos heridos, mucha gente cortada por las cuchillas; yo tuve suerte”.
Lo siguió intentando. Corrieron hacia un lado, corrieron hacia otro. “Estaba por todas partes... y la cabeza me dijo que todo había terminado”. Vuelta a empezar.